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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (11 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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—Creo que hemos oído bastante —dijo.

—Por el amor de Dios, no pueden permitir que este… —protestó Müller.

—Cállese —le espetó Bailey, antes de volverse hacia al-Qurtubi—. Si son auténticas y el señor Müller ha filtrado realmente lo que sabe, toda nuestra organización puede estar en peligro. Lo entiende usted así, ¿no?

—En efecto —respondió al-Qurtubi—, y creo que lo entiendo mejor que cualquiera de ustedes. Mis hombres están vigilando al señor Müller muy estrechamente desde hace varios meses. La semana pasada se produjo su primer intento de… ¿qué expresión utilizan ustedes? Sí: dar el soplo. Cuando hayan escuchado estas cintas o lean las transcripciones que he ordenado hacer, verán que se empleó a fondo.

—Entonces ya está —dijo Bailey—. Supongo que ahora sólo será cuestión de tiempo.

—No exactamente. Como el propio
herr
Müller les dirá, ni la Bundesamt für Verfassungsschutz ni la CATE fueron informadas de estas reuniones. Müller quería hacer un trato y sabía que obtendría mucho más si filtraba la información a personas concretas. Sin embargo, esto fue un grave error. No fue muy difícil conseguir que ni Auerbach ni Zwimmer llegasen a sus despachos a la mañana siguiente. Asunto resuelto. Su seguridad es tan sólida como siempre. Ahora el problema es qué hacer con
herr
Müller.

—Nosotros nos ocuparemos.

—No, me temo que no —repuso al-Qurtubi en tono cortante y resuelto—. No me fío. Toda esa cháchara compasiva me enerva —añadió, levantándose y empujando la silla hacia atrás.

A Lionel Bailey se le pusieron los pelos de punta. Las cosas no iban tal como las había planeado. Aquel árabe estaba pasando por encima de él.

—Creo… —empezó a decir Bailey, a quien se le helaron las palabras en la boca al ver la glacial mirada de al-Qurtubi.

—Esto es absurdo —protestó Müller—. Yo soy la última persona que les traicionaría, lo saben muy bien. Lo ha falsificado todo. Esas cintas están trucadas. Pueden comprobarlo. Hay medios para hacer esas cosas.

Müller era un hombre obeso que normalmente respiraba con dificultad. Pero, conforme crecía su agitación, más le costaba respirar.

—No hace sino empeorar las cosas —dijo al-Qurtubi acercándose a él—. No sólo ha tratado de traicionarnos, sino que me acusa de falsedad ante personas honradas.

Nadie se movió. Era como si al-Qurtubi les hubiera hipnotizado. Quizá lo hubiese hecho. El árabe avanzó un paso más hacia el alemán, mientras en la estancia se hacía un silencio que se podía cortar. Al-Qurtubi sacó de un bolsillo lo que a simple vista parecía un largo bolígrafo, pero que en realidad era un punzón de unos 6 mm de grueso y casi 25 cm de largo.

Müller trató de rehuirle, pero al-Qurtubi lo cogió del cuello de la camisa y lo atrajo hacia sí. El alemán gimió, pero no dijo nada. Al-Qurtubi alzó el punzón y se lo introdujo a Müller en el pabellón de la oreja.

—¿Molesta? —le preguntó.

Müller asintió, acobardado.

—Sí…, sí —musitó.

—Esas cintas no están trucadas, ¿verdad,
herr
Müller?

El alemán volvió a gemir. Al-Qurtubi apretó más el punzón hacia el tímpano de Müller.

—He dicho que no están trucadas. ¿Lo están?

—No —susurró Müller.

—Son grabaciones auténticas. Usted nos traicionó, ¿no es así?

Silencio. El punzón seguía penetrando, haciendo que el rostro de Müller se congestionase a causa del dolor. Un hilillo de sangre salió del oído hacia el lóbulo.

—¿Es verdad o no?

