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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (6 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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—Lo siento —musitó.

—No tienes por qué excusarte —susurró Michael—. Ojalá pudiese sentirme como tú.

Paul no hizo ningún comentario.

—Vamos al jardín —dijo Michael—. Necesito tomar el aire. Creo que ya no llueve.

Al pasar por la cocina oyeron un fragmento del boletín de noticias de la radio, que uno de los hijos de Anna acababa de encender.

Se habían contabilizado hasta entonces ciento diecinueve muertos en King's Cross, y probablemente serían bastantes más cuando a lo largo de las semanas siguientes falleciesen muchos heridos que ahora se hallaban en estado muy grave. Paul dudó entre detenerse a escuchar o cruzar la puerta. Parecía especialmente interesado en la información.

Cuando Michael y Paul eran pequeños, el jardín se les antojaba un vasto reino con multitud de parajes por explorar. No había cambiado mucho. El raído parasol que daba sombra en verano seguía asomando con su oxidado mástil; el viejo árbol del fondo derramaba sus hojas al otro lado del muro; y junto al invernadero había una hilera de macetas, como siempre. ¿Empezarían ahora los cambios?, se preguntó Michael pensando en lo que podría desencadenar la muerte de su padre. Lo que hace treinta años hubiese representado un cataclismo, ¿se reduciría ahora a que aquel jardín viese sucumbir sus arriates, invadido por la maleza?

¿Empezaron acaso los cambios en la adolescencia, al desviar sus energías desde el cuidado césped y el perenne verdor de las plantas hacia el mundo exterior? El jardín parecía ahora mucho más pequeño y estrecho. Los dos hermanos se dirigieron hacia el cobertizo y entraron como colegiales haciendo novillos. Pero ahora era de la muerte, y no de la escuela, de lo que huían.

Paul hablaba de su padre y Michael escuchaba. Un torrente de evocaciones y lamentaciones. Michael recordaba algunas anécdotas y también momentos de los que se vio excluido o se autoexcluyó. En definitiva, allí, bajo el cobertizo impregnado de olor a mantillo, su padre asomaba entre sus recuerdos.

—Nunca acabaste de conocerlo, ¿verdad, Michael?

Éste negó con la cabeza.

—Pero lo intentaste, ¿a que sí? Creo que te esforzaste de verdad por lograrlo. Ingresando en el Ejército, sirviendo a la patria y todo eso. Tratabas de ser como él.

—Supongo que sí. O quizá tratase de agradarle. Pero no sirvió nunca de nada. Me alisté en el regimiento que no debía; opté por el Servicio de Inteligencia. Nada de lo que yo hiciese le complacía.

—Creo que le diste más satisfacciones de las que crees, Michael. Estaba un poco celoso de ti; ¿no has caído en ello?

—No puedo creerlo —dijo Michael mirando a su hermano con expresión de perplejidad.

—Pues es verdad. Tú eras inteligente; lograste los destinos que querías y eras un oficial muy estimado.

—Siempre me pareció que desdeñaba la inteligencia en un militar.

—Eso formaba parte de la fachada tras la que se protegía —dijo Paul riendo—. Creo que ahí radica gran parte de la razón de que no os entendieseis, en que nunca llegaste a comprender que era un comediante. Te lo tomabas demasiado en serio, Michael. A él le gustaba tomarte el pelo y tú mordías el anzuelo como una perca suicida. Puedes estar seguro de que admiraba lo que hacías. Presumía de ti conmigo —añadió Paul, algo vacilante—. Nunca llegó a entender por qué dejaste el Servicio de Inteligencia cuando te asignaron un destino sedentario en Londres. Ninguno de nosotros lo entendió.

—¿Tú tampoco? —preguntó Michael mirando a su hermano a los ojos.

—Jamás lo explicaste.

—No, supongo que no. No me habría sido fácil. Y sigue resultándome difícil explicarlo. Aunque la verdad es que no hay mucho que decir. Tenía que traicionar a una persona, a una persona muy cercana.

