—¡Pero él…!
Se oyó un tenue ruido de rotura de cristales, casi tan tenue como el tintineo de la lluvia. Aisha se interrumpió y miró en derredor. Parecía proceder de la calle.
—Señora Manfaluti —prosiguió Fishawi—, ingresaron a su amigo aquí ayer con una herida de bala. El padre Yuannis me contó algo de lo que el señor Hunt le explicó anoche. Están ustedes implicados en actividades peligrosas. Si sabe algo acerca de lo ocurrido, por el amor de Dios, le ruego que me lo diga.
Volvió a oírse otro ruido procedente del exterior, como el del motor de un coche al cerrar el contacto: el silencio que siguió le recordó algo a Aisha.
Se había congregado un grupo junto a ella: dos enfermeras y otro médico, todos horrorizados. La herida que el padre Yuannis tenía en el cuello parecía boquear como un pez. El agua la había dejado exangüe. Trajeron una sábana y cubrieron el cuerpo.
Se abrió la puerta. El joven que estaba de guardia seguía en la entrada metralleta en mano.
—Se ha hecho un extraño silencio en la calle —dijo—. No me gusta. Algo pasa.
De pronto, Aisha lo recordó. También se hizo un silencio total alrededor de la librería antes de que entrasen a saco. El mismo silencio, tenso, salpicado de casi imperceptibles sonidos. Dio un paso hacia el joven que estaba de guardia.
—Rápido —dijo—. Pueden ser…
El pecho del joven le estalló en la cara. Vio un enorme agujero en aquel pecho, como si se lo hubiesen atravesado con un puño. El joven se quedó como petrificado, con una leve expresión de perplejidad, y en seguida se desplomó, abatido como una res en el matadero.
A nadie le dio tiempo a moverse. Un
muhtasib
apareció en la puerta y pasó por encima del cuerpo, manchándose los zapatos con la sangre del charco que se había formado. Llevaba una enorme pistola. Detrás iba otro individuo con un subfusil ametrallador.
Fuera, una cortina de nieve parecía descorrerse en la calle, una enorme e informe masa blanca.
E
l tiempo pareció detenerse mientras los que rodeaban el cuerpo del padre Yuannis se erguían o se volvían hacia la puerta. Aisha tenía la sensación de haberse quedado sin aliento. Tenía que esforzarse para respirar y para no vomitar. Miró a Fishawi y luego hacia la entrada. Todo le daba vueltas. Oía carreras y rugidos de motores. Alguien rezaba junto a ella. Una enfermera sollozaba.
En la entrada no había nadie. A ambos lados de la puerta dos
muhtasibin
montaban guardia, aparentemente desentendidos de la sangre que manchaba sus zapatos. Pareció transcurrir una eternidad. Y entonces apareció un hombre. Era un individuo alto, apuesto y muy bien vestido, como un profeta. Aisha adivinó en seguida de quién se trataba. La barba rubia, los ojos azules, la arrogancia de aquellos labios sin asomo de sonrisa.
Su rostro era completamente inexpresivo, la vacuidad personificada, la impasibilidad de la fe que ha orillado toda emoción o la ha ahogado alevosamente. Era capaz de matar por su Dios sin despeinarse. Tenía las manos suaves y las uñas cuidadas. Se le veía pulcro, limpio, defensor de la estricta observancia de toda clase de abluciones, de todas las virtudes teologales, salvo de la caridad. El cielo al que él aspiraba era un lugar inmaculado, blanco como la nieve que cubría las calles, un lugar aterrador en toda su extensión, salvo allí donde el rostro de Dios miraba a la eternidad sin pestañear.
Permaneció un largo rato en la entrada. No porque vacilase, sino para hacerles percibir su presencia, como un juez supremo. Aisha se sintió como pillada en falta; un sentimiento de culpabilidad le atenazaba el estómago, un viejo sentimiento de culpabilidad que aquel individuo resucitaba y que la atormentaba. Le miró con fijeza, observando la escrutadora mirada que, a su vez, le dirigía él.
El holandés le espetó una orden a uno de los
muhtasibin
. El agente le saludó y salió. Al cabo de un instante apareció Butrus en la puerta. Parecía derrumbado y dolorido, aunque no a causa del dolor físico. Le habían administrado morfina. No era un prisionero, por lo menos no de los
muhtasibin
. Había ido a ver al holandés por propia voluntad, para apelar a su piedad, cabía suponer, y había sido recibido con los brazos abiertos. Si todo iba bien, sus padres quedarían libres aquella misma noche y el inglés moriría. Ni siquiera en aquellos momentos estaba demasiado seguro de si le había impulsado más el deseo de ver libres a sus padres o de ver muerto a Hunt.
