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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (46 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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De pronto, Butrus gritó, aunque apenas se le oyó entre el clamor del embravecido curso.

—¡Una escalera! ¡Hay una escalera al otro lado!

El haz de su linterna alumbró los peldaños de una escalerilla de acceso adosada a un hueco de la pared opuesta. Frente a la escalerilla había una amplia plataforma sujeta con una cadena que la mantenía por encima del borde del canal.

Michael miró hacia donde señalaba Butrus. Estaban a sólo unos metros, pero se les antojó un kilómetro. Michael se percató con desánimo de que, de no haber perdido el palo de amarre, hubiese podido utilizarlo para enganchar la cadena. Sin el palo tendría que arriesgarse a que le arrastrase la corriente.

—Adelántate unos metros, Butrus —dijo Michael—, y coge a Fadwa si puedes. Nosotros te seguiremos.

Michael se ató de nuevo la soga a la cintura y le dio el otro extremo a Aisha para que le sujetase. Ella estaba empapada, magullada y apestaba, pero Michael sintió deseos de besarla y de decirle que la amaba. Sin embargo, se limitó a dejar resbalar los dedos por su mejilla. Luego se volvió y saltó a las gélidas aguas.

La corriente lo arrastraba, alejándole del bordillo de enfrente. Pero ya contaba con ello. La cuerda se tensó y Michael quedó frente a la plataforma. Se irguió, respiró hondo y se dejó caer. Tocó fondo con un pie, dobló las rodillas en precario equilibrio y tomó impulso hacia arriba.

Al emerger, tocó la plataforma con la mano y se asió a ella. La corriente le embestía con fuerza, amenazando con desasirle, pero ahora Michael se agarraba con las dos manos. Se aupó y trató de cogerse a la cadena. No lo consiguió por centímetros: sus dedos resbalaron en la piedra mojada. Lo intentó de nuevo. Esta vez lo logró, e introdujo los ateridos dedos en los oxidados eslabones. Descansó un poco y luego se aupó a la plataforma.

Los demás tardaron una eternidad en cruzar, demasiado para lo que apremiaba el tiempo. Mientras Michael sujetaba la cuerda, pasó Aisha con Fadwa y luego Butrus. Cuando por fin todos estuvieron en la plataforma, el agua empezaba a cubrirla.

Fadwa seguía sin reaccionar. Aisha la examinó lo mejor que pudo. Además de las heridas causadas por los dientes, parecía que la presión de las enormes mandíbulas del cocodrilo le hubiese roto varias costillas. La niña respiraba con dificultad, produciendo un ruido ronco que hacía que a Aisha se le pusiesen los pelos de punta.

—No podremos subirla por la escalerilla, Michael.

—No hay más remedio. Lo conseguirá. Tiene que conseguirlo.

—Estoy asustada, Michael —dijo Aisha—. No me gusta cómo respira. Creo que una de las costillas le ha perforado el pulmón. Y ha perdido mucha sangre.

—Si no la sacamos de aquí se ahogará.

Aisha miró el demacrado rostro de la pequeña, que abrió los ojos y echó la cabeza hacia atrás, tratando de desasirse, tensando los músculos del cuello como si gritara. Aisha le dio una palmadita cariñosa para calmarla.

—No pasa nada —dijo—. Estás a salvo. Ya está muerto. Ya no te puede coger.

Pero Fadwa estaba tan atenazada por el pánico y el dolor que no parecía oírla.

—Date prisa, Michael. Necesita urgentemente asistencia médica.

Michael miró hacia atrás y luego empezó a subir. La escalera era vieja, pero los pernos estaban más firmemente incrustados en la pared que los de la escalera por la que habían bajado. Todo lo que se veía alzando la vista era oscuridad. Michael rezó porque condujese a alguna salida.

