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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (9 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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—Muy bien. No hablaremos de ello ahora. Pero estaré de vuelta en El Cairo la semana que viene. ¿Me llamarás? ¿Me lo prometes?

Michael asintió con la cabeza.

Después del almuerzo fueron cada uno por su lado. Anna y Andrew regresaron a casa y los niños a la escuela para las clases de la tarde. Paul dijo que acompañaría a su madre a casa en el coche.

—¿Y tú, Michael? Supongo que no tendrás que hacer nada ahora.

—Si no te importa, me quedo por aquí un rato. Volveré a casa después.

En cuanto se quedó sólo, Michael cogió un taxi y volvió al cementerio. No tenía ningún motivo especial para visitar la tumba de su padre tan pronto, a menos que se propusiese dejar Oxford al día siguiente y quisiera darle un último adiós a solas.

Durante el fin de semana, el viento había revuelto las flores que los sepultureros dispusieron sobre la losa. En una sencilla cruz de madera figuraba inscrito el número de la tumba y el nombre del inquilino. Michael permaneció allí de pie un largo rato, tratando de asociar el amorfo montículo de tierra con el padre que recordaba. Le sorprendió descubrir los pocos recuerdos que guardaba de él; lo difícil que le resultaba evocar su rostro, su voz y su talante. Siempre se esforzó al máximo por complacerle y sólo muy raramente lo consiguió. Paul había sido (con su vocación, con su rechazo de la milicia) quien conquistó y conservó el afecto de su padre. Michael no lo llamaba amor, ni lo consideraba tampoco como tal.

De pronto apareció un cortejo fúnebre que avanzaba lentamente entre la hilera de tumbas hacia donde él se encontraba. Vio que había una tumba abierta junto a la de su padre; tierra amontonada en los bordes, aguardando a su futuro ocupante. Al ver ya muy próximo el primer coche del cortejo, Michael se hizo a un lado y enfiló hacia la salida.

Al salir del cementerio, se abrió la portezuela de un coche que estaba aparcado justo enfrente de la verja. Ya había comenzado a caminar por la acera cuando oyó una voz que le llamaba por su nombre, quedamente. Al volver la cabeza hacia el coche vio que la portezuela seguía abierta y que quien estaba al volante miraba hacia él, aguardándole. Se decidió entonces a cruzar la calle.

Ella no dijo nada. Era innecesario. Michael subió al coche y se sentó en silencio, mirándola, sin acabar de creérselo, sin atreverse a hacer nada que desvaneciese aquella imagen. Se dijo que podía bastar una palabra para romper el hechizo y ver cómo se esfumaba, dejándole como estaba unos instantes antes, solo, sin recuerdos, tratando de volver a un lugar que ya no existía y que acaso nunca existió.

Capítulo
IX

A
isha fue directamente hacia el Randolph y aparcó. Michael entró y pidió una habitación doble. El hotel se hallaba en silencio, impregnado de aromas otoñales. Los salones estaban casi vacíos. En los pasillos no se oían más que quedos susurros. Mientras avanzaban por el que conducía a su habitación, apenas oían el ruido de sus pisadas en la alfombra. Entonces se tocaron por vez primera; entrelazaron las manos suavemente, algo medrosos.

Al llegar a la puerta ella se volvió hacia Michael.

—Nunca había estado tan nerviosa —dijo—. ¿Y tú?

—Tampoco. Nunca —repuso él, rodeándola con sus brazos y atrayéndola hacia sí.

La tuvo abrazada unos instantes en silencio, sintiendo el calor de su mejilla. Entonces oyeron el ascensor y murmullo de voces. Se hicieron a un lado y él abrió la puerta. Al entrar, parpadeó a causa de la suave luz que irrumpía por el alto ventanal.