Butrus señaló a Aisha. El holandés asintió y se adentró un poco en la iglesia. Miraba a Aisha, y Butrus le seguía como un perrillo faldero. Le habían dado ropa limpia y ya no hedía ni temblaba. Oía a su madre susurrarle, enseñándole a rezar. Trató de mirar a Aisha, pero no pudo. Habría traicionado al mismísimo Dios por ella.
—Conduzcan a esta gente abajo —ordenó el holandés.
Un grupo de
muhtasibin
, fuertemente armado, asomó por la puerta. Irrumpieron en la iglesia, apresando a todo aquel que encontraban a su paso.
El doctor Fishawi se adelantó. Aisha vio que temblaba de pura indignación.
—No tienen derecho a hacer esto —protestó Fishawi—. Esto es una iglesia cristiana, un santuario. Todas estas personas son
ahí al-dhimma
, personas a quienes el estado musulmán garantiza protección.
El holandés no replicó.
—¿Me ha oído usted? —insistió Fishawi acercándosele—. La ley es muy clara respecto al trato que deben recibir los cristianos y las iglesias cristianas. Ni el califa 'Umar se hubiese atrevido a rezar en la iglesia del Santo Sepulcro para no suscitar el temor de que quisiera convertirla en mezquita.
—Esto no es una iglesia —replicó el holandés—. La han transformado ¿legalmente en hospital; usted, con la colaboración de otros cristianos y judíos. Deberán atenerse a las consecuencias —añadió con un enérgico ademán.
—Los hospitales son también lugares sagrados —replicó el médico—. Aquí hay enfermos. Muchos agonizan.
—Muertos —musitó el holandés.
Un
muhtasib
se acercó a él y le dio una pistola. El holandés la cogió, apuntó a Fishawi y le disparó a bocajarro.
Una de las enfermeras gritó; la otra se desmayó. El holandés le devolvió la pistola al
muhtasib
y asintió con la cabeza. Este se acercó a las dos enfermeras y les descerrajó dos tiros. Ambas murieron en el acto. Butrus se volvió de espaldas y vomitó en un rincón.
—Tú no te apartes de mi lado —le dijo el holandés a Aisha.
Butrus se acercó a Aisha mientras se limpiaba la boca de restos de vómito, pero ella le ignoró.
Los
muhtasibin
habían encontrado la entrada que conducía a la escalera y bajaban ya hacia el hospital. Cuando el último de ellos hubo desaparecido, el holandés cogió a Aisha del brazo y tiró de ella hacia la escalera.
—Por aquí —le dijo.
La cripta estaba llena de
muhtasibin
. La mayoría del personal había sido alineado contra la pared y a los demás los estaban llevando a rastras, después de sacarlos de la cama.
El holandés le hizo una seña al
muhtasib
que parecía estar al mando de los demás.
—Los otros también —dijo, refiriéndose a los pacientes—. Sin excepciones. Luego trae gasolina. Pegadle fuego a todo el edificio.
—Algunos están demasiado enfermos para sostenerse en pie —indicó el subalterno.
—He dicho sin excepciones.
El hombre tragó saliva, se volvió y ordenó a sus subordinados que sacaran a los pacientes de la cama.
—Hay una niña —dijo Aisha—. Una niña pequeña. No ha hecho nada malo. No le hagan daño, por favor.
—Ya ha oído lo que acabo de decirle a mi ayudante.
—Sí, pero esto es inconcebible. Enfermos… Una niña…
El holandés la miró con fijeza. Era una mirada dura, inflexible.
—¿Qué es peor, la enfermedad física o la espiritual? —preguntó—. Estas personas están contaminadas. Si las dejamos libres contaminarán a los demás.
—No sabe usted nada de estas personas. No son más que enfermos. No tienen la culpa de estar aquí.
—¿Culpa? ¿Quién habla de culpa? Los ángeles no te preguntarán por tus culpas cuando te interroguen en la tumba. Te preguntarán: ¿Cumpliste la Ley? ¿Oraste cuando debías? ¿Ayunaste? ¿Peregrinaste? La culpa es un concepto occidental. ¡Qué arrogancia!
Aisha vio que los
muhtasibin
empezaban a sacar a los pacientes de la cama. La mayoría estaban, efectivamente, demasiado enfermos para sostenerse en pie. Fueron llevados a la fuerza, arrastrados por el suelo y arrimados a la pared. Al padre Gregory le trajeron también y le alinearon junto a los demás. Aisha vio que uno de aquellos individuos salía de un cubículo con Fadwa en brazos. La niña estaba completamente despierta y lloraba asustada. Aisha quiso acercarse a ella, pero el holandés la sujetó del brazo.