—¿A una mujer?

—No, a un hombre —dijo Michael moviendo la cabeza—. A otro agente, un israelí. No puedo contarte los detalles, pero tenía que elegir entre entregarlo a los egipcios o dejar que muriesen muchas personas. Fue una decisión mucho más dura de lo que imaginas. Yo conocía muy bien a su esposa y sus hijos. Y encima estaba lo de Carol. Tenía que romper con todo y empezar de nuevo. Una nueva vida.

—¿Y has encontrado esa nueva vida?

—No. Puedes cambiar de manera de vestir, de hogar y de patria; incluso puedes cambiar tus gustos musicales, pero interiormente sigues siendo el mismo. No me preguntes más sobre todo esto, ahora no —dijo sonriendo—. Por lo menos mientras sigas vestido así.

—Me alegro de que hayamos hablado.

—Yo también.

—Michael… —dijo Paul en tono vacilante—. No sé qué querrá Tom Holly que hagas y no es asunto mío; pero, sea lo que fuere, piénsatelo dos veces. Deja las cosas como están. Es mejor así.

—¿Cómo sabes tanto de Tom Holly así de pronto?

—Bueno, no nos pasamos todo el día rezando. El Vaticano es como una agencia de toda clase de informaciones.

—¿Qué hacías tú exactamente allí, Paul? —le preguntó Michael mirándole.

Paul sonrió y le apretó la mano.

—Tengo que volver a entrar, Michael —le dijo sin contestar a la pregunta—. Mamá debe de estar preguntándose dónde estamos. ¿Vamos?

—Me quedaré aquí un rato —contestó Michael negando con la cabeza—. No te importa, ¿verdad, Paul? Tengo que reflexionar sobre una cosa. Volveremos a hablar; si no aquí, cuando regresemos a El Cairo.

Paul asintió y salió del cobertizo. Michael le siguió con la mirada mientras se alejaba por el sendero tapizado de hojas; un hombre que sólo sabía del dolor humano a través del confesionario y puede que ni siquiera allí. Por primera vez, Michael se percató de que el mundo en el que vivía su hermano era aún más secreto que aquel al que él había pertenecido hasta hacía unos años y hacia el que se veía abocado de nuevo en contra de su voluntad.

Era consciente de que debía volver a entrar en la casa, charlar con la familia, compartir evocaciones de su padre, ver juntos viejas fotografías y cortar trozos de pastel para los invitados. Pero en aquellos momentos necesitaba estar allí solo. El cobertizo era para él algo más que un lugar relegado al recuerdo. A lo largo de su infancia y de su adolescencia siempre había ido allí cuando quería reflexionar. Allí afrontó sus primeros temores, sus primeros dilemas morales, sus primeras tentaciones. Alzó la vista hacia los rincones de las paredes, despintadas y llenas de telarañas, tratando de sopesar las implicaciones de lo que Tom Holly le dijo. La oscuridad iba invadiendo el aire.

Oyó una suave voz detrás de él.

—He supuesto que te encontraría aquí.

Al volverse vio a Carol en la entrada, sonriéndole.

Capítulo
V

T
e has pasado todo el día ignorándome, Michael. Ni siquiera me has mirado. No ha habido entre nosotros ni un mero contacto visual.

«Contacto visual». Seguro que Carol había hecho un curso sobre «cómo relacionarse» o algo por el estilo. Siempre había tenido una inagotable capacidad para hacer cursos de perfeccionamiento personal de todo tipo.

—No tenemos nada de qué hablar, Carol. Ya nos lo dijimos todo decenas de veces. Ahora es demasiado tarde.

—Nunca es demasiado tarde para comunicarse con alguien, Michael. Y no tenemos más remedio. Seguimos casados. Sigo siendo tu esposa, aunque te niegues a mantener cualquier clase de relación conmigo.

