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Authors: Arthur Conan Doyle

El mundo perdido (11 page)

BOOK: El mundo perdido
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El día 2 de agosto, al dar la despedida a la
Esmeralda
, cortamos nuestro último lazo con el mundo exterior. Desde entonces han pasado cuatro días, y durante este lapso hemos contratado dos grandes canoas indias, hechas de un material tan liviano (pieles sobre un armazón de bambú) que podremos transportarlas por encima de cualquier obstáculo. Las cargamos con todos los efectos y contratamos a dos indios más para que nos ayudasen en la navegación. Según entiendo, son precisamente los dos —se llaman Ataca e Ipetúque acompañaron al profesor Challenger en su viaje anterior. Parecen aterrorizados ante la perspectiva de repetirlo, pero el jefe ejerce poderes patriarcales en estas comarcas, y si un negocio le parece bueno, los miembros de la tribu carecen de poder de elección en la materia.

Por lo tanto, mañana nos perderemos en lo desconocido. Transmito este relato río abajo por canoa, y quizá sean éstas nuestras últimas palabras dirigidas a quienes se interesan por nuestro destino. De acuerdo con lo convenido, lo dirijo a usted, mi querido señor McArdle, y dejo a su discreción el poder suprimir, alterar o hacer con él lo que usted quiera. Por la seguridad que ostenta el profesor Challenger —y a pesar del constante pesimismo del profesor Summerlee—, no tengo dudas de que nuestro conductor dará fe de sus afirmaciones y de que verdaderamente nos hallamos en la víspera de las más notables experiencias.

8. Los guardianes exteriores del nuevo mundo

Nuestros amigos de Inglaterra pueden regocijarse con nosotros, porque hemos alcanzado nuestra meta y, hasta cierto punto al menos, hemos demostrado que las declaraciones del profesor Challenger pueden ser verificadas. Es cierto que no hemos ascendido a la meseta, pero se levanta delante de nosotros y hasta el profesor Summerlee se comporta con mayor discreción. Esto no significa que él admita, ni por un instante, que su rival pueda tener razón, pero no insiste tanto en sus constantes objeciones y se ha sumido, la mayor parte del tiempo, en un vigilante silencio. Y ahora debo volver al asunto, sin embargo, prosiguiendo mi narración desde el punto en que la había dejado. Hemos enviado a su tierra a uno de nuestros indios de la región, que está herido, y a él le encargo esta carta, aunque tengo considerables dudas de que alguna vez sea entregada.

Cuando escribí la anterior, estábamos a punto de abandonar el villorrio indio en que nos había dejado la
Esmeralda
. Debo comenzar mi informe con malas noticias porque el primer conflicto serio de carácter personal (y paso por alto las incesantes contiendas verbales de los dos profesores) ocurrió aquella noche y pudo haber tenido un foral trágico. He mencionado ya a nuestro mestizo Gómez, el que habla inglés: es un trabajador excelente y un compañero siempre dispuesto, pero afectado, según creo, por el vicio de la curiosidad, que es frecuente en esa clase de hombres. Al parecer la noche anterior se había ocultado cerca de la choza en que estábamos discutiendo nuestros planes; pero fue visto por nuestro gigante negro, Zambo, que es tan fiel como un perro y que, como todos los de su raza, odia a los mestizos. Zambo lo arrastró fuera y lo trajo a nuestra presencia. Sin embargo Gómez desenvainó su cuchillo y, de no haber sido por la enorme fuerza de su captor, que fue capaz de desarmarlo con una sola mano, lo habría ciertamente apuñalado. El asunto quedó reducido a simples reprimendas, obligándose a los adversarios a estrecharse las manos y quedando nosotros con la esperanza de que todo irá bien en adelante. En cuanto a las riñas entre los dos hombres doctos, siguen siendo constantes y ásperas. Debe admitirse que Challenger es provocativo en alto grado, pero Summerlee tiene una lengua afilada, que agrava las cosas. La noche pasada Challenger dijo que nunca le había gustado pasearse por el Embankment del Támesis, mirando al río, porque siempre es triste el ver nuestro último destino. Naturalmente, está convencido de que su destino final es la Abadía de Westminster.
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Summerlee le replicó sin embargo, con desabrida sonrisa, que según tenía entendido la cárcel de Millbank ya había sido demolida. La vanidad de Challenger es demasiado colosal para que esa ironía le conmoviese. Apenas se sonrió por entre sus barbas y repitió: «¿De veras?», «¿de veras?», en el tono compasivo que se emplea con un niño. En realidad, ambos son niños: uno marchito y pendenciero; el otro formidable y altivo, aunque los dos posean cerebros que los han colocado en la primera fila de su generación científica. Cerebro, carácter, alma... Sólo cuando se va conociendo más de la vida, uno comprende cuán distintos son.

