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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (29 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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A veces se sentaba en una silla y miraba por la ventana. Había un umbrío jardín con cipreses, pavos reales sobre la escarchada hierba, allí donde la nieve se había fundido, y la sombra de un alto minarete que se proyectaba en la pared al atardecer. Y también una fuente, una pequeña fuente de bronce que antes daba vida al jardín, pero que ahora estaba seca, cubierta de escombros y hojas. Si prestaba mucha atención, oía su tenue murmullo; pero era fruto de su imaginación. Y en su imaginación era donde se sumía en los abismos de la desesperación.

¿Por qué le había dejado Paul en la estacada? Primero su padre, luego Carol y ahora Paul. La traición se había cebado en su familia y en sus amores como un virus. Tampoco él estaba exento de culpa. Y eso hacía que la traición de Paul le resultase todavía más difícil de digerir. Como todos los agnósticos, Michael exigía perfección a los creyentes.

El doctor Ibrahimian le visitaba con regularidad. Le llevaba comida y medicamentos. La expresión y los gestos del menudo doctor revelaban una imborrable tristeza. No sonreía jamás y tenía los ojos hundidos, apagados, sin vida. Era una tristeza carente de emoción y de energía; carente, sobre todo, de la perplejidad que hubiera podido incitarle a desecharla. Era un exiliado en su propio país; un hombre sin patria y sin memoria de patria. Sus manos estaban frías. Era un hombre privado de toda emoción. Se despertaría a medianoche y oiría su propia respiración en un enorme y vacío dormitorio, sin pensar en nada. En nada en absoluto.

Michael le hacía preguntas sobre lo que ocurría fuera. Ibrahimian le decía que estaba asustado, que a los médicos y a todo aquel susceptible de oponerse a la versión oficial sobre la epidemia les hacían la vida imposible. Detenían a los extranjeros y los conducían a campos de concentración. Los coptos empezaban a perder la calma; ya habían tenido problemas en Minya.

El médico le dejó una pequeña radio con la que Michael podía escuchar las emisoras locales. Pero, después de un rato, se cansaba de discursos y sermones, de las interminables oraciones y citas del Corán. Daban pocas noticias, y las que daban eran irrelevantes. Cuando se cansaba de la radio, se sentaba junto a la ventana y contemplaba el jardín. Había visto varias veces a alguien entrar y salir, una encorvada figura vestida de negro. Al preguntarle a Ibrahimian quién era, el médico se limitó a encogerse de hombros.

El domingo nadie acudió a la iglesia. El padre Dominic seguía en el hospital y Paul sin aparecer. A los pocos que querían oír misa los llevaban en coches a la iglesia de la Sagrada Familia de al-Maadi. Michael se pasaba el día leyendo; pero, al acostarse por la noche, no recordaba una sola palabra de lo que había leído.

El lunes, Ibrahimian no se presentó. Michael encontró un poco de comida en la cocina y se preparó un plato que luego vomitó. No daban noticias por la radio. Le pareció oír llorar en el jardín, pero miró y no vio a nadie. La
adhan
continuaba; cinco veces al día, como antes. En otro momento le pareció oír a niños jugando a lo lejos, aunque las voces se extinguieron. Tampoco el martes se presentó Ibrahimian.

Por la noche, Michael decidió visitar la iglesia. Había oído ruidos por allí durante el día y ahora, a última hora de la tarde, se preocupó al ver que Ibrahimian seguía sin aparecer. La verdad es que eso le puso muy nervioso. Se sentía enclaustrado y solo en aquel reducido espacio, un día tras otro, aunque quizá no fuera ése el único motivo para aventurarse a salir. Quizás era otra necesidad la que lo impulsaba a ir a la iglesia. Para reafirmarse en un olvidado paradigma, tal vez; para buscar un poco de consuelo en aquel mundo enloquecido. Se sentía vulnerable, claro está.

Entre la rectoría y la iglesia había un pequeño solar cruzado en diagonal por un agrietado sendero de cemento. Michael se dirigió a paso vivo hacia la puerta lateral de la iglesia. La noche estaba despejada y las estrellas titilaban inexplicablemente. La luna, un pálido globo, estaba en su vigésimo día. ¿Qué era lo que había oído una vez sobre una luna de epidemia? ¿Llegaría la epidemia a su punto crítico cuando, al día siguiente, empezase el cuarto menguante?

Le sorprendió ver que la puerta de la iglesia no estaba cerrada. Se guardó la llave en el bolsillo y entró, dejando que la puerta se cerrase de golpe tras él. Los familiares olores de la cera y el incienso le pillaron desprevenido, retrotrayéndole instantáneamente a una infancia llena de esperanzas y espejismos. La puerta lateral daba a una pequeña sacristía. Michael accionó el interruptor situado junto a la puerta y la pequeña estancia se iluminó con la vacilante luz de un fluorescente. Había un armario abierto con vestiduras y, sobre una mesa, un montón de cirios. En una estantería baja había misales en varios idiomas. En una de las paredes, una reciente fotografía del Papa, demacrado por los estragos de la enfermedad, custodiaba los tesoros de la sacristía.

