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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (49 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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—No puedo marcharme —dijo al fin—. Estoy seguro de que usted lo comprende. Sigo siendo el custodio de…, de aquel lugar.

—Me temo que eso importa poco ahora.

—¿Que importa poco? —exclamó el sacerdote—. Pues no sé qué quiere que le diga. Es una responsabilidad que Dios me encomendó. Desentenderme de ella equivaldría a desentenderme del sacerdocio.

—¿Y no podría transferir esa responsabilidad a otra persona? A alguien más joven.

El sacerdote guardó silencio. La larga noche adquiría densidad, poblada de demasiados sonidos y demasiados silencios. Rebuscó bajo sus sucias y negras vestiduras y sacó una pesada llave que pendía de una fina cadena que llevaba colgada al cuello. Se la tendió a Michael con mano temblorosa.

—Se la ofrezco a usted —musitó—. ¿La acepta?

—Acaba de decir que es su responsabilidad…

—Debe pasar a otra persona…

—Pero no a mí. No soy sacerdote, ni siquiera creyente…

—Pero es usted la persona a quien yo elegiría.

Michael frunció el entrecejo.

—Por favor —dijo el padre Gregory—, acéptela. Si no quiere quedársela désela a alguien de su confianza —añadió acercándole más la llave.

Michael la tocó. Estaba fría, ennegrecida por los años. Menuda papeleta. Pese a los siglos transcurridos no se había roto. Michael la apretó entre sus dedos.

—Usted sabe a quién nos enfrentamos —susurró el padre Gregory—. Vio la pintura y estoy seguro de que comprendió —añadió, dejando que la cadena resbalase entre sus dedos.

Era como si, al desentenderse de la llave el anciano se quitase de encima un peso que había soportado durante demasiado tiempo. Incluso su expresión pareció más relajada. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No le prometo nada —dijo Michael con la llave en la mano.

—No es necesario. Usted sabrá qué hacer cuando llegue el momento.

Capítulo
LXV

V
io salir el sol en el desierto como una bola de fuego. Un viejo desierto, oscuro, traicionero y tempestuoso. Había relampagueado la noche anterior, nerviosos e iracundos destellos del cielo; él se había echado en el hueco que quedaba entre dos pequeñas dunas apelmazadas por la lluvia, sumido en el silencio, aguardando a que amaneciese. No muy lejos estaba el oasis de Bahariyya y la última etapa de su viaje. La carretera que conducía a El Cairo se veía perfectamente al otro lado del pueblo de al-Jadida. Estaba muy cansado.

Allí, con tiempo para pensar, había empezado a preguntarse si hizo bien al decidir volver a Egipto. Eran muchos los imponderables, e inútil tratar de anticiparse a ellos. A veces, tenía la sensación de haber perdido el sentido y de que tendría que pasarse el resto de su vida buscándolo.

Iba a ser muy duro para Linda y para sus hijos, pero eso ya lo sabía cuando decidió marcharse. Se preguntaba qué le dirían a su madre. Probablemente que era un traidor; que les había abandonado, traicionando su confianza. Quizá la acusaran, la hiciesen sentirse cómplice como esposa de un hombre que les dejaba en la estacada. Ella replicaría, por supuesto, diciéndoles en su cara que eran unos estúpidos mocosos que ni siquiera sabían de qué hablaban. Le parecía oírselo decir; oír cada palabra con su brusco acento de Yorkshire. Que eran unos estúpidos mocosos todos ellos.

Pero también sabía que ellos tenían sus artimañas, truquillos de comprobada eficacia para desarmar: contristadas sonrisas, cáusticas insinuaciones, maliciosas miradas enarcando las cejas, alevosas andanadas contra una persona vulnerable e influenciable. Porque se sentiría influenciable, pese a todo. Vulnerable, abatida, asustada y sola.

O quizá le pidieran que les tranquilizase, que les justificase de alguna manera su partida; algo que les permitiese creer que su padre había sufrido lo que educadamente llamarían «un cruce de cables», como si fuese un Bugatti averiado. No era infrecuente en su profesión, uno de los gajes del oficio; como el alcoholismo en los médicos o las fracturas de los especialistas que realizaban proezas a bordo de automóviles. ¿Se habría inventado algún cuento que contarles, de noches sin amor, de tensas entrevistas con el impaciente director de la agencia de su banco? ¿Les habría hablado de lo mucho que se preocupaba por sus hijos, por ella, por el gato y por los grifos que goteaban? ¿O les habría despachado con un buen rapapolvo, aferrándose a su sensatez como a un certificado de garantía?

Aunque Linda no era su mayor preocupación. Cuando obtuviesen lo que querían de ella, o cuando le hubieran dicho lo que querían decirle, la dejarían tranquila. No tendría mucho que temer mientras él estuviese ausente: sabía cómo esperar, al igual que las esposas de todos los que trabajaban para el Servicio de Inteligencia. Aguardar, tener paciencia, guardarse el temor y la ansiedad en uno de esos recónditos rincones que los ingleses nunca examinan. En el fondo, pensaba que quizá fuera mejor que le dijesen que había muerto. Liquidado.