La puerta se cerró silenciosamente aislándoles de todo, dejando el pasado resueltamente tras ellos. Fue como un dique capaz de contener las más impetuosas riadas. En un instante la habitación se convirtió para ellos en un compartimiento estanco; como si se hubiesen recluido en una celda de un remoto monasterio o hubiesen escalado una alta cumbre lejos del mundo. Las paredes, el techo, los muebles, todo parecía tener vida. El mero contacto del aire en su piel hacía que Michael se sintiese electrizado. Su aliento hacía vibrar la habitación.

Aisha se dirigió hacia la ventana. Al otro lado de Beaumont Street estaba el Museo Ashmolean. Había pasado allí muchas horas de su vida, rodeada de urnas de cristal y de figuras de piedra, observada por los duros ojos de cristal, la cerámica esmaltada y el alabastro, supervivientes de un pasado que ella conocía de forma fragmentaria, como si fuese una melodía que sólo recordase parcialmente. Nunca se le había ocurrido que aquella habitación pudiese estar allí, a menos de medio minuto a pie, aguardándola, esperándoles a ambos. Entonces pensó en su propio pasado, del que también conocía únicamente fragmentos, añicos de barro y desvaídas inscripciones. Sobre todo por lo que al amor se refería; al recuerdo de otras caricias y del contacto de otra piel. Qué fragmentario le resultaba todo, cuán semejante a una olvidada melodía. Corrió las cortinas, sumiendo la habitación en la penumbra.

Michael encendió la lamparita de la mesilla de noche. Ella apenas había hablado desde que él subió al coche. No había hecho falta. Se quedó mirándola mientras se desabrochaba la chaqueta y la dejaba en el respaldo de una silla. Aisha se apartó un mechón de su pelo castaño que le caía sobre la cara y él reparó entonces en que se había quitado la alianza.

Iba vestida con sencillez. Llevaba un suéter de color beige muy claro, una falda larga color vino blanco y un pañuelo crema al cuello. Con habilidad, deshizo el nudo y dejó el pañuelo sobre la chaqueta. En unos instantes, se dijo Michael, la vería desnuda por primera vez. Se quitaría el suéter, la falda y luego la ropa interior, y se acercaría en la penumbra hacia la oscuridad de su abrumadora soledad. Cerró los ojos como si sintiera de pronto un intenso dolor.

Al abrirlos, ella estaba junto a él.

—Pobre Michael —musitó Aisha.

Fueron sus únicas palabras. Alzó la mano hacia su mejilla y la rozó como para cerciorarse de su presencia. Él posó su mano en la suya, apretándola contra la mejilla, dejándose penetrar por su calor. Con la otra mano, ella le desabrochó la chaqueta, que él dejó caer al suelo con un movimiento de los hombros.

Estaban sin habla, como náufragos durante tanto tiempo a la deriva que habían olvidado el lenguaje. Deseaba decirle que la amaba, quería decirle cosas agradables; pero no se le ocurría nada. En lugar de ello, recorrió su cuerpo, primero con los ojos y luego con los dedos; después posó los labios en los suyos. Era como la primera vez, como si no recordase nada del amor en otros momentos y otros lugares, como si aquello fuese un absoluto que unía pasado y presente.

Aisha se hizo ligeramente hacia atrás y se desnudó, tal como él imaginó que lo haría. Las palabras seguían sin aflorar. No hubo explicaciones, ni justificaciones, ni mentiras. Ella se tendió en la cama, atenta, no a lo que él pudiera decirle, sino a la callada intensidad que había anhelado durante años. Y cuando al fin Michael se acercó y su cuerpo rozó el suyo, el silencio se tornó denso y la habitación pareció llenarse de unas alas gigantescas que batían el aire sin emitir ningún rumor: alas de aves enormes, alas de ángeles sin tamaño ni dimensión alguna batiendo el dorado aire silenciosamente, rasgando toda palabra, todo recuerdo de las palabras, el menor susurro; rasgándolos y derramándolos en el callado aire, en el silencio, en un silencio que lo abarcaba todo.

—¿Cómo has sabido dónde encontrarme? —preguntó él.