Al día siguiente partimos de inmediato para emprender nuestra memorable expedición. Hallamos que todo nuestro equipaje cabía fácilmente en las dos canoas y dividimos nuestro personal, seis en cada una; pero, en interés de la paz, tomamos la obvia precaución de colocar un profesor en cada canoa. Por mi parte embarqué en la que iba Challenger, que estaba de un humor beatífico, actuaba como si se hallase en un éxtasis silencioso y resplandecía de benevolencia por todos los poros. Pero como ya tenía yo experiencia de otros estados de ánimo suyos, seré el menos sorprendido si estalla de pronto la tempestad en medio de un sol brillante. Si bien es imposible sentirse a sus anchas en su compañía, tampoco se puede experimentar aburrimiento; por eso se encuentra uno en un perpetuo estado de duda, temeroso a medias del giro súbito que pueda tomar su formidable temperamento.

Durante dos días seguimos nuestro camino río arriba por un curso de considerable anchura, unos cuantos centenares de yardas,
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y de color oscuro pero tan transparente que casi siempre podíamos ver el fondo. La mitad de los afluentes del Amazonas es de la misma naturaleza, en tanto que la otra mitad es blancuzca y opaca; la diferencia depende de la clase de tierras por las que atraviesan. El color oscuro indica que hay vegetación putrefacta, mientras que los otros fluyen por lechos arcillosos. Dos veces nos encontramos con rápidos y en ambos casos tuvimos que acarrear nuestro equipaje y las canoas por tierra para superarlos, por espacio de media milla o cosa así. Los bosques de ambas márgenes eran jóvenes, por lo cual resultaron más fáciles de penetrar que los que se hallan en su segundo período de crecimiento, y no tuvimos grandes dificultades para atravesarlos en nuestras canoas.

