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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (54 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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—¡Ahora lo recuerdo! —gritó—. ¡Ya lo recuerdo! Hablaron de un mensaje. De un mensaje de Londres. Ella se lo guardó en el bolsillo. Lo vi. Creían que dormía, pero el dolor me mantenía despierto. Lo oí todo.

Butrus soltó al holandés y fue hacia Aisha. No se atrevió a mirarla a los ojos. Le metió medrosamente la mano en un bolsillo de la chaqueta y luego en el otro. Luego sacó la mano estrujando un papel hecho una pelota, todavía húmedo. Lo dejó con cuidado en el suelo y lo desdobló. Se rompió un poco, pero la frase que les interesaba estaba casi intacta: «Papá Noel estará en el Sugar Palace entre las 15.00 y las 22.00 de los días 31 y 1.»Aisha miró horrorizada al holandés, que le dirigía una pérfida sonrisa.

—¿Qué es el Sugar Palace? —le preguntó con voz queda—. ¿Dónde está?

Ella recordaba perfectamente haber hecho la misma pregunta en el silencio de Bulaq. La respuesta era muy sencilla.

—No lo sé —mintió.

Butrus se quedó mirando el papel del suelo. Ahora le encajaban las piezas… Recordó fragmentos de conversación oídos a medias durante aquella noche, sus voces en la oscuridad, los rápidos movimientos de la linterna, el dolor en el hombro, su arrebato de celos. Sus terribles celos.

—El café Sukaria —musitó Butrus—. Han de verse en el Sukaria —añadió volviéndose hacia la joven—. Perdóname, Aisha. Tenía que hacerlo por ti.

Pero ella ni siquiera le escuchaba.

Capítulo
LXXII

E
staba en un hervidero urbano de gente aterrada, gritando enloquecido que callasen. Y nadie podía o quería oírle, abrumados como estaban por el pánico. Lo único que deseaba era silencio, un pequeño respiro para reflexionar sobre todo lo sucedido; pero las voces y los tambores no hacían más que redoblar su intensidad, ensordeciéndole y dejándolo aturdido en una calle llena de gente que se abría paso a codazos.

Mientras caminaba hacia el café trataba de confundirse con la muchedumbre, sin lograrlo con su acostumbrada facilidad. Las calles de la zona de Azhar estaban cubiertas de nieve. Una airada multitud de encausados y litigantes clamaba exigiendo que se revisasen juicios fallados injustamente contra ellos. Todos los asuntos jurídicos y espirituales se solventaban directamente allí, en la Universidad de al-Azhar. Los
shayjs
estaban día y noche reunidos, redactando normas, llamando a testigos, firmando sentencias, consultando jurisprudencia y exprimiendo el Corán en busca de analogías jurídicas.

Michael avanzaba entre aquel gentío que atestaba las calles; gentes de ojos desorbitados que parecían presa de un delirio colectivo de ansiedad, con la cabeza gacha, mirando a la nieve, moviendo los labios sin cesar, musitando plegarias, invocaciones y exorcismos. Llevaban la cabeza cubierta con pequeños gorros de punto, pañuelos de tela o las holgadas capuchas de las
galabiyyas
, y su calzado era un abigarrado muestrario de anticuados y modernos zapatos y sandalias, aunque muchos iban descalzos por los fríos callejones. Se congregaban en las esquinas y junto a las fuentes de las plazas de estilo mameluco, de pie o en cuclillas, formando crispados e irritables grupos, mirando nerviosamente a derecha e izquierda, tratando de sonsacarse mutuamente las señas del mejor
shayj
para contratos mercantiles o del mejor
mufti
para toda la parafernalia legal relativa a las tierras. Y, por encima de todo ello, sobre toda transacción y todo juicio, se cernía como una sombra un pánico inenarrable. Nadie hablaba de la epidemia, nadie hablaba de la muerte. No era necesario.