Estaban tendidos en la cama, rozándose apenas, con los dedos ligeramente entrelazados. La lluvia repiqueteaba en los cristales de la ventana.

—Llamé a tu casa. Se puso tu hermano y me dijo dónde estarías.

—¿Paul? Pero, si yo no se lo dije…

—No. Así lo deduje de sus palabras, pero me parece que te conoce muy bien —dijo ella volviéndose para mirarlo—. ¿Estás contento? ¿Te alegras de que diese contigo?

Él se volvió también y se quedó mirándola. Le acarició un pecho y luego se lo besó.

—Te deseaba mucho —dijo él.

—¿Satisfecho, entonces? ¿Es esto lo que querías?

—Sí —dijo él, besándola—. Ha sido mejor de lo que imaginé.

—¿Mejor? ¿En qué sentido?

—Haces demasiadas preguntas.

—Necesito saberlo. Siempre me he sentido… torpe con los hombres. Para ellos, si no eres virgen o esposa, eres una puta. No hay término medio. A veces creo que no hay mujeres felices en nuestro país.

Aisha se incorporó y se recostó en la cabecera de la cama.

—Nunca había hecho esto, Michael. Ir detrás de un hombre. Correr este riesgo. Me dije que quizá te reirías de mí. O que me despreciarías…

—Pero en el fondo lo sabías, ¿verdad? Que yo te deseaba…

—Me pareció que sí —dijo ella asintiendo con la cabeza—. Pero ¿cómo estar segura? Apenas hablamos.

—Me alegro de que te hayas arriesgado.

—Y yo también —musitó ella.

—No es una locura pasajera, ¿verdad? —preguntó él sonriendo.

—Por mi parte no. Por la tuya, no lo sé. Quizá seas un ligón; esa clase de hombre que acecha a inocentes muchachitas como yo —dijo, también sonriendo—. Mi madre siempre me ponía en guardia acerca de los hombres.

—No —dijo Michael negando con la cabeza—. Me temo que esto es algo muy serio. ¿Cuándo vuelves a El Cairo?

—Debía haberme marchado hoy —respondió ella mirando el reloj y riendo—. Hace una hora que salió mi avión.

—Yo me voy el miércoles. Quizá podamos regresar juntos.

—En el mismo avión no, cariño —dijo ella frunciendo el entrecejo y meneando la cabeza—. Me gustaría, pero…

—Tu marido. Es por eso, ¿no?

—En cierto modo, sí. ¿Te habló Tom Holly de él?

Michael asintió con la cabeza.

—No es tan sencillo, Michael. Hay quienes… Irán a recibirme al aeropuerto y me acompañarán a mi apartamento. Me vigilan. Se me asigna… el papel de esposa fiel. Si corriese el rumor…

Aisha se interrumpió, vacilante.

—¿Qué sucedería si corriese el rumor?

—Pues…, creo que me matarían —contestó, dubitativa— por ensuciar el nombre de Rashid.

—Comprendo —dijo él mirándola un tanto medroso, temiendo estar metiéndose en un buen lío—. ¿Le amas?

—¿A Rashid?

—Sí.

Ella no parecía decidirse a contestar. Su expresión reflejaba sentimientos encontrados, como si se debatiera en una lucha interior.

—Estuvimos casados diez años —dijo ella—. Yo era muy joven. Y virgen, qué remedio, ¿no? No fue un matrimonio concertado al modo habitual, pero sus padres y los míos lo propiciaron. Entonces él no era un personaje tan ilustre. Se me permitió seguir con mis estudios. Era muy amable. Me vio una vez en una boda y se enamoró de mí; de ahí partió todo. Al cabo de cierto tiempo, creo que yo también empecé a amarle. Rashid hubiese hecho cualquier cosa por mí. Era un buen hombre, un hombre que creía realmente en las cosas que decía. Yo le admiraba, y mi admiración fue en aumento a medida que fui conociéndole… Pero, la verdad, Michael, no resulta nada fácil contestar a tu pregunta. Sí que le amé, y me desvelaba por él, pero…, no era esto, ni siquiera cuando hacíamos el amor. Fue para mí… un buen amigo, un amable esposo.