¿Cómo podría olvidarme nunca del solemne misterio de aquellos bosques? La altura de los árboles y el grosor de sus troncos excedía todo lo que yo, criado en las ciudades, hubiese podido imaginar; se disparaban hacia arriba como columnas magníficas hasta que allá, a enorme distancia sobre nuestras cabezas, podíamos distinguir borrosamente el lugar donde se abrían sus ramas laterales formando góticas curvas ascendentes que se enlazaban para constituir una enorme cúpula de verdor, atravesada únicamente por un ocasional rayo de sol que trazaba una fina y deslumbrante línea de luz que bajaba por entre la majestuosa oscuridad. Mientras caminábamos sin hacer ruido por aquella espesa y mullida alfombra de vegetación marchita, el silencio descendía sobre nuestras almas como suele hacerlo en la penumbra crepuscular de la Abadía de Westminster; y hasta la voz rotunda del profesor Challenger se atenuaba hasta el susurro. Si yo hubiese estado solo, nunca habría conocido los nombres de aquellos gigantes vegetales, pero nuestros hombres de ciencia señalaban los cedros, las enormes ceibas, los pinos gigantes, con toda la profusión de variadas plantas que han convertido este continente en el principal proveedor del género humano en lo que se refiere a los dones de la Naturaleza que proceden del mundo vegetal, al tiempo que es el más retrasado en productos que nacen de la vida animal. Orquídeas de vívidos colores y líquenes de maravillosos matices ardían sin llama sobre los prietos troncos de los árboles, y cuando un haz vagabundo de luz caía sobre la dorada allamanda, los escarlatas racimos estrellados de la tacsonia o el rico azul oscuro de la ipomea, el efecto era como un sueño en un país de hadas. La vida, que aborrece la oscuridad, lucha en aquellas grandes soledades selváticas por ascender siempre hacia la luz. Cada planta, hasta la más pequeña, se enrosca y retuerce para alcanzar la superficie verde, envolviéndose para trepar por sus hermanas más grandes y fuertes en anhelante esfuerzo. Las plantas trepadoras son monstruosas y exuberantes, pero otras, que no eran trepadoras en otras regiones, aprenden ese arte, como un modo de escapar a la oscura sombra; y así pueden verse a los jazmines, la ortiga común y hasta la palmera jacitara envolviendo los tallos de los cedros, luchando para alcanzar sus copas. No se veían movimientos de vida animal en las majestuosas naves abovedadas que se iban dilatando a medida que caminábamos, pero una constante actividad, muy por encima de nuestras cabezas, nos hablaba del mundo multitudinario de las serpientes y los monos, los pájaros y los perezosos que vivían a la luz del sol, y que miraban asombrados desde sus alturas nuestras figuras diminutas, ensombrecidas y titubeantes, en las oscuras e inconmensurables profundidades que se extendían debajo de ellos. Al amanecer y en el ocaso, los monos aulladores gritaban al unísono y las cotorras estallaban en su aguda charla, pero durante las horas calurosas del día sólo llenaba nuestros oídos el copioso zumbido de los insectos, semejante al batir de una rompiente lejana, sin que nada se moviese en tanto entre las solemnes perspectivas de los estupendos troncos, que se desvanecían en la oscuridad que nos envolvía. Una vez echó a correr torpemente entre las sombras un animal de patas torcidas y andar bamboleante: probablemente un oso hormiguero. Ésta fue la única señal de vida terrestre que vimos en esta gran selva amazónica.

No obstante, había indicios de que la misma vida humana no andaba lejos de aquellos misteriosos y apartados lugares. Durante el tercer día, percibimos una extraña y profunda palpitación en el aire, rítmica y solemne, que iba y venía caprichosamente durante toda la mañana. Las dos barcas avanzaban a fuerza de remos, a pocas yardas una de otra, cuando oímos aquello por primera vez, y nuestros indios se quedaron inmóviles, como si se hubiesen convertido en figuras de bronce, escuchando atentamente y con expresiones de terror en sus rostros.

—Pero, ¿qué es eso? —pregunté.

—Tambores —contestó lord John negligentemente—. Tambores de guerra. Los he oído antes de ahora.

—Sí, señor, tambores de guerra —dijo Gómez el mestizo. Son indios
bravos
, no
mansos
;
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nos vigilan milla a milla a lo largo de nuestro camino. Nos matarán si pueden.

—¿De qué modo pueden vigilarnos? —pregunté, contemplando aquel vacío oscuro e inmóvil.

El mestizo encogió sus anchos hombros.

—Los indios saben hacerlo. Tienen sus propios métodos. Nos vigilan. Se hablan unos a otros con la voz de los tambores. Nos matarán si pueden.

Aquella tarde —según mi diario de bolsillo el día era el martes 18 de agosto— resonaban por lo menos seis o siete tambores desde lugares distintos. Unas veces su redoble era rápido, otras lento, otras veces entablaban evidentes diálogos, con preguntas y respuestas; uno de ellos rompía en un veloz staccato desde muy lejos, al este, y tras una pausa le respondía desde el norte un redoble profundo. Este constante gruñido producía una indescriptible crispación nerviosa y una tensión amenazante, que parecía transformarse en las mismas sílabas de las frases que el mestizo repetía incansablemente: «Os mataremos si podemos. Os mataremos si podemos». Nadie se movía en los silenciosos bosques. Todo era paz y tranquilidad en la silenciosa Naturaleza que yacía tras la oscura cortina de la vegetación, pero allá lejos, más allá de la misma, seguía llegando ese único mensaje de nuestros congéneres los hombres: «Os mataremos si podemos», decían los hombres del este; «os mataremos si podemos», decían los hombres del norte.