Oyó un ruido procedente del otro lado de la puerta que daba a la iglesia propiamente dicha; un tenue ruido, rápidamente acallado. Ratones, pensó; o ratas. Una idea poco tranquilizadora. Eran uno de los grandes transmisores del virus. Alargó el brazo y apagó la luz.

Llevaba consigo una pistola, la Helwan del
mujabarat
, de la que se había apropiado. Durante el día, la había limpiado y engrasado utilizando un frasquito reservado a la extremaunción. Sin duda debía de ser pecado utilizarlo para semejante fin, pero la principal preocupación de Michael no era no pecar, sino sobrevivir. La pistola estaba en buen estado, pero no había podido probarla; de manera que tendría que confiar en que funcionase.

Contuvo el aliento y entreabrió la puerta sin saber si chirriaría o no. Supuso que encontraría la nave desierta, a oscuras o iluminada, pero jamás hubiese imaginado lo que vio.

Por un instante creyó que la iglesia ardía. Era como si alguien hubiese hecho la luna pedazos y hubiese dejado caer los fragmentos en el interior de la silenciosa iglesia. Las desnudas y vacilantes llamas de miles de velas asomaban de candeleras de madera, cristal coloreado y metal pintado. Partículas de luz danzaban y cantaban entre las sombras. Sin embargo, pese a tal cantidad de luz, la iglesia estaba oscura, como si las llamas de los cirios se ahogaran en las tinieblas. Las sombras se condensaban alrededor de los puntos luminosos.

Michael entró con precaución y, al hacerlo, oyó otro ruido; arrastrar de pies por la puerta principal. Se volvió justo a tiempo de ver una oscura silueta que corría hacia la noche. Michael fue tras ella empuñando la pistola.

La puerta se abrió de par en par. Cinco peldaños le separaban de un corto sendero que conducía a una verja que a su vez daba a la calle. Estaba oscuro cual boca de lobo. Michael oyó cerrarse la verja. Corrió hacia ella y la abrió, saliendo a la calle a tiempo de ver que la silueta saltaba al asiento de atrás de un ciclomotor. El conductor arrancó y el ciclomotor se alejó del bordillo, adentrándose en la noche.

La calle era estrecha y estaba desierta. Michael se recostó en la verja, aterido de frío y debilitado por aquel súbito e inútil esfuerzo. Un perro empezó a ladrar, sobresaltado por el repentino ruido del motor que el conductor forzaba al máximo. El perro siguió ladrando después de extinguirse el ruido. Se le unieron otros y, al poco, todos se callaron. Se oyó la voz de una mujer. En una casa cercana alguien lloraba. Michael se apartó de la verja y volvió cansinamente a la iglesia.

Los cirios seguían ardiendo en la oscuridad. Recorrió con la mirada la nave, los límites entre las luces y las sombras, entre el aire y la piedra. Entró con precaución y cerró la puerta. Oía latir el corazón en su pecho. Algo pasaba.

A su izquierda había una estilizada imagen de yeso representando a la Virgen y el Niño. Alguien le había pintado los pechos de rojo. No podía ver la cara porque le habían puesto la cabeza de un macho cabrío encima. Los cuernos eran gruesos y retorcidos, la barba roja y moteada de sangre. Intentó desviar la mirada, pero no pudo, atónito ante aquella burda blasfemia. ¿O era quizás a causa de la serena dignidad de la blanca túnica debajo de la cabeza del chivo y la pintura roja, la sencilla belleza de esos ropajes, el Niño, de mirada despierta, en los amorosos brazos?

Finalmente logró apartar la mirada. Al otro lado de la nave, una imagen de san Juan Bautista había sido decapitada. Le habían atado a la cintura, con una cuerda, el pene de un animal, de un camello o de un toro. La luz de los cirios le daba al torso un color amarillento. El cabo de una vela se consumió por completo y la llama se apagó.

Un reguero de sangre moteado de círculos de luz recorría el pasillo central de la nave hasta el altar. A Michael le dio un vuelco el corazón; temió lo peor. Como un asistente a una extraña misa de medianoche, fue caminando lentamente por el titilante pasillo mientras a ambos lados los cirios se derretían, convirtiéndose en humo y en cera.

Sobre el blanco paño del altar habían escrito un pasaje del Corán en árabe, la segunda mitad de un versículo que habla de la muerte de Jesús:
Ma qatalubu wa ma salabuhu walakin shubbiba lahum
. «No le mataron ni le crucificaron, sino que hicieron que uno como él ocupase su lugar.»Michael alzó la vista. Encima del altar colgaba un crucifijo. Habían arrancado la imagen de yeso del torturado dios para colocar a su propia víctima. Estaba desnudo, sin más que los ensangrentados calzoncillos, y lo habían atado a la cruz con gruesas cuerdas antes de clavarle las manos y los pies. En la cabeza no le habían puesto cuernos, sino una corona hecha con trozos de hojas de afeitar, oxidadas e impregnadas de sangre reseca. Tenía la cabeza gacha y ladeada de tal modo que no se le veía el rostro.

