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Authors: Arthur Conan Doyle

El mundo perdido (13 page)

BOOK: El mundo perdido
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9. ¿Quién podía haberlo previsto?

Algo terrible nos ha ocurrido. ¿Quién podía haberlo previsto? Yo no puedo prever ningún fin a nuestras dificultades. Puede ser que estemos condenados a pasar toda nuestra vida en este lugar extraño e inaccesible. Me hallo aún tan confuso que apenas puedo pensar con claridad en los hechos del presente o en las posibilidades del futuro. Lo uno se presenta a mis sentidos pasmados como algo tremendo, y lo otro, tan negro como la noche.

Jamás se enfrentaron otros hombres con una situación peor que ésta; tampoco serviría de nada revelarle a usted nuestra posición geográfica exacta y pedir a nuestros amigos que organicen una expedición de rescate. Aunque pudieran enviar una, ya se habría decidido nuestro destino, según todas las humanas probabilidades, mucho antes de que pudieran llegar a Sudamérica.

En verdad, nos hallamos tan lejos de toda ayuda humana como si estuviéramos en la Luna. Si hemos de salir victoriosos, serán únicamente nuestras propias virtudes las que han de salvarnos. Tengo como compañeros a tres hombres notables, de gran vigor intelectual y de valor inquebrantable. Ahí se apoya nuestra única esperanza. Sólo cuando considero los rostros tranquilos de mis camaradas percibo alguna trémula luz a través de la oscuridad. Trato de aparecer exteriormente tan despreocupado como ellos, pero en mi fuero interno estoy lleno de aprensiones.

Permítame que le exponga a usted, con tantos detalles como pueda, la sucesión de acontecimientos que nos llevaron a esta catástrofe.

Cuando finalicé mi carta anterior, consignaba que estábamos a siete millas de distancia de una enorme línea de riscos rojizos que, sin lugar a dudas, cercaban la meseta de la cual había hablado Challenger. A medida que nos aproximábamos me pareció que su altura, en algunos lugares, era superior a la que éste había calculado —al menos unos mil pies en ciertos sectores—, y estaban curiosamente estriados, del modo caracterísfico, según creo, de los levantamientos basálticos. Algo parecido puede verse en los Espolones de Salisbury, en Edimburgo. La cima mostraba todos los signos de una vegetación exuberante, con arbustos cerca de los bordes y muchos árboles altos más al fondo. No pudimos observar ningún indicio de alguna clase de vida animal.

Esa noche armamos nuestro campamento junto a la base del farallón rocoso, un lugar de lo más salvaje y desolado. Los riscos que se alzaban sobre nosotros no eran simplemente verticales, sino que se curvaban hacia afuera en la cima de tal modo que descartaban un escalamiento. Cerca de nosotros se hallaba el alto y estrecho pináculo de roca que creo haber mencionado anteriormente en esta narración. Se parece a un ancho y rojo campanario de iglesia, y su cumbre se halla al mismo nivel que la meseta, aunque entre ambas se abre una enorme sima. En su cúspide crece un árbol muy alto. Tanto el pináculo como el farallón eran comparativamente bajos: unos quinientos o seiscientos pies, según creo.

—En aquel sitio estaba posado el pterodáctilo —dijo el profesor Challenger apuntando hacia el árbol—. Había escalado la roca hasta la mitad antes de hacer fuego sobre él. Me inclino a pensar que un buen montañista como yo puede ascender por la roca hasta la cima, aunque no por eso estaría más cerca de la meseta cuando llegase, como es natural.

Mientras Challenger hablaba de su pterodáctilo eché una mirada a Summerlee, y por primera vez me pareció advertir en él algunos signos de naciente arrepentimiento y credulidad. Ya no mostraba su rictus burlón en los delgados labios: al contrario, aparecía una gris y estirada expresión de asombro y excitación. Challenger también lo había visto y gozaba de su primer regusto de victoria.

—Como es natural —dijo con su pesado y demoledor acento de sarcasmo—, el profesor Summerlee deberá comprender que cuando yo hablo de un pterodáctilo quiero decir grulla: ¡sólo que se trata de la clase de grullas que carece de plumas, tiene una piel coriácea, alas membranosas y dientes en sus mandíbulas!

Dijo esto sonriendo sarcásticamente; luego guiñó un ojo, hizo una reverencia a su colega y se alejó.

Por la mañana, tras un frugal desayuno de café y mandioca —debíamos economizar nuestras provisiones—, celebramos un consejo de guerra para discutir acerca del mejor método para ascender a la meseta que se levantaba ante nosotros.

