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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (30 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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Al cruzar la plaza Tahrir, vieron altas llamas que se elevaban hacia el cielo nocturno desde una enorme hoguera encendida en el centro. Centenares de personas rodeaban la pira, unas cantando y otras mirando fijamente la llamas. Quienes más cerca del fuego estaban se afanaban en alimentarlo con toda clase de objetos, haciéndolo chisporrotear y lanzar pavesas en todas direcciones.

—Libros —musitó el padre Verhaeren, que iba al volante—. Queman libros. Purifican El Cairo de lo que llaman la
jahiliyya
. ¿Sabe lo que significa?

—Sí —repuso Michael.

—Agáchese. Son capaces de hacer cualquier cosa con los extranjeros en estos días. La epidemia ha acabado de crispar a la gente. Han hecho circular el rumor de que los norteamericanos han introducido el virus en el país y de que lo que ocurre es consecuencia de una guerra bacteriológica.

Michael se preguntó si sería verdad. Todo era posible. Después de lo sucedido en la Guerra del Golfo, todos parecían capaces de todo. En cuanto hubieron cruzado la plaza, miró hacia atrás y vio que una mujer se tambaleaba en dirección a las llamas, portando un montón de libros. Años atrás había visto a cristianos norteamericanos cantar y saltar mientras quemaban discos de los Beatles y los Rolling Stones. Su padre le hablaba de tiempos más oscurantistas, del resplandor de las hogueras en las lustradas botas, de las cenizas que se llevaba el viento, de palabras que se chamuscaban en el papel antes de desaparecer para siempre.
«Permítame que me presente, soy un hombre rico y de buen gusto
…». La letra de la canción cruzó fugazmente por su mente.

—¿Adonde vamos? —preguntó Michael.

Había supuesto que irían directamente a la nunciatura, que estaba en la isleta de Jazira; pero, en lugar de girar a la derecha al cruzar el puente Tahrir, Verhaeren siguió recto hacia el sur, por Shari Qasr al-Aymi.

—Ya se lo he dicho antes —dijo Laermans ladeando el cuerpo—. Una persona quiere verle. Era amigo de su hermano. Un anciano, un sacerdote copto llamado Gregory.

Siguieron por calles aún más desiertas. Michael iba mirando por la ventanilla. Las estrellas seguían poblando la noche. A lo lejos, al otro lado del río, se veían hogueras que iluminaban el cielo con un anaranjado resplandor. Llegaron a la parte antigua de la ciudad y aparcaron en una calleja.

—No está lejos —dijo el padre Verhaeren—. Es más seguro continuar a pie.

Cruzaron las vías del tren por el paso subterráneo y salieron a Babilonia, entre las torres redondas de la antigua fortaleza romana. La iglesia de Abu Sarga quedaba a la izquierda. Entraron por una puerta lateral porque la entrada principal había sido tapiada hacía tiempo para proteger la iglesia de los saqueadores.

El interior parecía entretejido de sombras, anudadas a las columnas de mármol y a las imágenes polícromas de los santos. Las llamas de los cirios temblaban. Destellos dorados, plateados y rojizos luchaban contra las tinieblas y, en los haces de luz, las motas de polvo flotaban como conglomerados de estrellas de una lejana nebulosa.

Sus voces eran quedos susurros.

—Le esperaremos aquí —dijo Verhaeren.

Michael le notó nervioso. Claro que, allí, en la iglesia, no había razón para temer nada.

Se oyeron pasos. Una pequeña silueta salió de entre las sombras, un encorvado anciano que portaba una lamparita de aceite en una mano.

—Es el padre Gregory —musitó Laermans.

Al llegar ante ellos, el anciano permaneció a unos pasos y miró escrutadoramente a Michael con sus legañosos ojos.

—¿Se llama usted Michael Hunt? —le preguntó.

—Sí —respondió Michael con una voz que sonó débil e insignificante.

—Venga conmigo, por favor.

Sin mediar más palabras, el anciano sacerdote condujo a Michael a través de la oscuridad impregnada de incienso. No era más que una iglesia, no eran más que imágenes de santos martirizados, no era más que una tenue brisa que irrumpió al abrir la puerta lo que hacía oscilar las llamas de los cirios. Y sin embargo, mientras seguía al anciano por aquella oscuridad, Michael notó que un temor le recorría con un roce ligero, untuoso y enfermizo. Le pareció oír algo entre las sombras y que el anciano también lo había oído. No podía desprenderse de la sensación de acecho, de que miradas hostiles le seguían, de que en aquella oscuridad se ocultaba algo maligno.

Se detuvieron al llegar al
haykal
del lado norte, junto a los peldaños que conducían a la cripta subterránea. El padre Gregory se volvió hacia Michael.

—Me aseguraron que vendría —dijo, acercándosele—. Tiene miedo de mí, ¿verdad?

—¿Miedo? No. Pero, este lugar… Nadie me ha explicado qué pasa ni por qué me han traído aquí. ¿Qué quiere usted de mí?

—¿No se lo explicó su hermano?

—¿Mi hermano? ¿Paul? —exclamó Michael negando con la cabeza—. Paul no me contó nada.

