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Authors: Arthur Conan Doyle

El mundo perdido (12 page)

BOOK: El mundo perdido
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El día siguiente, a la mañana, muy temprano, iniciamos lo que podría llamarse la gran salida, el verdadero arranque de nuestra expedición. Desde el alba, el profesor Challenger había dado muestras de gran inquietud, escudriñando constantemente las dos orillas del río. Súbitamente, lanzó una exclamación de regocijo y señaló un árbol aislado, que se proyectaba sobre la orilla de la corriente en un curioso ángulo.

—¿Qué le parece a usted eso? —preguntó.

—Que es seguramente una palmera
assai
—dijo Summerlee.

—Exacto. Y fue una palmera assai la que yo tomé como punto de referencia. La entrada secreta se halla a media milla más adelante, al otro lado del río. No hay brecha entre los árboles. Allí está lo maravilloso y misterioso del caso. En el lugar donde usted está viendo los juncos color verde claro en lugar de la maleza verde oscura, allí entre los grandes álamos, se halla mi puerta privada al reino de lo desconocido. Pasemos por ella y usted comprenderá.

Era en verdad un lugar maravilloso. Una vez que alcanzamos el sitio marcado por una línea de juncos color verde claro, empujamos con pértigas nuestras canoas a través de sus tallos por espacio de una centena de yardas, y por fin salimos a una corriente de aguas plácidas y poco profundas, que fluían claras y transparentes sobre un fondo arenoso. Tendría unas veinte yardas de anchura y en ambas márgenes crecía una vegetación de lo más exuberante. Nadie que no hubiese observado desde corta distancia que los cañaverales habían ocupado el lugar de los arbustos habría podido sospechar la existencia de ese arroyo ni soñar con el país de hadas que había detrás.

Porque era realmente un país de hadas, el más maravilloso que la imaginación del hombre podía concebir. La espesa vegetación se unía por lo alto, formando una pérgola natural, y a través de ese túnel de verdura fluía en una dorada penumbra el río verde y diáfano, bello en sí mismo, pero aún más maravilloso por los extraños matices que la vivísima luz que venía de arriba iba filtrando y atemperando en su caída. Claro como un cristal, inmóvil como un espejo, verde como el filo de un iceberg, se alargaba ante nosotros bajo su frondosa arcada, y cada golpe de nuestros remos lanzaba miríadas de pequeñas ondas sobre su relumbrante superficie. Era la digna avenida hacia una tierra de prodigios. Toda traza de los indios parecía haberse esfumado, pero la vida animal era más frecuente y la docilidad de sus criaturas demostraba que nada sabían de cazadores. Pequeños monos cubiertos de un vello semejante al terciopelo negro, con dientes blancos como la nieve y centelleantes ojos burlones, nos dirigían su parloteo a medida que pasábamos. Algún caimán se zambullía desde la orilla con un chapoteo sordo y pesado. Una vez se nos quedó mirando fijamente desde un hueco en los matorrales un tapir oscuro y desmañado, que enseguida se alejó pesadamente por la selva; en otra ocasión la figura amarilla y sinuosa de un puma enorme se asomó entre los arbustos, y nos lanzó una mirada de odio con sus ojos verdes y funestos por encima de su lomo leonado. Abundaba la vida volátil, especialmente las aves zancudas como la cigüeña, la garza real y los ibis, reunidos en pequeñas bandadas, azules, escarlatas y blancos, subidos en cada leño que asomaba desde la orilla, mientras que debajo de nosotros las aguas cristalinas rebullían de vida con peces de todas las formas y colores.

Durante tres días viajamos aguas arriba por aquel túnel de brumoso verdor tamizado por la luz solar. En los tramos más largos era difícil discernir, mirando hacia adelante, dónde terminaba la distante agua verde y dónde empezaba la distante arcada de verdor. Ningún rastro de presencia humana turbaba la paz profunda de aquella extraña vía de agua.