Challenger ocupó la presidencia con tanta solemnidad como si fuese el presidente del Tribunal de Justicia. Figúreselo usted sentado sobre una roca, con su absurdo sombrero juvenil de paja echado hacia atrás, con sus ojos arrogantes dominándonos por debajo de sus párpados entrecerrados; su gran barba negra ondulaba a medida que definía, con lentitud, nuestra situación actual y nuestros movimientos futuros.

Más abajo, usted podría habernos visto a nosotros tres: yo mismo, quemado por el sol, joven y vigoroso después de nuestro vagabundeo al aire libre; Summerlee, solemne pero sin perder su aire crítico, detrás de su eterna pipa; lord John, tan penetrante como el filo de una navaja de afeitar, apoyando su figura flexible y alerta sobre su rifle, y su mirada de águila fija y anhelante sobre el orador. Detrás de nosotros se agrupaban los dos morenos mestizos y el pequeño corrillo de los indios, mientras al frente y por encima se empinaban aquellos inmensos y rojizos costillares rocosos que nos separaban de nuestro objetivo.

—No hace falta que explique —dijo nuestro jefe— que durante mi última visita agoté todos los medios para escalar el farallón, y no creo que ningún otro pueda triunfar allí donde yo he fracasado, siendo como soy un aceptable montañista. En esa oportunidad carecía de los instrumentos propios de un escalador de rocas; pero he tenido la precaución de traerlos ahora. Con su ayuda sé positivamente que puedo trepar hasta la cumbre de este aislado peñasco; pero es tarea vana esa ascensión mientras no logremos superar el risco principal que sobresale por encima. Durante mi visita anterior tuve que moverme deprisa porque se aproximaba la estación de las lluvias y se me estaban agotando las provisiones. Estos factores limitaron mi tiempo y sólo puedo afirmar que he inspeccionado unas seis millas del farallón en dirección al este de donde estamos ahora sin encontrar ninguna posible senda hacia arriba. De acuerdo con eso, ¿qué podemos hacer ahora?

—Al parecer sólo hay un procedimiento razonable —dijo el profesor Summerlee—. Puesto que usted ha explorado el este, nosotros deberíamos seguir la base del farallón hacia el oeste, para ver si hallamos un punto practicable para nuestra ascensión.

—Así es —dijo lord John—. La ventaja para nosotros es que esta meseta no es muy extensa, y que podremos ir rodeándola hasta encontrar un camino fácil para ascender; de lo contrario volveremos al punto de partida.

—He explicado ya a nuestro joven amigo aquí presente —dijo Challenger, que tenía la costumbre de referirse a mí como si yo fuese un escolar de diez años— que es prácticamente imposible que exista un camino fácil en ningún lugar, por la sencilla razón de que si lo hubiese, la meseta no estaría aislada y no se habrían presentado las condiciones que han interferido de manera tan singular en las leyes generales de la supervivencia. No obstante, admito que muy bien pueden existir lugares que permitan a un escalador experto alcanzar la cima, pero que resulten impracticables para el descenso de un animal pesado y torpe. Es seguro que existe un punto por donde el ascenso es posible.

—¿Y cómo lo sabe usted, señor? —preguntó Summerlee mordazmente.

—Porque mi predecesor, el americano Maple White, realizó efectivamente esa ascensión. ¿Cómo habría podido, de otro modo, ver al monstruo que dibujó en su libro de notas?

—Ahí razona usted adelantándose a los hechos comprobados —dijo el obstinado Summerlee—. Admito su meseta, porque la he visto, pero hasta ahora no tengo ninguna certeza de que pueda albergar alguna forma de vida.

—Lo que usted admita o deje de admitir, señor, es algo que realmente tiene una importancia inconmensurablemente pequeña. Me alegra, por lo menos, que la meseta misma haya conseguido penetrar en su inteligencia —dirigió la mirada hacia aquélla y entonces, ante nuestra sorpresa, saltó de su roca y agarrando a Summerlee por el cuello le hizo levantar la cara hacia arriba—. ¡Vamos, señor! —gritó, ronco de excitación—: ¿puedo ayudarlo a que se dé cuenta de que la meseta contiene alguna vida animal?

He dicho ya que una espesa franja de verde follaje sobresalía del borde del risco. De esta zona había asomado un objeto negro y brillante. Al tiempo que se aproximaba lentamente y se inclinaba sobre el precipicio, vimos que era una enorme serpiente con una curiosa cabeza aplanada en forma de azada. Se balanceó y se estremeció por encima de nosotros durante un minuto, mientras el sol matinal brillaba en sus anillos bruñidos. Luego, se retiró lentamente hacia el interior y desapareció.

Summerlee estaba tan interesado que no ofreció la menor resistencia mientras Challenger le doblaba la cabeza hacia arriba. Por fin recobró su dignidad y apartó a su colega.