Desde fuera, el café parecía tranquilo. Michael lo conocía tan bien que hubiese podido dibujarlo con los ojos cerrados. En otros tiempos, Tom Holly y él habían pasado allí muchos ratos juntos, arreglando el mundo mientras su vida se deshacía como un ovillo de lana al dejarlo caer. Por aquel entonces envidiaba la solidez del matrimonio de Tom, la inquebrantable lealtad que Linda y él se profesaban. Él estaba con Carol y empezaba el vacío. Ahora tenía a Aisha, pero ya no era posible arreglar el mundo. Ni él, ni Tom Holly, ni el más pintado podrían hacer nada.

Estuvo un largo rato vigilando la entrada del café, caminando a prudente distancia como si fuera sin rumbo fijo. Sólo vio entrar y salir a unos cuantos clientes, todos hombres y muy desaliñados. Las cosas habían empeorado sensiblemente desde que estuvo allí por última vez. Las tiendas que había a ambos lados de la calle estaban casi vacías. Apenas se vendía. Todos temían gastar lo poco que habían logrado salvar de sus cuentas en los bancos. Sin embargo, los tenderos seguían sentados en sus bancos de piedra, fumando, leyendo el Corán o rezando el rosario mientras la vacilante luz de los fluorescentes iluminaba su rostro. Michael les miraba escrutadoramente, tratando de detectar algún signo que delatase que estaban vigilantes, algún síntoma de nerviosismo.

Ir allí había sido un riesgo calculado, uno de esos riesgos que no tiene uno más remedio que correr. Si habían obligado a Qasim Rifat a hablar, Abu Musa estaría al corriente de la prevista reunión entre Tom Holly y él. Sabría los días y las horas. Lo único que no sabría es qué significaba «Sugar Palace». ¿Lo adivinaría? ¿Figuraría en sus archivos que el café Sukaria era el lugar donde solían entrevistarse? Rezaba por que no fuese así. ¿Y el holandés? ¿Qué sabría? ¿Le habría seguido hasta allí? Si Tom lo había conseguido, estaría aguardándole. Dejó transcurrir una hora antes de decidirse a entrar.

Papá Noel le aguardaba en la mesa del fondo, en la que solían sentarse. Michael hizo como si no hubiese reparado en él, pero estaba seguro de que le había visto. Holly siempre tuvo una habilidad especial para no parecer europeo, sino un cherkés puro. Su indumentaria daba el pego, hablaba árabe con un cerrado acento sirio que habría colado en la mismísima Damasco y pasaba totalmente inadvertido. Nadie parecía prestarle especial atención.

Michael le ignoró y se dirigió a la barra.

Pidió un café largo y un trozo de tarta que no tenía muy buena pinta. Luego fue a sentarse tres mesas más allá de la que ocupaba Holly, dándole la espalda. Mientras tomaba el café, sacó un ejemplar del
al-Jumhuriyya
del bolsillo y lo extendió sobre la mesa. Le parecía increíble que aún se publicasen periódicos. Sin embargo, pese a todo, la ciudad respiraba un aire de resuelta voluntad de normalidad. Todo había cambiado aunque nadie lo reconociera. El periódico seguía incluyendo la programación de radio y televisión, con un fuerte predominio de temas religiosos y de cultura islámica. No había sección deportiva, ni fotografías de mujeres, ni publicidad de películas ni de bebidas alcohólicas, pero sí había noticias, artículos e incluso una sección dedicada a la mujer, con recetas de cocina e indicaciones sobre la correcta manera de vestir de acuerdo con lo prescrito por el régimen.

Se comió la tarta y pidió más café. Derramó un poco sobre el periódico y lo limpió con el pañuelo.

Alzó la vista y vio en un espejo la imagen de Holly, que le observaba cauteloso. Michael dobló despreocupadamente el periódico y lo dejó a un lado.

Notó que le tocaban en el hombro.


Min fadlak
. ¿Ha terminado con el periódico?