El anciano sacerdote guardó silencio unos instantes.

—Comprendo —dijo después, dando la sensación de que se estremecía ligeramente—. Creo que se proponía explicárselo todo antes de…, antes de que le matasen. Estuvo conmigo aquí hace diez días. ¿No le vio usted después?

—Yo estaba enfermo. Con fiebre. Me visitó y me trajo a un médico. Luego…

—Comprendo —dijo el padre Gregory, vacilante—. ¿Qué ha… visto exactamente?

—¿Que qué he visto?

—Esta noche. En San Salvador.

Michael dudó, pero se lo contó por encima. El anciano se quedó más lívido de lo que ya estaba.

—Es espantoso. Lo siento. Y siento que Paul no tuviese tiempo de contarle lo que sabía. Iba a contárselo, con toda seguridad. Ahora tendré que hacerlo yo.

Michael estaba perplejo. Perplejo y furioso. Se sentía como un pájaro con un ala rota, desplazándose a saltitos por una gruesa capa de nieve. No quería saber nada de aquello, fuera lo que fuese; de aquel secretismo en las sombras, de aquellos susurros entre las blancas llamas de los cirios.

—Da usted por sentado que yo quiero saberlo e involucrarme en ello, se trate de lo que se trate…

Michael pensaba en las fotografías que había encontrado, en aquel fiel archivo de horrendas muertes, en la pistola envuelta en el trapo y oculta.

—Acabo de encontrar a mi hermano muerto y todo lo que se le ocurre a usted es jugar al escondite. Tengo cosas más importantes que hacer.

Michael dio media vuelta y empezó a alejarse por la urdimbre de sombras. Tenía el corazón en un puño y la mente en blanco. El padre Gregory no se movió.

—Dígame, señor Hunt —dijo el sacerdote con voz inesperadamente clara—, ¿ha tenido pesadillas últimamente? Pesadillas recurrentes, pesadillas que le siguen acechando durante el día.

Michael se encontraba ya a varios metros del anciano. Se detuvo y se volvió. La voz del padre Gregory resonó ligeramente en la nave de la iglesia.

—¿Pesadillas?

—Me ha entendido usted perfectamente. Pesadillas. Una pirámide negra. Una avenida flanqueada de esfinges.

Michael avanzó unos pasos en dirección al anciano.

—¿Cómo…?

—Yo también las tengo. Todas las noches desde hace cincuenta años. Su hermano también. Y, antes de él, su padre.

—¿Mi padre? ¿Qué es todo esto? Nadie tiene las mismas pesadillas…

—¿No? —repuso el padre Gregory enarcando las cejas—. A veces sí. A veces… —añadió vacilante—. No se marche, por favor, señor Hunt. No pretendo hacerle ningún daño. Necesitamos su ayuda.

—¿Necesitan?

—Quienes sabemos lo que va a pasar. Quienes sabemos quién es realmente al-Qurtubi.

—¿Al-Qurtubi? ¿Qué quiere usted decir?

El padre Gregory no contestó. Alzó la lámpara para alumbrar el tramo de escalera que conducía a la cámara subterránea. Estaba muy oscuro. Casi no podía sostener la lámpara con la mano.

—Puede verlo con sus propios ojos —contestó—. Venga conmigo. Deje que se lo muestre.

Capítulo
XXXVIII

M
ientras él pintaba, ella observaba sus largas y rápidas pinceladas, la suavidad con que pasaba la paleta por las capas de pintura, los arranques de furia que le hacían abalanzarse una y otra vez sobre el lienzo. Era una obra áspera y simple que negaba toda metáfora, toda espiritualización. Él convertía los sueños en realidades. Se entretejía en la urdimbre de las cosas, fibra a fibra. Hacía despierto lo que la mayoría de las personas hacen dormidas: reconstruir el mundo a imagen de sus temores, tentaciones e ilusiones.

Aisha estaba sentada en un taburete manchado de pintura, mirando sus largas manos, los músculos de su cuello, la forma de su ancha espalda bajo la chaqueta del chándal. Salama Bustani le pareció una persona bastante corriente el día que le conoció. Pero, ahora, al verle pintar, sentía su presencia con una intensidad muy cercana al deseo físico. El trabajo lo transfiguraba. Irradiaba calor y energía. Ella seguía sentada, fumando el último cigarrillo de una cajetilla que había comprado por la mañana.

Ella y Butrus habían ido al antiguo apartamento de su tío en el barrio de Tawfiqiyya. Pero el
bawwab
les dijo que Shukri ya no vivía allí. Unas discretas preguntas no ampliaron la información más allá de que se había marchado una o dos semanas antes de la Revolución sin dejar señas. Su única esperanza era ir a esperarle al día siguiente a la salida de su trabajo. Aparecería, a no ser que estuviese en la cárcel o que lo hubieran ejecutado por delitos cometidos contra el islam durante el régimen anterior. Ambos sabían que era bastante improbable encontrarle con vida, pero Aisha cifraba sus esperanzas en lo útil que podía ser su tío, en la necesidad que los nuevos gobernantes de Egipto tenían de hombres como él, con sus archivos y fotografías, sus huellas y mechones de cabello, sus sobornados y sobornadores, sus confidentes, sus extensas, terribles e intercomunicadas redes, sus anzuelos, sus cebos, sus delatores, sus paredes manchadas de sangre, su conocimiento del vicio y la belleza, del dolor y el ridículo.