—Sí, sí —admitió Müller. El sudor impregnaba su frente y resbalaba por sus mejillas hasta empapar las solapas de su costoso traje—. Pero ya está solucionado. No se ha causado daño alguno.

Ninguno de los presentes despegó la boca. Contenían el aliento. Al-Qurtubi sonrió con conmiseración.

—Sí —musitó—. Ya está solucionado.

El árabe clavó el largo punzón en la cabeza del alemán, que dio una violenta sacudida antes de desplomarse pesadamente a los pies de su verdugo.

Al-Qurtubi volvió a su silla sin decir palabra. Ahora ya los tenía en su poder para hacer con ellos lo que se le antojase. La confesión de Müller le había facilitado las cosas. No contaba con ella porque sabía que, efectivamente, estaban trucadas y que el alemán era, tal como él mismo había asegurado, la última persona que les hubiese traicionado.

Capítulo
XI

Ciudad del Vaticano

11 de septiembre

T
omaso Albertini se detuvo e irguió la espalda. Volvía a dolerle y sabía que no tardaría mucho en tener que regresar al hospital para someterse a un tratamiento. Le dirían, como tantas otras veces, que un hombre de su edad no debía hacer grandes esfuerzos. Si tenía que trabajar, le dirían, debía hacer algo que no implicase tanto trabajo manual. Pero eso significaba dejar el Vaticano y buscar empleo en otro lugar, y la sola idea le aterraba. Tenía sesenta y un años y había trabajado en el Vaticano desde niño; igual que su padre. Además, estaba seguro de no encontrar ningún trabajo que no implicase un duro esfuerzo físico. ¿Qué sabían los médicos? Aunque el trabajo le matase, seguiría allí.

Empujando el carrito del servicio de limpieza, cruzaba cansinamente la plaza de San Pedro para empezar su jornada laboral. Eran las cinco y media de la mañana y el aire aún era gélido. Un silencio sepulcral envolvía la ciudad. No se oía el ruido del tráfico, ni las bocinas, ni a los turistas. Sólo a él, a un viejo con su carrito y sus escobas en la fría oscuridad.

Alzó la vista hacia la derecha, hacia el complejo de edificios que se veía más allá del pórtico norte de Bernini. Le resultaba todo tan familiar que podía verlo a oscuras: la gran plaza, las curvadas columnas, el obelisco, las fuentes gemelas, la imponente cúpula que señoreaba sobre el mundo. A él no le interesaban estas cosas, pero algo llamó su atención: una ventana iluminada en el último piso del Palacio Apostólico, en la zona que ocupaban las habitaciones papales. Era la luz del dormitorio del Papa. Tomaso se santiguó devotamente, como hacía cada mañana. Le resultaba reconfortante saber que el Santo Padre estaba despierto, como él. Le infundía confianza notar que, incluso antes de que el sol se alzase sobre la cúpula de San Pedro, el Vicario de Cristo estaba ya levantado y rezando por las almas de los hombres.

Tomaso siguió empujando el carro, ligeramente estremecido por el frío. Su espalda podía esperar otro par de meses. Tenía otras preocupaciones: su nieta Nicoletta y su desgraciado matrimonio con un siciliano, la operación de su esposa, el dinero que había logrado ahorrar para comprarse un pequeño Fiat… Absorto en sus preocupaciones, no reparó en que la luz del último piso del Palacio Apostólico se había apagado.

El Santo Padre parecía cansado, pensó Paul Hunt. Cansado y pálido, como si le abrumasen todas las preocupaciones que pesaban sobre el mundo. Conoció al ya anciano obispo de Roma cuando lo fue de Dublín: Martin O'Neill, el más sencillo y el mejor de los hombres. Y se alegró de que lo eligiesen papa. El primer papa irlandés, que reinaría bajo el nombre de Inocencio XIV. Pero ahora ya no estaba tan seguro de seguir alegrándose.