Tenía otras cosas en las que pensar. Por ejemplo, qué haría Control en aquel momento. No en aquel mismo momento, claro. Aún no clareaba en Inglaterra, faltaban dos horas para que amaneciese. Haviland estaría durmiendo. Pero ¿qué soñaría? ¿En el título nobiliario que consideraba merecer desde hacía tanto tiempo? ¿En su nueva amante, al parecer escandalosamente joven y exigente? ¿O en la formación del más brillante y eficiente servicio de inteligencia en aquel mundo poscomunista de color rosa con el que soñaba?

Holly sabía muy bien cuáles eran las miras de aquel viejo cabrón. Le conocía hacía mucho tiempo y estaba harto de oírle fantasear mientras tomaba unas copas. En el sueño del director general, los amos del mundo se sentarían en tronos alrededor de una mágica mesa en una esterilizada estancia donde blancas cortinas se agitarían levemente movidas por la brisa del aire acondicionado: los americanos a un lado, los rusos a otro y, en el centro, Percy Haviland sonriéndoles beatíficamente. El rey de los duendes al fin entronizado, de acuerdo a lo esperable en tiempos tan sangrientos.

Aunque Holly no pudiera precisar su emplazamiento, en aquella fantasía acechaban los enanos de Mirkwood: al-Qurtubi y sus secuaces. Claro que, llegados a ese punto, dejaba de ser la fantasía de sir Percy para convertirse en su propia pesadilla: la patente paranoia de un veterano vigía de Oriente Próximo, que había interiorizado los consabidos temores sobre una conspiración para devolver la región a la Edad Media y resucitar los tiempos de la guerra santa.

De lo que no cabía duda es que algo pasaba. Algo que estaba muy lejos de ser una fantasía. Antes de marcharse se las arregló para levantar la liebre, aunque con cautela. Habló con un amigo del MI5, un tal Crawford. Era una persona en quien podía confiar y a quien se escuchaba en Whitehall. Incluso podía tener acceso al Primer Ministro si se lo proponía de verdad. Aunque incluso Crawford era vulnerable. Un paso en falso y se vería trabajando en el servicio de seguridad de cualquier empresa de tres al cuarto de Huddersfield, con tipos barrigudos y llenos de tatuajes. Holly no se hacía muchas ilusiones sobre lo que pudiera conseguir.

A Percy Haviland se le debían muchos favores. Se abrió camino prodigando sonrisas y manipulando muchas vidas. Se plantaba en la puerta de su pequeño café e invitaba a los viandantes a entrar. Arriba tenía un
meublé
, mesas de póquer y fumaderos de hachís. Quienes sabían lo que les convenía mantenían la boca cerrada y le dejaban seguir con su comedia. De lo contrario, los muchachos de Percy, se la cerrarían. Y para siempre.

Lo mejor, lo único que, dadas las circunstancias, Holly se atrevió a hacer, fue dejar el café, seguir calle adelante sin mirar atrás y abandonar la ciudad. Y allí estaba, viendo salir el sol desde aquel absurdo agujero de un lugar llamado al-Jadida.

Salió del saco de dormir frotándose los ojos y fue desde su agujero hasta lo alto de una duna. De una bolsa de piel que llevaba consigo sacó unos prismáticos viejos que había heredado de su padre. Se echó al suelo y los enfocó hacia la carretera. El coche seguía allí. Aguardaría media hora y luego bajaría. Confiaba en que el muchacho le hubiese puesto suficiente gasolina en el depósito, porque le había pagado generosamente.

Estaba lejísimos. Nunca había mirado tan a lo lejos con aquellos prismáticos. No veía moverse nada ni en la autopista ni por ambas cunetas. Escudriñó los alrededores del pueblo. Ni un alma. Empezaba a nevar. Vistos a través de los prismáticos, los densos y blancos copos se lanzaban en picado como pájaros. Volvió a guardar los prismáticos. Por dondequiera que mirase, el cielo se llenaba de nubes de nieve. La arena se tornaba blanca. La nevada arreciaba. Tenía que comer, por más frío que estuviese el desayuno.

X

Muchas son las ciudades que destruimos por su

perversidad
.

Corán, 22,45

Capítulo
LXVI

B
utrus emergió de un profundo sueño ahogando un grito de terror. Vio que tenía el hombro perfectamente vendado y que el espantoso dolor que lo había mortificado se había transformado en molestia. La ausencia del dolor le producía una intensa sensación de soledad. Nunca hasta entonces había estado tan ensimismado, tan acompañado por su cuerpo y sus pensamientos. El dolor había sido tan intenso, tan lacerante, que su mente parecía haber volado a lejanos confines. No recordaba prácticamente nada de las últimas veinticuatro horas, salvo quizás una difusa perplejidad, un caos hecho de sonidos, visiones y sensaciones sin orden ni concierto; todo ello visto, oído y sentido a través de un medio distorsionador como el dolor.