Los tambores retumbaron y susurraron durante todo el día, haciendo que sus amenazas se reflejaran en los rostros de nuestros compañeros de color. Hasta los mestizos, fanfarrones y curtidos, parecían acobardados. Pero aquel día, precisamente, supe de una vez por todas que tanto Summerlee como Challenger poseían la clase más elevada del valor: el valor del pensamiento científico. Era el mismo espíritu que había sostenido a Darwin entre los gauchos de Argentina y a Wallace entre los cazadores de cabezas de Malasia. La misericordiosa Naturaleza ha decretado que el cerebro humano no pueda pensar en dos cosas simultáneamente, de modo que si está impregnado por la curiosidad científica no tiene lugar para las meras consideraciones personales. Durante todo el día, en medio de aquella amenaza constante, nuestros dos profesores se aplicaron a observar cada pájaro que volaba por el aire y cada arbusto que crecía en las orillas, con muchas y agudas disputas verbales, durante las cuales los gruñidos burlones de Summerlee respondían prontamente a los rezongos profundos de Challenger, pero sin mostrar más sentido del peligro o hacer más alusiones a los redobles de tambores indios que si estuviésemos sentados en el salón de fumar del Royal Society's Club de St. James Street. Sólo una vez condescendieron a hablar de ellos.

—Caníbales de Miranha o Amajuaca —dijo Challenger, apuntando con el pulgar hacia el bosque vibrante.

—Sin duda, señor —contestó Summerlee—. Al igual que todas esas tribus, supongo que usarán un lenguaje polisintético, de tipo mongol.

—Polisintético, ciertamente —dijo Challenger con indulgencia—. No tengo noticias de que exista otro tipo de idioma en este continente, y eso que he tomado notas sobre más de un centenar. Pero la teoría del origen mongólico la observo con profunda desconfianza.

—Yo creo que bastaba un limitado conocimiento de la anatomía comparada para verificarla —dijo Summerlee con acritud.

Challenger echó fuera su agresiva mandíbula hasta que fue todo barba y ala de sombrero.

—Sin duda, señor, que un conocimiento limitado llevaría a ese resultado. Pero cuando el conocimiento es exhaustivo, se llega a conclusiones diferentes.

Se contemplaron en actitud desafiante, mientras de todo cuanto nos rodeaba parecía brotar aquel susurro lejano: «Os mataremos... os mataremos si podemos».

Aquella noche anclamos nuestras canoas en el centro de la corriente con pesadas piedras a modo de anclas, e hicimos todos los preparativos para un posible ataque. Nada sucedió, sin embargo, y al amanecer reanudamos nuestra marcha, mientras se perdía detrás de nosotros el batir de tambores. Hacia las tres de la tarde llegamos a un rápido de gran pendiente y más de una milla de largo. Era justamente el mismo en que el profesor Challenger había sufrido un desastre. Confieso que la vista del mismo me consoló, porque era realmente la primera corroboración, por leve que fuese, de la verosimilitud de su historia. Los indios transportaron primero las canoas y luego nuestros equipajes a través de los matorrales, que eran muy espesos en esta parte, mientras los cuatro blancos, con los rifles al hombro, caminábamos vigilantes entre ellos y cualquier peligro que pudiera venir de los bosques. Antes del ocaso habíamos sobrepasado felizmente los rápidos y recorrido unas diez millas más allá de los mismos, donde anclamos para pasar la noche. Calculo que a esta altura habríamos navegado unas cien millas por el afluente del río principal.

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