Las mismas cualidades que le hicieron tan amado por los fieles y tan admirado por los no católicos, lo estaban destruyendo. Era, en opinión de Paul, demasiado sensible para la carga que representaba el papado. En una época menos conflictiva habría podido ser un gran papa, acaso un santo entre los papas; pero en la actualidad, en unos tiempos tan difíciles…

Estaban en la pequeña capilla privada contigua al dormitorio del Pontífice. Normalmente, éste permanecía allí solo hasta las siete de la mañana, momento en que se le unían otros miembros de la corte papal, incluidos sus secretarios. Pero aquella mañana no. Aquella mañana se habían dado instrucciones para que el padre Hunt entrase en las estancias privadas del Papa antes que ninguna otra persona. Los miembros de la Guardia Suiza que vigilaban en lo alto de las escaleras de la Tercera Loggia habían recibido instrucciones del secretario personal del Papa para que le dejasen pasar.

Ambos estaban sentados, bastante informalmente, al fondo de la capilla. En el suelo, junto a ellos, había un montón de carpetas. El Papa tenía la cabeza inclinada, apoyada en sus finas manos. El anillo con el sello papal brillaba en uno de sus dedos. Cuando Inocencio muriese, le quitarían el anillo y el chambelán papal lo partiría en dos. La pompa desaparecía con la majestad.

Paul estaba sentado, erguido, mirando la lucecita roja del altar. Alrededor, los siglos les observaban.

El Papa alzó la cabeza. Iba vestido con sus blancas y sencillas vestiduras y aún llevaba las zapatillas azules que se ponía al levantarse de la cama. Unas gafas de fina montura de oro reposaban en su afilada nariz. Sus ojos eran los de una persona que había conocido el sufrimiento sin ceder jamás ante él: eran unos ojos tristes, velados por la indignación. Pero aquella mañana la indignación había desaparecido casi por completo, dejando paso a la aprensión.

—Estoy muy cansado, Paul —dijo—. A veces pienso que he estado siempre cansado —añadió con su suave acento irlandés, que allí, en aquella penumbra poblada de símbolos y obras de arte italianas, parecía casi fuera de lugar.

—Lo siento, Santidad. Quizá debería volver después. Es aún muy temprano.

—No, no —replicó el Pontífice meneando la cabeza y esbozando una sonrisa—. Yo te pedí que vinieses a esta hora. Es el único momento que tengo para mí. Dentro de poco más de una hora debo reunirme con Tardella para los preparativos del Año Santo. Es muy duro ser papa en un año así.

Paul miró al anciano, compadeciéndose de él. Lo que tenía que decirle lo abrumaría más. ¿Tenía derecho a hacerlo? ¿Podía dejar de hacerlo? Recordaba muy bien al Martin O'Neill del año que pasó en Dublín, como agregado de la nunciatura. El compromiso del obispo con la paz; su actitud dialogante con cualquiera, confiando en alentar la misma actitud; su ardiente deseo de ver una Irlanda libre de odio. Y recordaba aquella tarde de domingo en que ametrallaron su coche durante una visita a Belfast. Él iba en el coche de atrás; vio la sangre y el dolor, y acompañó al obispo en la ambulancia, sin soltarle la mano. Qué lejano parecía todo aquello.

—¿Sigue decidido a visitar Jerusalén? —preguntó Paul.

—Sí —susurró el Papa, asintiendo con la cabeza—. No tengo más remedio.

—Puede ser peligroso —dijo Paul.

—Estoy acostumbrado.

—Lo sé, Santidad. No pretendía ser irrespetuoso.

—Y así lo entiendo. Pero soy demasiado viejo para que me inquieten tales cosas.