En lo único que pensaba ahora era en escapar y respirar aire fresco. Lo demás no importaba. Ni Paul, ni al-Qurtubi, ni tampoco el padre Gregory y sus siniestras historias. No pensaba más que en la escalera, en el sonido del agua que fluía por abajo; en la oscuridad y en la esperanza de salir a la luz.

La escalera terminaba en una plataforma metálica de la que partía otra escalera. Allá arriba, el agua era sólo un recuerdo, un lejano murmullo. Tenía que sobreponerse para pensar en Aisha, en Butrus y en la niña aguardando abajo, viendo cómo subía el nivel del agua.

Empezó a ascender por la segunda escalera.

Terminaba a casi quince metros de altura en un enrejado metálico. Michael encendió la linterna. Había una pequeña cámara con una tapa de hierro que cubría un acceso. Empujó el enrejado, pero éste no cedió. Empujó de nuevo con más fuerza. Seguía sin ceder. Lo alumbró con la linterna. No había candado ni se veía nada que impidiese abrirla. Cargó entonces con el hombro, haciendo acopio de fuerzas. Pero nada. Entonces la examinó con detenimiento.

La habían sellado. Estaba soldada.

Capítulo
LXI

A
medida que retrocedía se percataba de lo ocurrido. Las autoridades se les habían adelantado bloqueando todas las salidas de Bulaq. No por ellos, por supuesto, pues no les hubiese dado tiempo, sino antes, pensando en todo aquel que tratase de escapar del gueto de apestados que habían creado. Hasta llegar al último peldaño de la escalera no pensó que, pese a todo, tenía que haber otros caminos para escapar. Aparte del descuartizado cuerpo que vio al principio y que, a juzgar por lo ocurrido después, dedujo que debió de ser víctima de otro cocodrilo, no habían encontrado más restos humanos.

Desde luego, eso no significaba nada. Podía haber docenas, incluso centenares de cuerpos descuartizados y esparcidos por aquella desolación o, simplemente, arrastrados río abajo. Pero prefirió no obsesionarse con esta idea. Al fin y al cabo, puestos a hacer conjeturas, prefería deducir que algunos habían logrado huir; que, en definitiva, había una salida y todo lo que tenían que hacer era dar con ella a tiempo.

El agua llegaba ya al primer peldaño de la escalera. Sus tres compañeros estaban resignadamente sentados abajo. Al llegar Michael, Aisha se levantó cansinamente, dispuesta a hacer un último esfuerzo. No hizo falta que él dijese nada. A Aisha le bastó una mirada para que la suya se apagara al fijarla en Fadwa. La niña empezaba a reaccionar. Hubiera sido preferible dejársela al cocodrilo.

—Debe de haber otras salidas más adelante —aventuró Michael—. Es imposible que las hayan sellado todas. No podemos rendirnos.

Aisha le dirigió una extraña mirada. Por primera vez desde que se conocían le despreciaba, le encendía la sangre. ¿De qué servía su aplomo inglés allí? ¿Qué sentido tenía hacer gala de su flema? Se iban a ahogar en una apestosa alcantarilla llena de bichos, excrementos y abortados fetos. Él y los de su calaña los habían llevado a aquello con sus juegos en pos del poder y sus sueños imperiales. Butrus tenía razón. No habían sido más que simples peones.

—Yo me quedo aquí —dijo con voz triste y resignada—. De nada sirve seguir adelante, ¿es que no lo ves? Fadwa necesita descansar y Butrus está al límite de su resistencia. Moriremos aquí de todas maneras.

—¿Es eso lo que quieres? —le espetó Michael acercándose a ella—. ¿Rendirte sin más?

—¿Y a ti qué más te da? —dijo ella temblando.

Él trató de rodearla con sus brazos, pero ella se apartó.

—¿No crees que Fadwa merece una última tentativa? —le preguntó Michael.

Aisha ladeó la cabeza en un movimiento reflejo.