Respiro hondo. En algún lugar de su interior seguía agazapado el dolor. Sabía que sólo lo mitigaban los fármacos y que, en cualquier momento, volvería a la carga para torturarle; pero le habían extraído la bala y recompuesto el hombro, de manera que ya no temía morir. Ahora era sólo cuestión de tiempo y lo tenía de sobra. Todo el tiempo del mundo.

No había reloj. Igual podía ser de día que de noche. No tenía medio de saberlo, aunque tuvo la sensación de que debía de ser primera hora de la tarde. Había oído circular un carrito, ruido de platos y tazas servidos y recogidos.

Alguien le había dicho que estaba en una iglesia, pero era absurdo. Era un hospital. Había médicos y enfermeras de blanco y no había visto a nadie que, ni con mucho, tuviese aspecto de sacerdote. Bueno, eso no era del todo cierto: la noche anterior había visto a un sacerdote, a uno que el inglés llamaba «padre», un sacerdote copto, anciano ya.

Recordaba algo de las alcantarillas, pero del mismo modo que se recuerdan las pesadillas, espasmódicamente, sin secuencia lógica: agua, haces de linterna que enfocaban paredes recubiertas de musgo, un estrecho bordillo que se adentraba interminablemente en el hedor y la sombra. De pronto supo lo que tenía que hacer. Se incorporó en la cama apoyándose en el brazo derecho.

Recordaba a una niña. A una niña pequeña. Algo la atacó y luego desapareció. Se preguntaba qué habría sido de ella. Y también estaba allí Aisha con su amante inglés. Sí, se dijo, ya sabía exactamente qué tenía que hacer.

No le fue difícil bajar de la cama. Aún se sentía agarrotado y muy débil, y medio atontado a causa de la anestesia que le habían administrado; pero, al no sentir dolor, notaba que había recobrado su fuerza de voluntad. Podía conseguirlo, estaba seguro. Le habían instalado en un cubículo con una cortina a rayas a modo de separación. Su ropa estaba en una silla, todavía mojada e impregnada del hedor de las alcantarillas. Se quitó el pijama que le habían puesto. Temblando de frío y con un brazo en cabestrillo, logró a duras penas ponerse los pantalones. Le molestaba el roce de la pequeña cruz metálica que pendía de su cuello. Recordaba que ese objeto había tranquilizado a las enfermeras la noche anterior. No debían de vigilarle demasiado.

Logró introducir un brazo en la manga del chaquetón. Luego, se lo echó por el hombro izquierdo y se abrochó casi todos los botones. Quitó los cordones de los zapatos. No podía atárselos y, si los dejaba sueltos, los pisaría. Se alegró de que no hubiese espejo en aquel cuartito para mirarse.

Con sumo cuidado, fue hasta la cortina y miró a través de la abertura el cuarto contiguo. En seguida se orientó. Si aquello era de verdad una iglesia, debía de estar en la cripta. El hueco de escalera que se veía enfrente debía de conducir a las dependencias principales.

Había gente por allí, pero, a diferencia de lo que ocurría en los hospitales normales, no se palpaba sensación de apremio ni agitación. No se veían urgencias, ni ingresos, ni visitas. Todas las tareas estaban perfectamente distribuidas a lo largo del día y, salvo que algún paciente precisase asistencia inmediata, casi todo podía hacerse sin apresuramiento. En seguida cayó en que tendría que hacer algo para distraer la atención.

Aguardó hasta que no oyó nada fuera. Había un grupo de médicos y enfermeras alrededor de una de las camas, con toda su atención concentrada en el paciente. Estaban entre él y la escalera. Sigilosamente, salió de su cubículo y abrió la cortina del contiguo.

Perfecto. Había alguien profundamente dormido o inconsciente, rodeado de toda una parafernalia de equipo médico. Butrus entró y corrió la cortina. Aún no sabía qué iba a hacer, pero se dijo que algo se le ocurriría.

Y así fue. La persona que ocupaba la cama era una mujer, cincuentona a juzgar por su aspecto, y estaba entubada por todas partes. Sobre una consola contigua a la cama, unas pantallitas verdes reflejaban los latidos de su corazón y otras constantes vitales. Un cable de la consola se prolongaba hacia el exterior. Dedujo que debía de ser una alarma.

En un rincón había un carrito con una bandeja metálica, con dos bisturís y diversos instrumentos quirúrgicos. Butrus cogió uno de los bisturís y lo limpió en su chaquetón. No tardaría más que un instante en cortar dos de los cables que unían a la mujer a la maquinaria. La consola enloqueció. Las luces empezaron a parpadear. El gráfico que reflejaba los latidos de su corazón se encrespó antes de aparecer completamente plano. Empezó a sonar una alarma. Butrus no lo pensó. Se guardó el bisturí en un bolsillo del chaquetón y pasó al otro lado de la cortina, volviendo a su cubículo sin ser visto.

Todos estaban demasiado ocupados respondiendo a la alarma y averiguando de qué paciente se trataba. A los pocos momentos oyó pasos y que entraban en el cuarto contiguo. Gritos. Un carrito que se desplazaba rápidamente por el pasillo.

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