La escalera que habían utilizado seguía apoyada en uno de los brazos de la cruz. Desmayadamente, como sonámbulo o sumido en una profunda depresión, Michael apoyó un pie en el peldaño inferior. Se le hacía una montaña subir. Le pesaban los miembros como si fueran de plomo. No se oía el menor ruido. Llegó a los sangrantes pies y siguió ascendiendo por aquella escalera, como si fuese una ladera por la que tuviera que trepar para llegar a la cima. Al llegar al pecho, notó que las piernas le temblaban y que la escalera resbalaba ligeramente en su punto de apoyo, en el brazo de la cruz.

Michael apoyó una mano en el madero transversal y con la otra levantó la cabeza del crucificado. Tenía la frente y las mejillas surcadas por rojos trazos de sangre, y barba de tres o cuatro días. No necesitó lavar el rostro ni afeitarlo para saber de quién se trataba. Inclinó la cabeza, derrumbado, dolorido, y besó con suavidad los hinchados ojos de su hermano.

Capítulo
XXXVII

C
uando hubo reaccionado mínimamente, Michael se dijo que lo peor era no poder hablar con nadie. Tenía amigos y conocidos por toda la ciudad, pero no se atrevía a recurrir a ellos en su actual situación. En algunos podía confiar, pero precisamente a ésos era a quienes no quería traicionar, poniéndoles en peligro. En los demás también habría podido confiar en circunstancias normales, pero no entonces. Ni siquiera se le ocurría nadie a quien informar de la muerte de Paul. Desde luego, no iba a comunicárselo a la policía. No sabía cómo ponerse en contacto con Ibrahimian y el padre Dominic seguía demasiado enfermo en el hospital para molestarle.

Al final, se decidió a telefonear directamente a la nunciatura papal. Le contestó una voz cansada, la tensa voz de un
addetto
italiano que hablaba muy mal el árabe y que recibió el mensaje sin hacer comentarios, como si la comunicación del asesinato de sacerdotes fuese algo habitual. Puede que en algunos lugares del mundo, se dijo Michael, fuese realmente así. No cabía duda de que algunos diplomáticos del papado estaban acostumbrados a la tragedia. El
addetto
le dijo que alguien se pondría en contacto con él.

En menos de media hora se presentaron dos sacerdotes delgados, desaliñados y sin alzacuellos, muy abrigados para protegerse del intenso frío. Eran belgas; los padres Verhaeren y Laermans. Michael no les acompañó a la iglesia. Al regresar estaban lívidos.

—Señor Hunt —dijo uno de ellos—, nos gustaría que viniese a la nunciatura con nosotros.

—Si no les importa, preferiría quedarme aquí. Sólo hasta que asimile todo esto…

El sacerdote meneó la cabeza. Tenía el pelo negro y rizado y los ojos de un cocker famélico. Michael le notó ansioso. Pero no se trataba de la ansiedad lógica, dadas las circunstancias. No. Era algo más. Como si el sacerdote se sintiese atrapado, como si intentara esquivar arenas movedizas o un torbellino que amenazaba con engullirlo.

—No se trata de eso —dijo el sacerdote—. Comprenda que aquí no está seguro. Ya no. Su hermano nos contó lo de usted, lo de su trabajo. Le acogeremos con gusto en la nunciatura todo el tiempo que necesite; pero, primero, hay una persona que quiere verle. Esta noche. Si está dispuesto, le llevaremos allí ahora mismo.

—Pero ¿y…?

Se refería a Paul, aunque no pudo acabar la frase. Toda su vida se había convertido en una frase inacabada. Palabras, sólo palabras.

—Ya se harán cargo. Lo siento mucho, señor Hunt. Conocía a su hermano. Era una buena persona y un buen sacerdote.

—¿De verdad? —dijo Michael alzando la vista del suelo.

—Sí. Creo que usted lo sabe bien.

—Yo no sé nada.

—Venga con nosotros, por favor.

Michael se encogió de hombros. ¿Qué otra cosa podía hacer? Habían degollado a Megdi, estrangulado a Ronnie Perrone y crucificado a Paul, y ni siquiera sabía quién.

—¿Van a comunicarlo a las autoridades? —le preguntó.

—¿Lo sucedido aquí? —repuso el sacerdote, ladeando la cabeza y mirando inquieto a su compañero—. No, me parece que no.

Los sacerdotes habían llegado en un coche pequeño, un Fiat. Michael se instaló en el asiento de atrás. Se sentía como un recluso a quien fuesen a trasladar de una cárcel a otra. A través de la ventanilla vio El Cairo por primera vez en varios días. A causa del ramadán, el toque de queda impuesto durante los primeros días del golpe había sido levantado. Desplazarse por la ciudad de noche no era tan arriesgado como antes, aunque no totalmente seguro. Las calles estaban desiertas, sólo iluminadas a trechos. Descoloridas pancartas con lemas políticos y religiosos colgaban a ambos lados de las vías principales. En Al-nasr qarib había una que decía: «La victoria está cerca». Nunca había parecido tan lejana. La capa de nieve, que durante unos días les diera a las arterias de la ciudad una vivificante belleza, había desaparecido, dejando al descubierto los grises adoquines y rodales de agrietado cemento.

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