La niña estaba sentada, con la espalda arrimada a la pared, mirando el haz de la linterna de Butrus, que enfocaba hacia el techo cubierto de musgo. Estaba pálida y tenía los ojos hundidos, inmersa en una pesadilla de la que nadie podía sacarla. Veía bajar el agua roja de sangre.

—Es demasiado tarde, Michael —repuso Aisha meneando la cabeza—. Ve tú solo si quieres, pero a nosotros déjanos aquí.

Él se sentía a merced de un torbellino de sentimientos encontrados: pesar, tristeza, ira, decepción y una amarga sensación de injusticia. Sentarse a esperar la muerte era algo que iba en contra de todo aquello en lo que creía. Se arrodilló frente a Aisha y le cogió la cara entre las manos. Había tan poca luz que apenas distinguía sus facciones.

—Mírame, Aisha.

Ella le miró con expresión ausente.

—Bajar aquí ha sido decisión de ambos —prosiguió él—. La tomamos juntos. Butrus y Fadwa no intervinieron en ella; ni siquiera les dimos la oportunidad de hacerlo. Pues bien: existe la pequeña posibilidad de que haya una salida más adelante. Ellos no pueden llegar solos. Ni siquiera están en condiciones de pedirnos que les ayudemos. Están de nuevo a nuestra merced. Podemos quedarnos aquí a hacerles compañía mientras se ahogan o incluso facilitarles las cosas abreviando su sufrimiento. Posiblemente es lo que deberíamos hacer ahora mismo; poco íbamos a tardar. Pero podemos seguir adelante y quizá, sólo quizá, lograr sacarles de aquí. Y salir nosotros. ¿Qué me dices?

Michael sabía que sin ella no podía intentarlo. Aunque hubiese tenido la certeza absoluta de que había una salida tras el primer recodo no habría ido si Aisha optaba por quedarse. Su destino y el de todos ellos estaba en manos de Aisha. Pareció transcurrir una eternidad hasta que la joven contestó.

—Muy bien —dijo al fin, con la mirada aún perdida y la expresión triste—. Un último intento.

Ambos animaron a Butrus y a Fadwa a ponerse de nuevo en pie.

El hombro de Butrus parecía un pequeño melón de tan inflamado como estaba. Fadwa apenas se enteraba de lo que ocurría. Le dijo a Aisha que le dolían mucho los costados y que no podía respirar. Ella trató de tranquilizarla como pudo diciéndole que faltaba muy poco, aunque no creía que la niña volviese a ver la luz del día. Deseó que Dios existiese, pero ¿qué dios estaría dispuesto a descender a aquel inframundo?

El firme del lado del túnel por donde avanzaban ahora era ligeramente más ancho que el anterior, pero esta ventaja la anulaba el hecho de quedar sumergido bajo unos diez centímetros de agua que rebosaba el canal. Al ampliarse el cauce, la corriente era menos impetuosa, aunque aún lo bastante fuerte para arrastrarles si resbalaban.

Apenas habían caminado unos cincuenta metros cuando lo vieron: un estrecho túnel situado por debajo del nivel de paso. Sólo la mitad superior quedaba por encima del agua. El túnel estaba completamente inundado. Si era similar al que conducía a la primera alcantarilla, desembocaría en un pozo. Unos segundos bajo el agua y emergerían de nuevo. Pero ¿y si no lo era? ¿Y si tenía casi un kilómetro de largo, como otros túneles?

Michael reflexionó unos instantes. De todas maneras no podían seguir adelante un paso más. De un momento a otro, Butrus o Fadwa perderían pie y serían arrastrados por la corriente. Era muy improbable que encontrasen otro conducto cerca y, aunque lo encontraran, era bastante lógico deducir que sería idéntico. Idéntico y, acaso, más sumergido o invisible.

—Cruzaré a nado —dijo Michael—. Con suerte, saldré por el otro lado en pocos segundos. Cogeré la cuerda. En cuanto cruce, daré tres tirones si pinta bien. Ata a Fadwa por debajo de los hombros y dile que contenga la respiración todo lo que pueda. Después volveré a por Butrus y luego a por ti.