—No hay indios aquí. Tienen demasiado miedo a Curupuri —dijo Gómez.

—Curupuri es el espíritu de los bosques —explicó lord John—. Es el nombre que dan a toda clase de demonios. Estos pobres diablos creen que existe en esa dirección algo aterrador, y por eso evitan acercarse allí.

Al tercer día se hizo evidente que nuestra jornada en canoa no podría prolongarse mucho, porque el arroyo se iba estrechando rápidamente. Encallamos dos veces en otras tantas horas. Por último alzamos nuestras canoas y las depositamos entre la maleza, pasando la noche a la orilla del río. Por la mañana lord John y yo nos adentramos un par de millas en el bosque, manteniéndonos paralelos a la corriente de agua; pero como ésta era cada vez menos profunda, regresamos e informamos del hecho, aunque ya el profesor Challenger lo había sospechado: esto es, que habíamos alcanzado el punto más elevado al que se podía arribar en canoa. Por lo tanto las sacamos fuera del agua y las ocultamos entre la maleza, haciendo unas marcas en un árbol con nuestras hachas, para poder encontrarlas otra vez. Luego distribuimos entre nosotros las distintas cargas —rifles, municiones, víveres, una tienda, mantas y todo lo demás— y, echándonos nuestros bultos al hombro, emprendimos la etapa más trabajosa de nuestro viaje.

El principio de esta nueva jornada fue señalado por una infortunada pelea entre aquellos dos botes de pimienta que llevábamos con nosotros. Challenger había impartido órdenes a toda la expedición desde el momento mismo en que se había unido a nosotros, ante el evidente descontento del profesor Summerlee. En esta oportunidad, al asignar una tarea a su colega (se trataba, tan sólo, de transportar un barómetro aneroide), el problema saltó repentinamente a la palestra.

—¿Puedo preguntarle, señor —dijo Summerlee con maligna calma—, con qué autoridad se arroga el derecho de dar estas órdenes?

Challenger lo miró erizado y echando fuego por los ojos.

—Lo hago, profesor Summerlee, como jefe de esta expedición.

—Me siento obligado a decirle, señor, que no le reconozco tal autoridad.

—¿De veras? —Challenger se inclinó con implacable sarcasmo—. Tal vez usted pueda definir exactamente cuál es mi posición.

—Sí, señor. Usted es un hombre cuya veracidad está siendo enjuiciada y nosotros constituimos el comité que está aquí para juzgarlo. Usted camina, señor, con sus jueces.

—¡Dios mío! —exclamó Challenger sentándose en la borda de una de las canoas—. En ese caso, naturalmente, ustedes pueden seguir su camino y yo seguiré por el mío según mi comodidad. Si no soy el jefe, no deben esperar que los guíe.

Gracias a Dios había allí dos hombres sensatos —lord Roxton y yo— para evitar que la petulancia y el desatino de nuestros doctos profesores nos enviaran de vuelta a Londres con las manos vacías. ¡Cuánto tuvimos que explicar, argüir y suplicar hasta que logramos ablandarlos! Finalmente, Summerlee, con su gesto despectivo y su pipa, reinició la marcha, mientras Challenger le seguía balanceándose y refunfuñando. Por suerte, más o menos por entonces descubrimos que nuestros dos sabios compartían una muy pobre opinión acerca del profesor Illingworth, de Edimburgo. Desde ese momento, esto constituyó nuestra salvación, y cada situación tensa se resolvía cuando introducíamos en la conversación el nombre del zoólogo escocés, porque nuestros profesores establecían una alianza temporal y cierta camaradería a través de sus insultos y su execración al rival común.