—Y cuando sus secuestradores le liberen, ¿qué harás?

Sabía que era una pregunta estúpida, prematura, presuntuosa e incluso peligrosa. Pero no pudo evitar hacérsela.

Ella no contestó. Casi de inmediato pareció inquieta, desasosegada, no tanto por la pregunta en sí, sino por otra cosa. Bajó de la cama, se dirigió hacia la ventana y descorrió las cortinas. La luz inundó la habitación. Michael la contempló, desnuda junto a la ventana, mirando hacia la calle. Regueros de lluvia zigzagueaban en los cristales y llegaban retazos del rumor del tráfico.

—Quiero decirte algo, Michael. Pero tienes que prometerme que no le dirás una sola palabra a nadie, especialmente a tu amigo Tom Holly. ¿Me lo prometes? —dijo, volviéndose hacia él con una mirada triste y abstraída.

Él asintió con la cabeza.

—Tienes que prometérmelo —insistió—. Quiero oírtelo.

—Te lo prometo. Sea lo que fuere, no saldrá de mí. Te lo juro.

Aisha le miró, dándose por satisfecha, y se volvió de nuevo hacia la ventana. La lluvia seguía repiqueteando en los cristales; abultadas gotas se precipitaban hacia el marco inferior seguidas de un ejército de gotitas.

—Hace cosa de un año —empezó a explicarle—, me proporcionaron una información que me condujo al descubrimiento de una tumba de la XIX dinastía en la llanura de Gizeh, no lejos de las pirámides. Era una pequeña tumba de un sacerdote llamado Nejt-harhebi. La construyeron para él y su esposa Teshat hacia 1300 a. de C., durante el reinado del primer Seti, el faraón Memaatre. Fue el cuarto faraón después de Tutankamón, por si esto te dice algo.

»La tumba no estaba intacta —prosiguió al ver que él no hacía ningún comentario—. La habían expoliado al cabo de no mucho tiempo y vuelto a sellar. Pero, justo al lado de la cámara mortuoria principal, encontramos ocho cuerpos, todos momificados y muy mal conservados. Hicimos que los trasladasen al museo y pedimos autorización a los conservadores para retirarle las vendas a uno de ellos. Sorprendentemente, nos lo concedieron, siempre y cuando no lo hiciésemos en público. Eso hubiese provocado problemas con los «barbudos».

Aisha tomó aliento antes de continuar.

—Mi colega Ayyub Megdi y yo fuimos los encargados de la operación de retirarle las vendas al cuerpo; concretamente fui yo quien lo hizo, bajo su supervisión.

Se volvió de nuevo de cara a la habitación, pero no le miró a él. Aunque sus ojos lo enfocasen, veían otra cosa. No veían la habitación de un hotel de Oxford, sino una estancia del sótano de un museo de El Cairo. Lo que veían no eran sábanas revueltas sobre las que acababa de hacer el amor, sino las vendas que le había quitado a un difunto. No veía a Michael, sino al hombre que yacía sobre la mesa, inanimado, vestido con traje y corbata. Recordaba la corbata porque la había comprado ella misma.

—Era Rashid. Era mi marido. Lo envolvieron en vendas y lo dejaron allí como un presente.

Capítulo
X

E
l Bentley aparcó justo delante de la puerta. Un criado aguardaba ya al pie de la escalera, pero el pasajero del asiento de atrás no se movió. El criado no abriría la portezuela del coche hasta que él le diese la señal. Instantes después aparcó detrás el automóvil donde iba la escolta personal del visitante. Los guardaespaldas bajaron del coche, inspeccionaron la rampa, los escalones y la fachada. No parecía haber peligro. Uno de los guardaespaldas dijo unas palabras a través de un comunicador y luego asintió con la cabeza. El criado se acercó entonces al coche con un gran paraguas.

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