Aisha sacó la linterna del bolsillo y le enfocó la cara. Toda su ira había desaparecido, todo su rencor. Parecía todo tan fuera de lugar allí, tan penoso. Se inclinó hacia delante y rozó los labios de Michael con los suyos. No fue un beso, pero, por un instante, se sintió viva.

—Te amo, Michael —le dijo.

Él guardó silencio. Le apretó la mano y la miró con tal pesar y tanto anhelo que ella tuvo que desviar la mirada. Un instante después, ya se había zambullido.

Nunca había sentido un pánico semejante. No paraba de repetirse que el agua iba a terminar de un momento a otro y que saldría a respirar, exultante. Pero no se terminaba, y llegó a la conclusión de que debía de prolongarse indefinidamente. El túnel era demasiado estrecho para poder nadar. Tenía que apoyar las manos en los lados y coger impulso para avanzar. Cada vez que lo hacía se golpeaba la cabeza en el techo. Y no podía volver atrás. Le estallaban los pulmones y no tardaría en tener que desistir. En cuanto abriese la boca, tragaría agua y empezaría a ahogarse. Volvió a coger impulso y de nuevo se dio en el duro techo. Una brizna de aire escapó de sus labios, llenando el agua de burbujas. Dio una patada hacia atrás y volvió a golpearse en el techo. Le ardían los pulmones y no veía más que nubes rojas y una negra pirámide detrás que resplandecía en la pétrea oscuridad. Una patada más. Rozó el techo con la cabeza. Más burbujas. Estaba casi perdido. Una patada más y lograría salir. Cogió impulso de nuevo.

Esta vez no se golpeó la cabeza en el techo. Seguía estando en el agua, pero el túnel se había terminado. El ascenso no debió de durar más de uno o dos segundos, pero le parecieron horas. Luego, el aire, y él respirando entrecortadamente, casi atragantándose con las primeras bocanadas de oxígeno. Se le saltaron las lágrimas.

Sacó la linterna y la encendió. Flotaba sobre un lecho de agua de unos tres metros de profundidad en el fondo de un pozo. Era muy profundo. Había una escalera adosada a la pared y, poco más de un metro por encima de su cabeza, un enrejado metálico que servía de punto de apoyo. No podía perder el tiempo comprobando lo que había al final de la escalera.

Respiró hondo, bajó hasta el fondo del pozo y tiró tres veces de la cuerda. Notó un tirón a modo de contestación y luego nada, mientras Aisha ataba a Fadwa. Michael volvió a emerger, se llenó los pulmones de aire y bajó de nuevo. Notó un segundo tirón y entonces empezó a tirar él, como un pescador que recoge el sedal cuando el pez ha mordido el anzuelo. Fadwa asomó en seguida, con los ojos cerrados y los carrillos distendidos. Había soltado el poco aire que le quedaba, formando burbujas.

Michael tiró de ella hasta que su cabeza emergió. Había tragado bastante agua y tosía aparatosamente.

Al llegar junto a la escalera, Michael la sostuvo unos instantes hasta que se tranquilizó un poco. Luego la ayudó a subir a la plataforma.

—¿Cómo estás? —le preguntó. Pero no obtuvo respuesta.

No había tiempo que perder. Se zambulló con la cuerda y se adentró en el túnel. Pasó un momento angustioso al enganchársele el mono en un saliente del techo, impidiéndole avanzar. Por suerte, la tela se rasgó y quedó libre.

Al llegar al túnel principal, el agua había subido considerablemente de nivel. Aisha estaba de pie, sosteniendo a Butrus. El agua les llegaba a las rodillas. Michael descansó mientras Aisha se apresuraba a atar a Butrus por la cintura.

—No sé, Michael —musitó ella—. Dudo que pueda contener la respiración tanto tiempo. La morfina le ha hecho más efecto del que creía.

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