Inhaló con fruición el humo del cigarrillo y, después de expulsarlo, lo siguió con los ojos mientras se elevaba hacia el techo del almacén. Sentía que un temor la recorría con la fuerza de algo vivo.

Salama retrocedió, separándose del lienzo y limpiándose las manos con un trapo.

—Ya está —dijo—. Terminado.

Debía de tener unos cuarenta años. Era delgado y huesudo, y su pelo, entrecano y bastante largo, arrancaba de unas pronunciadas entradas. Iba con sandalias, tejanos y una mugrienta chaqueta de chándal. Estaba sudando a pesar del frío. Llevaba colgada del cuello una cadena con una cruz copta que no armonizaba precisamente con la manchada tela de la chaqueta del chándal, en la que destacaba un lema parafascista de un grupo
heavy metal
cuya música nunca había oído y que, de haberla oído, hubiese detestado.

—¿Terminado? —preguntó Aisha levantándose y acercándose al lienzo—. ¿Cómo es posible? Si has dejado toda esa zona en blanco…

—¿Ahora resulta que eres también pintora? —dijo él en tono sarcástico.

—No, claro que no. No lo digo como crítica. Pero…

—Es lo último que pinto —declaró Salama—. Todo está inacabado en Egipto; y ahora han empezado a desmontar su pasado. Les dejo esto. Para destruirlo, tendrán que pintarlo.

—¿Y por qué lo has hecho así?

—¿Hacer qué?

—Pintar los ojos de esa manera. Y el resto… como algo sucio.

La pintura del caballete representaba la esbelta y ascética figura de un santo copto. Todo parecía correcto. El rostro, el halo y el gesto con el que aparecía, impartiendo su bendición, estaban plasmados con destreza, según los cánones de la iconografía tradicional. Pero, fijándose mejor, resultaba obvio que, aunque cubierto por la túnica, el pene del santo estaba erecto. Y en cuanto se reparaba en ello, era imposible decir si la sonrisa de la cara del santo era de piedad o de lascivia.

—¿Te parece que una erección es algo sucio? —le preguntó Bustani—. ¿Mortificar la carne te parece piadoso? ¿Qué quieres que pinte? Estamos rodeados de locos que se proclaman santos, que pretenden actuar en nombre de Dios. No puedo luchar contra ellos. No puedo derrocarlos. Todo lo que puedo hacer es presentarlos de una manera desafiante.

Butrus irrumpió en aquel momento en la estancia. Parecía muy nervioso y alarmado por algo.

—Ha habido más tiroteos —dijo—. ¿No los habéis oído?

Aisha negó con la cabeza.

—Creo que traman algo gordo —dijo Butrus—. Hay demasiadas casas de coptos por aquí. Si esta noche hay disturbios, nos pillará de pleno.

—Siempre nos pilla de pleno, Butrus —dijo Salama tranquilamente—. ¿Dónde crees que vas a estar seguro?

Butrus no replicó. En parte, Salama tenía razón: no había ningún lugar a donde ir. En los carnés de identidad se indicaba si el titular era copto o musulmán, y ya se había propuesto resucitar antiguas leyes que obligaban a judíos y cristianos a vestir de una manera característica para ser identificados.

Se oyó un estrépito.

—¿Qué ha sido eso?

El estrépito se repitió varias veces y en seguida oyeron un clamor, un griterío ahogado por la distancia, pero que sonaba cada vez más cerca.

Butrus salió corriendo del estudio, con Aisha pisándole los talones. Subieron a toda prisa el tramo de escalera que conducía al piso superior. Había reventado una ventana. En el suelo había una piedra grande rodeada de añicos de cristal. Ahora se oía con nitidez el clamor, los monocordes cánticos de una turba de vándalos. Aisha corrió hacia la destrozada ventana y se asomó.

La riada humana aumentaba rápidamente. Muchos llevaban antorchas encendidas o gruesos bastones. Sonó un disparo a varios portales de allí. Una mujer corría, perseguida por un pequeño grupo; luego tropezó, cayó y desapareció bajo los bastonazos.

Alguien gritó señalando a Aisha, que retrocedió justo a tiempo de esquivar una segunda pedrada que reventó otro de los paneles de la ventana.

—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Butrus.

Volvieron precipitadamente al estudio. Salama estaba sentado en el pequeño taburete, rodeado de sus lienzos. Se oían fuertes golpes en la pesada puerta de madera de la entrada.

Trataban de echarla abajo.

—¡Vamos! —gritó Butrus—. ¡Deja los cuadros! ¡Intentaremos salir por atrás!

—Id vosotros dos —repuso el pintor con voz pausada—. Me buscan a mí.

—No seas estúpido. Son musulmanes. Matan a cualquier copto que encuentran.

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