—Entonces, permítame que le diga con franqueza que creo que la proyectada visita a Jerusalén es… imprudente. No sólo para usted, sino para toda la región. Ya sabe lo que sucede en Egipto. Las pasiones se han desatado. Los recientes atentados terroristas perpetrados en Europa han encendido los ánimos en todas partes. Existe la posibilidad de que las últimas matanzas que han tenido lugar en Inglaterra sean obra de extremistas musulmanes, y corren rumores de que puede haber represalias contra poblaciones musulmanas. Su propia condena de los atentados ha producido un efecto contraproducente. El hecho de que un papa visite Jerusalén en un momento así…

—Es la más santa de las ciudades, Paul. Más incluso que Roma. Y el próximo año será el más santo de todos los años de nuestras vidas. Marcará el principio del tercer milenio desde que Nuestro Señor descendió a la Tierra. Es la ciudad donde fue crucificado y donde resucitó de entre los muertos. Debo ir.

—¿Afrontando las protestas? ¿Ya sabe que se han distribuido
fatwas
?

—Estoy al corriente de esas
fatwas
, Paul —le atajó el Pontífice alzando la mano—. Tus colaboradores me han tenido bien informado. Incluso me han enviado traducciones: «Si el llamado Vicario de Cristo pone los pies en al-Quds, será como líder de los opresores y señor de los cruzados». Las conozco muy bien.

—Siendo así, también sabe que habrá problemas.

—Iré allí como sanador de almas, las de todos los hombres. A eso me obliga mi ministerio. Si no puedo llevar la paz a Jerusalén, ¿adónde podré llevarla?

—Jerusalén no es Belfast —dijo Paul, que captó un destello de dolor en los ojos del Papa—. Lo siento, Santidad; no debería haber dicho eso.

—¿Por qué no? Lo que quieres decir es que no llevé la paz a Belfast, que siguen matándose. Sé que tienes razón. Sé que puedo esperar muy poco, pero debo ir pese a todo.

—Hace tres noches mataron a varios cristianos en El Cairo.

Habían asaltado varias tiendas de coptos en el norte de la ciudad y hubo seis muertos.

—No tienes que recordármelo.

—No tardarán en matar musulmanes en Marsella.

El Papa inclinó la cabeza. Luego alzó la vista hacia la pequeña imagen de la Virgen alojada en un hueco de la pared, frente a él. Era una costosa escultura recubierta de piedras preciosas, una hermosa obra de la escuela de Bernini. De subastarse, alcanzaría una cifra astronómica. ¿Podría ese dinero servir para ahuyentar el miedo, para remediar en parte el hambre y la desesperación? Ojalá fuese tan sencillo, se decía el Papa.

—¿Qué es lo que realmente quieres decirme, Paul?

—No es que quiera, Santidad, es que debo hacerlo.

—Dilo entonces. Me gustaría oír lo que tengas que decirme tú personalmente. Quizá no tenga tiempo de leer todos los informes que me has traído.

—Debe prometerme, Santidad, que los guardará siempre en su caja fuerte personal. Nadie más debe tener acceso a ellos. No quisiera dar la impresión de ordenarle nada, pero esos informes…

—¿Tan grave es?

—Sí —musitó Paul mirando al Pontífice—. Al-Qurtubi ha estado en Inglaterra. Creemos que se ha reunido con líderes de una coalición de grupos derechistas conocida como Z-19.

—¿Z-19? No sé si he oído hablar de ellos.

—Probablemente, no, Santidad. Por lo menos no con ese nombre; aunque sin duda conoce a algunos de los grupos que la forman. Encontrará detalles en uno de los informes. No tantos como sería deseable, me temo. Lo cierto es que se sabe muy poco de ellos. Sin embargo, creemos que pueden estar implicados en varios atentados terroristas, no directamente, sino a través de intermediarios. Probablemente, Z-19 es un grupo muy pequeño de individuos influyentes de varios países, con vínculos directos e indirectos con grupos más nutridos neofascistas o racistas. El «19» posiblemente sea una referencia a su número real, pero no tenemos manera, de momento, de confirmarlo. No hemos podido averiguar la identidad de ninguno de ellos. Se rumorea que algunos son altos funcionarios del Gobierno y que entre ellos hay uno o dos empresarios multimillonarios.

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