—Me complacería, profesor Chafenger —dijo—, que cuando se le ocurra hacerme alguna observación no sienta la necesidad de agarrarme por la barbilla. La aparición de una simple serpiente pitón de las rocas no justifica que se tome semejantes libertades.

—Bueno, pero de todos modos resulta que hay vida animal en la meseta —replicó triunfalmente su colega—. Y ahora, habiendo sido demostrada esta importante afirmación de manera tan clara que no la puede negar nadie, ya sea un obtuso o alguien predispuesto en contra, soy de la opinión de que lo mejor que podemos hacer es desmontar nuestro campamento y caminar hacia el oeste hasta que hallemos algún medio de ascender a la meseta.

Al pie del farallón, el suelo era abrupto y rocoso, por lo cual la marcha fue lenta y dificultosa. Pero de pronto tropezamos con algo que alentó nuestros corazones. Era el asiento de un antiguo campamento, con varias latas vacías de carne en conserva de Chicago, una botella con la etiqueta de «brandy», un abrelatas roto y una cantidad de desperdicios propios de una expedición. Un periódico arrugado y medio deshecho resultó ser el
Chicago Democrat
, aunque la fecha se había borrado.

—No hay nada mío —dijo Challenger—. Deben ser cosas de Maple White.

Lord John había estado contemplando con curiosidad un gran helecho arborescente que sombreaba el campamento.

—Oigan: miren esto —dijo—. Creo que ha sido puesto como señal.

Un pedazo de madera dura había sido clavada sobre el árbol, de tal modo que apuntara al oeste.

—Lo más seguro es que haya sido puesto como señal indicadora —dijo Challenger—. ¿Qué otra cosa podría ser? Nuestro predecesor, al verse en una coyuntura peligrosa, dejó esta señal para que cualquiera que viniese detrás de él pudiera saber el camino que había tomado. Quizá encontremos más adelante otras indicaciones cuando avancemos.

Las encontramos, verdaderamente, pero eran de la más inesperada y terrible naturaleza. Junto a la base misma del farallón crecía un gran macizo de altos bambúes, parecidos a los que habíamos atravesado durante el viaje. Muchos de sus tallos tenían veinte pies de alto y sus puntas eran fuertes y afiladas, de modo que cuando estaban erguidas semejaban formidables lanzas. Cruzábamos por el borde de aquel macizo cuando mi atención fue atraída por el brillo de algo blanco. Introduje la cabeza por entre las cañas y me hallé contemplando un cráneo descarnado. Estaba allí todo el esqueleto, pero el cráneo se había desprendido y yacía a algunos pies, más próximo al claro.

Unos cuantos golpes de machete de nuestros indios despejaron el lugar y pudimos estudiar los detalles de esa vieja tragedia. Sólo algunos jirones de ropa podían distinguirse, pero quedaban los restos de las botas y dentro de ellas los pies huesudos, siendo evidente que se trataba de un europeo. Un reloj de oro marca Hudson, de Nueva York, y una cadena de la cual colgaba una estilográfica yacían entre los huesos. También había una pitillera de plata con las iniciales «J. C. de A. E. S.» grabadas en la tapa. El estado del metal parecía demostrar que la tragedia había ocurrido en fecha no muylejana.

—¿Quién puede ser? —preguntó lord John—. ¡Pobre diablo! Parecería que le hubiesen roto cada hueso de su cuerpo.

—Y las cañas de bambú han crecido a través de sus costillas destrozadas —dijo Summerlee—. Es una planta de crecimiento rápido, pero resulta completamente inconcebible que este cuerpo haya estado aquí mientras las cañas crecían hasta tener veinte pies de largo.

—En cuanto a la identidad del hombre —dijo el profesor Challenger—, no tengo dudas sobre ese punto. Cuando hice mi viaje río arriba antes de encontrarme con ustedes en la
fazenda
, inicié pesquisas muy minuciosas acerca de Maple White. En Pará no sabían nada. Afortunadamente, yo tenía una clave muy concreta, que era el dibujo de su álbum que lo mostraba almorzando con cierto eclesiástico en Rosario. Pude hallar al sacerdote, y a pesar de que resultó ser un individuo muy afecto a la discusión, que se molestó absurdamente cuando yo le señalé los efectos corrosivos que la ciencia moderna debe ejercer sobre sus creencias, no es menos cierto que me dio algunas informaciones útiles. Maple White había pasado por Rosario hacía cuatro años, o sea, dos años antes que yo viese su cadáver. No estaba solo, por entonces, sino que tenía un amigo, un norteamericano llamado James Colver, que se quedó en el barco y no se encontró con ese sacerdote. Creo, por lo tanto, que no cabe duda de que estamos contemplando los restos de ese James Colver.

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