Se volvió. Holly estaba de pie junto a él. Tuvo que contener el impulso de abrazar a su amigo.


Itfaddal
—respondió, tendiéndole el periódico a Holly. Éste le dio las gracias y se volvió para regresar a su mesa, pero en seguida se volvió de nuevo hacia Michael y exclamó—:
Wa'llah al'azim
! Si eres… ¡Dios santo, terminaré por olvidar hasta mi propio nombre!

—Osman Fahmi. Y tú eres Mahmud Rayhan, ¿verdad? —dijo Michael, que sabía que podía bautizar a su amigo como quisiera porque Holly aún no habría necesitado inventarse un nombre.

—Ajá. Dios santo, ¡cuántos años! ¿Puedo sentarme?

Holly se sentó y siguieron con la comedia durante unos minutos, deslizándose gradualmente hacia una conversación desenfadada conforme sus vecinos de mesa se desentendían del patente reencuentro. Todo parecía transcurrir a la perfección, sin despertar más que una leve curiosidad, breves miradas.

—Creo que todo va bien —dijo Michael sin dejar de hablar en árabe.

Holly asintió con la cabeza.

—He estado muy alerta desde que entré —dijo—. Ni rastro de nada sospechoso. Apostaría la vida.

—Pues a lo mejor tienes que apostarla —se limitó a decir Michael mirando con fijeza a Holly.

Su amigo parecía algo ausente. Aún olía a desierto; sus ojos no se habían habituado aún a las distancias humanas y a los reducidos espacios de la ciudad.

Llevaba un gorro afgano, de cuarta o quinta mano, comprado en una pequeña
suq
de Damasco o de Ammán. Michael no recordaba exactamente dónde. Siempre lo llevaba, como una insignia. Hacía que Michael se sintiese cómodo. Alargó el brazo y le apretó la mano a Holly, que le miró visiblemente embarazado.

—Cuidado, hombre, que nos van a tomar por dos locas.

—No te preocupes; no han dejado un homosexual vivo. Eso se rumorea al menos. Y no seas tan grosero con los homosexuales. No es el momento más oportuno.

—¿Por qué?

—Qasim ha muerto. Qasim Rifat.

—No le conocía.

—Sí, os visteis una vez. Era mi operador de radio.

—Ah, sí. Ahora me acuerdo. Tenía una librería. ¿Y dices que ha muerto?

Michael se lo contó lo mejor que pudo.

—¿Crees que hablaría?

—Les tendríamos aquí de haber sido así —respondió Michael.

—Puede —dijo Holly mirando en derredor—. Puede —repitió—. ¿Has notado algo raro?

—No está tan lleno como solía —contestó Michael paseando la mirada por el amplio local—, pero eso no es extraño. Muchos creen que sigue en vigor el toque de queda.

—Desde hace una media hora, han salido varios clientes pero no ha entrado ninguno.

Michael volvió a mirar a su alrededor. Vio a dos individuos levantarse y salir. La puerta se cerró lentamente. Michael y Holly eran casi los únicos clientes que quedaban en el café.

—¿Hay puerta trasera? —preguntó Michael.

—Ya me extrañaba a mí que no me lo preguntases. La ventana de los lavabos da a un callejón. Podríamos intentarlo; pero, si saben lo que se hacen, lo más probable es que haya alguien apostado allí.

Tom sacó una pistola y la dejó en la mesa.

—¿De qué va a servir? —preguntó Michael.

—Cógela —dijo Tom—. En seguida.

Se oyó un murmullo semejante al que produce el viento al agitar las ramas de los árboles. Michael hizo lo que Tom le decía y se guardó la pistola en el bolsillo.

—Hay algo que debes saber, Michael.

Le contó todo lo que el
shayj
Ibrahim le había explicado: lo de al-Qurtubi, la cuestión de la conferencia de Jerusalén y el proyectado secuestro del Papa.