Carol había entrado y estaba de pie, junto a la silla que Paul acababa de dejar libre.

—¿Te importa que me siente, Michael?

—Como quieras —dijo él—. El sitio es todo tuyo. Yo ya me iba.

—No puedes seguir huyendo de mí, Michael. No puedes limitarte a rehuir sistemáticamente los pequeños problemas de la vida. Yo, el Ejército…, tu padre.

—No creo que sea el momento más oportuno para hablar de mí y de mi padre.

—¿Por qué no? No se puede decir que estés muy apenado. ¿O sí? Expresar los sentimientos nunca fue tu fuerte, pero me temo que vas a tener que afrontarlos. No pienso quitarme de en medio, Michael. Seguiré pegada a ti. Iré a El Cairo si es necesario.

—Es inútil que malgastes saliva, Carol. Sigamos cada uno con nuestra vida. Es mejor así.

—¿De verdad? Quizá lo sea para ti, pero no para mí. Me dejaste… en el limbo. Como eres católico, no me concedes el divorcio y no puedo volver a casarme. He hablado con Paul sobre una anulación del matrimonio, pero dice que es imposible. Por el amor de Dios, Michael, no podemos seguir así. Es antinatural.

—¿Y qué quieres que haga yo, Carol? ¿Que vuelva contigo? ¿Es eso lo que quieres?

—No seas tan rematadamente estúpido, Michael. Eso es lo último que querríamos cualquiera de los dos. Lo sabes muy bien.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres? Si se trata de dinero, no tengo. Gano menos de lo que ganaba cuando estaba en el Ejército.

—Estoy embarazada, Michael.

Dejó caer la bomba casi sin proponérselo, como si acabase de reparar en cuál era su estado. Durante quince años ella y Michael trataron denodadamente de tener un hijo. Su matrimonio se había reducido a eso, pasando por encima de la falta de amor, empujados a la lujuria a fuerza de tanto desear un hijo.

—Es imposible —dijo él.

—¿Por qué? ¿Por qué consideras inconcebible que seas tú el estéril? Haces que me entren ganas de vomitar, Michael.

Michael optó por creerla.

—¿Y quién es él, Carol? ¿Le conozco?

—No dejaría que ninguno de tus amigos se me acercase ni a un kilómetro. Si lo quieres saber, no hay ningún inconveniente: se llama Simón y regenta un restaurante en Hampstead. ¡Y no tienes por qué mirarme de esa manera!

—¿De qué manera? ¿Te parece que te miro de alguna manera especial?

—No lo sé. Me miras como diciendo: «Voy a ponerla en su sitio para que se entere de quién manda aquí». Pues olvídate de eso, Superman. La pequeña Carol tiene una vida propia. Quiero el divorcio, Michael, y te aseguro que te vas a joder y vas a concedérmelo.

—Las groserías son innecesarias —replicó él—. ¿Por qué no has utilizado anticonceptivos?

Carol se enfureció.

—Siempre has sido un hipócrita de mierda. Te niegas a concederme el divorcio porque eres católico, y ahora me sales con que podía haber utilizado anticonceptivos. Asqueas a cualquiera.

Él cerró los ojos. La escena le resultaba tan desagradable como familiar.

—¿Qué clase de restaurante?

—¿Qué?

—¿Qué clase de restaurante? No suena ni a italiano ni a chino. Un restaurante de esos caros, de moda, ¿no? Con columnas de falso mármol y poca luz. Para ejecutivos publicitarios y rapaces esposas, ¿verdad?

—¿Qué coño tendrá eso que ver?

—Calma, Carol. Simplemente me gustaría saber algo de esa maravilla de fecundidad que te has agenciado. De ese hombre capaz de lograr lo que tantos otros no conseguimos. ¿Está casado? ¿Divorciado? ¿Tiene hijos? Varias docenas, supongo.