Avanzando en fila india a lo largo de la margen del río, pronto descubrimos que éste se estrechaba hasta convertirse en un simple arroyuelo y que al final se perdía en una gran ciénaga verde con musgos que parecían esponjas, en donde nos hundíamos hasta las rodillas. El lugar estaba infestado de horribles nubes de mosquitos y de toda clase de plagas voladoras, de modo que nos sentimos muy contentos al hallar de nuevo tierra firme y, dando un rodeo entre los árboles, pudimos flanquear la pestilente ciénaga, que se oía vibrar desde lejos como un órgano, tan estrepitosa era en ella la vida de los insectos.

Al segundo día después de abandonar nuestras canoas, nos encontramos con que el carácter de la región había cambiado por completo. El camino ascendía constantemente y, a medida que subíamos, los bosques se volvían más ralos y perdían su exuberancia tropical. Los inmensos árboles de la llanura aluvional amazónica cedían su lugar a las palmeras fénix y a los cocoteros, que crecían en bosquecillos dispersos, entre los cuales se extendía una espesa maleza. En las hondonadas más húmedas las palmeras mauricia abrían sus gráciles frondas colgantes. Viajábamos guiados exclusivamente por la brújula y una o dos veces surgieron diferencias de opinión entre Challenger y los dos indios, cuando, para citar las palabras indignadas del profesor, todo el grupo se había puesto de acuerdo para «confiar en los engañosos instintos de unos salvajes subdesarrollados en vez de seguir al más elevado producto de la cultura europea». Quedamos justificados en esa actitud cuando, al tercer día, Challenger admitió que reconocía varias señales de su viaje anterior, y cuando en un sitio tropezamos con cuatro piedras ennegrecidas por el fuego que testimoniaban que allí se había levantado un campamento.

El camino seguía ascendiendo y cruzamos una cuesta sembrada de rocas que nos llevó dos días atravesar. La vegetación había cambiado otra vez, y ya sólo persistía la palmera tagua, con gran profusión de maravillosas orquídeas, entre las cuales aprendí a reconocer la rara Nuttonia Vexillaria y los gloriosos capullos color rosa y escarlata de la Cattleya y de la Odontoglossum. De vez en cuando bajaban gorgoteando por las gargantas poco profundas de las colinas unos arroyuelos de lecho de guijarros y orillas festonadas de helechos que nos proporcionaban excelentes lugares para acampar todas las noches en las márgenes de alguna alberca tachonada de rocas, donde enjambres de pequeños peces de lomo azul, de tamaño y forma semejantes a los de la trucha inglesa, nos proporcionaban una cena deliciosa.

Al noveno día de haber abandonado las canoas, cuando, según mis cálculos, llevábamos recorridas unas ciento veinte millas, empezamos a emerger de entre los árboles, que se habían ido haciendo cada vez más pequeños hasta convertirse en meros arbustos. Su lugar había sido ocupado por una inmensa multitud de bambúes, que crecían tan tupidos que sólo pudimos atravesarlos abriendo un sendero con los machetes y las hoces de los indios. Atravesar este obstáculo nos exigió todo un día, caminando desde las siete de la mañana hasta las ocho de la noche, con sólo dos descansos de una hora cada uno. No es posible imaginar nada tan monótono y agotador, porque hasta en los lugares más despejados no podía ver más allá de diez o doce yardas, en tanto lo más usual era que mi visión estuviese limitada a la parte posterior de la chaqueta de algodón de lord John, que marchaba delante de mí, y al muro amarillo que nos flanqueaba por ambos lados, a un solo pie de distancia. Desde lo alto nos llegaba un rayo de sol delgado como la hoja de un cuchillo, y a quince pies por encima de nuestras cabezas se veían los extremos de las cañas de bambú balanceándose contra el profundo cielo azul. No sé qué clase de animales habitan semejante espesura, pero en varias ocasiones oímos los chapuzones de animales corpulentos y pesados, muy cerca de nosotros. Lord John pensaba, guiándose por el ruido que hacían, que debía tratarse de alguna clase de ganado salvaje. En el momento en que caía la noche, emergimos de aquella zona de bambúes y en el acto montamos nuestro campamento, exhaustos después de aquel día interminable.