—¿Por qué? —preguntó Michael—. ¿Qué sentido tiene? ¿Qué va a ganar con ello?

—No lo sé, Michael. No razona como nosotros; su lógica está en función de sus motivaciones.

—¿Y no van a pararle los pies?

—¿Pararle los pies? —exclamó Tom encogiéndose de hombros—. Lo dudo.

—Pero quieres que nosotros lo intentemos.

—Quiero que lo intentes tú. No voy a ir contigo.

Michael iba a protestar, pero Tom le atajó con un ademán.

—No tenemos tiempo para discutir, Michael. Es vital que salgas de aquí. Quiero que lleves una cosa a Inglaterra —dijo pasándole por encima de la mesa la lista de nombres que le había dado el
shayj
Ibrahim—. Es una lista de miembros de una coalición derechista con la que al-Qurtubi colabora. Tiene ramificaciones en toda Europa; una de ellas es una organización británica llamada Stalwart. Uno de los dirigentes de Stalwart es Percy Haviland. Percy es el topo que sospechábamos tener en Vauxhall House. La lista está escrita de su puño y letra. Quiero que vuelvas con la lista y la pongas en las manos adecuadas.

—¿Y cómo demonios voy a volver a Inglaterra?

—No lo sé, Michael, pero alguien tiene que llevarla. De lo contrario, habremos perdido lastimosamente el tiempo.

Vieron que salía otro cliente. Al cabo de un instante volvió a abrirse la puerta. Un individuo con una
galabiyya
verde se dirigió a la barra, le susurró algo al dueño y luego se marchó. El propietario salió de detrás de la barra, se acercó a los tres últimos clientes que quedaban, sin contar a Tom y a Michael, y les dirigió discretamente unas palabras. Los tres se marcharon en seguida y sólo quedaron los dos ingleses. El propietario ni siquiera les miró. Cerró la llave de paso del gas que alimentaba la cafetera, se quitó el mugriento delantal y salió, dejando las luces encendidas.

Transcurrieron un par de minutos en silencio. Los cafés de Tom y de Michael se habían enfriado. Había serrín en el suelo. A Michael le resultaba insoportable aquel silencio.

—Podemos ir los dos —protestó—. Se puede intentar.

—Debemos de estar rodeados —dijo Tom meneando la cabeza—. El único modo de que uno tenga una posibilidad es que el otro haga una maniobra de distracción.

—Pues déjame que la haga yo.

—Te necesito en Inglaterra con todo lo que sabes sobre Alejandría y al-Qurtubi.

Antes de que a Michael le diese tiempo a reaccionar, Tom se levantó, le dirigió una última mirada y enfiló hacia la puerta. Michael respiró hondo. No podía hacer nada. Se levantó a su vez y cruzó la cortina que separaba el local de la cocina. Alguien había dejado una
galabiyya
colgada de un gancho junto a la puerta. Michael se la echó por los hombros y se puso la capucha. Oyó que abrían la puerta, fuertes voces y un disparo. Abrió la puerta trasera justo a tiempo de ver a un
muhtasib
que corría por el callejón enfilando hacia la entrada principal del café. Seguía nevando. Oyó disparar un subfusil ametrallador. Al extinguirse las detonaciones, el silencio que siguió fue tan absoluto que se podía oír cómo se posaban los copos de nieve en el oscuro suelo.

Michael corrió hasta la bocacalle. Era consciente de que sólo disponía de segundos para tratar de huir. La calle transversal estaba desierta. Toda la atención de los
muhtasibin
se había concentrado en la entrada del café. Michael avanzó sigilosamente por la calzada cubierta de nieve.

Apenas oyó el «clic». Al volverse no vio más que sombras. Luego notó que algo se movía y apareció el holandés. Michael le apuntó, pero en seguida bajó el arma. El holandés tenía a Aisha firmemente sujeta por la muñeca y le encañonaba la sien. Michael dejó caer la pistola al suelo sin decir palabra. Seguía nevando.

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