—Sí —repuso ella tratando de no perder los estribos—. Divorciado. Tiene un hijo y una hija; de quince y trece años. Su esposa se largó con uno de sus cocineros.

—Por lo menos se lo guisó al más alto nivel.

—Mira, no he venido a oírte desdeñosos comentarios sobre Simón. No tiene nada que ver en esto.

—Pues yo diría que sí. Supongo que se te habrá tirado más de una vez… ¿O te dejó preñada en una aventura de una noche?

Carol le soltó un sonoro bofetón.

Él ni siquiera parpadeó, a pesar de que lo esperaba y se lo había visto venir. Le escoció, sí, pero no interiormente. Hacía tiempo que ella le había anulado la capacidad de sufrir; de sufrir y también de amar.

—No te molestes en excusarte —dijo.

—Necesito el divorcio para poder casarme con Simón. Se lo debemos al hijo que ha de nacer. Y a sus otros hijos. Por lo menos piensa en la criatura, Michael.

—Ya pienso en la criatura. Siempre pensaré en la criatura. Si quieres el divorcio, ¿por qué no lo pides?

—No es tan sencillo. Lo sabes perfectamente. Es necesario tu consentimiento. Llevamos separados más de dos años. Si tú no te opusieras, nos lo concederían en seguida.

—Dentro de dos años ya no necesitarás mi consentimiento. ¿Por qué no esperas? A tu hijo le dará igual.

—Pero estas cosas siempre se saben y seríamos el hazmerreír.

—Ah, ya. A eso se reduce la cuestión. Temes las críticas de la gente por tener un hijo fuera del matrimonio.

—¿Por qué eres así, Michael? —dijo ella, de nuevo visiblemente furiosa—. ¡Ni siquiera crees en Dios! ¿Qué más te da?

—No puedo divorciarme porque le daría un disgusto de muerte a mi madre. Mi padre ha muerto y se ahorra todo esto, gracias a Dios. Pero he de pensar en el resto de mi familia.

—¿En tu familia? Te refieres a ese cura cabrón de tu hermano, ¿no? Era el favorito de tu padre y no quieres indisponerte con él para demostrarle que haces honor al apellido, que a pesar de no creer en Dios eres un buen católico. Ése es el mensaje que quieres transmitir, ¿verdad?

—Ya basta, Carol.

—No, no basta. Tus motivos no son tan auténticos como para que pueda tomármelos en serio. Tal vez yo no sea una santa, pero por lo menos soy coherente. No te preocupes, no te causaré problemas. Me despediré amablemente de tu dulce mamaíta y me marcharé. No sé si proyectas quedarte en Inglaterra mucho tiempo; pero, si te quedas y decides que hablemos de esto como dos personas civilizadas, llámame. Y no te preocupes, no tendrás que ver a Simón; se pasa la mayor parte del tiempo en su condenado restaurante.

Carol se volvió airadamente y salió. Su perfume siguió impregnando el aire unos instantes, mezclado con los húmedos olores del otoño que despedía el cobertizo. Michael reconoció el perfume; Jicky o Jardín de Bagatelle, de Guerlain. Era como si la primavera hubiese asaltado el jardín de improviso, provocando el caos. El penetrante olor resucitó recuerdos que prefería que siguiesen muertos y enterrados.

Michael salió también del cobertizo. Estaba oscureciendo. Deseaba volver a El Cairo, donde el otoño no podía partirte el corazón con tales sutilezas. Miró el reloj. Tenía tiempo de sobra para ir a Londres.

Capítulo
VI

H
acía un par de años que Michael había estado por última vez en la Escuela de Estudios Orientales y Arábigos. Si no recordaba mal, fue con ocasión de una conferencia que dio Pierre Cachia sobre literatura árabe moderna. Durante el año que pasó en Vauxhall House, iba con regularidad a Bloomsbury para asistir a conferencias y seminarios y aprovechar las magníficas instalaciones de la biblioteca.

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