A la mañana siguiente, muy temprano, estábamos de nuevo en pie, advirtiendo que el carácter de la comarca había cambiado otra vez. Detrás de nosotros estaba la pared de bambú, tan limpia como si señalase el curso de un río. Al frente se desplegaba una llanura abierta, que ascendía en suave pendiente; estaba sembrada de bosquecillos de helechos que brotaban dispersos. Todo este terreno se curvaba delante de nosotros hasta que terminaba en una colina alargada y en forma de lomo de ballena. La alcanzamos hacia el mediodía, sólo para descubrir que debajo había un valle no muy profundo que ascendía de nuevo con suave inclinación hasta llegar a una línea de horizonte baja y redondeada. Allí, mientras cruzábamos la primera de estas colinas, ocurrió un incidente que podía carecer de importancia pero que quizá la tenía.

El profesor Challenger, que marchaba a la vanguardia de los expedicionarios junto con los dos indios de la región, se detuvo súbitamente y apuntó muy excitado hacia la derecha. Entonces vimos, a distancia de una milla más o menos, algo que parecía ser un enorme pájaro gris que con lentos aleteos se alzaba del suelo deslizándose suavemente, volando muy bajo y en linea recta hasta desaparecer entre los helechos.

—¿Lo ha visto usted? —gritó Challenger alborozado—. Summerlee, ¿lo ha visto usted?

Su colega estaba mirando fijamente hacia el lugar en que aquel ser había desaparecido.

—¿Y qué pretende usted que es? —preguntó.

—Según mi mejor opinión, es un pterodáctilo. Summerlee estalló en una risa burlona y dijo:

—¡Un pterodisparate!
[20]
Era una grulla, si es que he visto alguna.

Challenger estaba demasiado furioso para hablar. Simplemente se echó su carga a la espalda y se puso de nuevo en camino. Sin embargo, lord John se puso a caminar a mi paso y su rostro estaba más serio que de costumbre. Tenía sus gemelos Zeiss en la mano.

—Lo enfoqué antes que traspasase los árboles —dijo—. No quiero comprometerme a decir qué era eso, pero arriesgaría mi reputación de deportista a que nunca le puse los ojos encima a un pájaro como ése.

Así quedaron las cosas. ¿Nos hallamos realmente al borde de lo desconocido, frente a los guardianes exteriores del mundo perdido de que hablaba nuestro jefe? Le describo el incidente tal como ocurrió y así sabrá usted tanto como yo. Él no se repitió y no vimos ninguna otra cosa que merezca destacarse.

Y ahora, lectores míos (si alguna vez he tenido alguno), los he traído a ustedes aguas arriba por el ancho río, y a través de la pantalla de juncos; les he hecho bajar por el túnel de verdor y subir por la larga pendiente sembrada de palmeras; cruzamos el matorral de bambúes y la llanura de helechos. Al fin, nuestro lugar de destino se nos aparece a plena vista. Una vez que cruzamos la segunda serranía, vimos ante nosotros una llanura irregular, sembrada de palmeras, y, más allá, la línea de altos riscos rojizos que había visto en el dibujo. Ahí está, la veo mientras esto escribo, y no cabe dudar de que es la misma. Se halla, en su punto más próximo, a unas siete millas de nuestro campamento actual, y se va alejando en curva, extendiéndose hasta donde alcanza mi vista. Challenger se contonea como un pavo real de exposición y Summerlee está silencioso pero aún escéptico. Un día más y acabarán algunas de nuestras dudas. Entretanto, como José, cuyo brazo había sido traspasado por un trozo de bambú, insiste en regresar, le encomiendo esta carta y sólo espero que finalmente llegue a manos de su destinatario. Volveré a escribir cuando la ocasión sea propicia. Incluyo en este envío un tosco mapa de nuestro viaje, que puede facilitar quizá la comprensión del relato.

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