—¡Por el amor de Dios! —gritó Aisha—. ¡Esa niña no es ni una asesina ni una adúltera! ¡Apenas tiene nueve años! ¡Ni siquiera la Ley religiosa se le puede aplicar todavía! ¡Apenas tiene uso de razón!
—Venga conmigo —le dijo el holandés, tirando de ella y obligándola a cruzar la sala hasta una alta alacena.
—Ábrala —dijo él.
Estaba llena de vendas, jeringuillas y fármacos. El holandés rebuscó por los estantes hasta que dio con una botella de alcohol para uso quirúrgico. De otro estante cogió una botella de agua destilada. Encontró un vaso graduado y lo llenó de agua casi hasta el borde.
—Esto es agua pura —dijo el holandés—, purísima. Muy diferente del agua que bebe todo el mundo en la ciudad —añadió mientras destapaba la botella de alcohol y vertía cuidadosamente una sola gota en el agua—. Beba.
Aisha hizo caso omiso.
—He dicho que beba.
Ella cogió el vaso y tomó un pequeño sorbo.
—¿Le sabe a algo? —preguntó él.
—No, por supuesto que no. Sólo a agua.
A Aisha le latía el corazón aceleradamente. No podía pensar más que en Fadwa. ¿Qué se proponía aquel demente? Vio que echaba otra gota en el vaso.
—Beba.
Ella tomó otro sorbo.
—¿Sigue sin saberle a nada?
Ella negó con la cabeza.
—El agua es legal —dijo él—. El alcohol es ilegal. Ya sé que nadie lo bebe así. Lo sé muy bien. Es sólo un ejemplo. Una sola gota no hace que el agua sea ilegal. No podría emborrachar a nadie, y es por la embriaguez por lo que está prohibido el alcohol. Dos gotas tampoco embriagan. ¿Por qué no cuatro entonces? ¿U ocho? ¿Por qué no cien gotas? Estoy seguro de que cien gotas no bastarían para embriagar. ¿Dónde está, exactamente, el límite? ¿Cuándo se convierte el agua en algo ilegal? En cuanto empieza uno a transigir, es fácil añadir otra gota, y otra, y otra más. Hasta que llega un momento en el que es el alcohol lo que predomina. Si te toco, no está bien, pero no es ilegal. Si te beso, sería reprobable, pero no sería adulterio. ¿Dónde nos detendríamos? ¿Por qué deberíamos detenernos?
El holandés se interrumpió y guardó silencio. Le acarició la mejilla. Era monstruoso sentir el contacto de aquel hombre. Ella retrocedió, pero él dejó resbalar el dorso de la mano por su rostro, sin sonreírle.
—Dime una cosa y, a lo mejor, te dejo marchar. ¿Dónde puedo encontrar a Tom Holly? ¿Se ha puesto ya en contacto con su amigo Michael Hunt?
Aisha no contestó.
—Supongo que te das cuenta de que le encontraré de todas maneras. Le han visto esta mañana dirigirse hacia El Cairo. Te facilitaría las cosas decirme dónde y cuándo van a verse.
Ella siguió sin responder.
—Muy bien. Puede que haya un medio más directo para convencerte.
El holandés le dio la espalda y cruzó la sala hasta donde habían alineado al personal y los pacientes junto a la pared.
—Ésa —dijo señalando a Fadwa.
Un
muhtasib
la separó del grupo. Volvía a sangrar y cerraba los ojos con claras muestras de dolor. El holandés la agarró del cuello con una mano.
—Ella será la primera gota —dijo volviéndose hacia Aisha, a quien ahora sujetaba Butrus.
El holandés abarcó fácilmente con su enorme manaza el cuello de la niña. Se oyó un murmullo. Un anciano se abrió pasó entre los
muhtasibin
y se acercó al holandés. Era el padre Gregory.
—Deje a la niña en paz —dijo—. Yo ocuparé su lugar.
El holandés aflojó la presión en el cuello de la niña y miró detenidamente al sacerdote, como sopesando su persona en comparación con la de la niña.
—¿Tan ansioso está de ver a su Dios?
El padre Gregory guardó silencio.
—Su vida por la de ella. ¿Es eso lo que quiere?
El anciano asintió.
—Muy bien.
El holandés volvió a pedir una pistola a sus subalternos. Un
muhtasib
le dio una y el holandés le ordenó al sacerdote que se arrodillase. El anciano lo hizo con toda la dignidad de que fue capaz, a pesar de lo mucho que le dolían las piernas y la espalda. ¿Qué importaba ya el dolor? El holandés apoyó el cañón en la frente del anciano. Al hacerlo, el sacerdote alzó la cabeza, le miró directamente a los ojos y musitó algo con voz queda, tan queda que sólo el holandés lo oyó. Aisha vio que éste se quedaba lívido, que la ira crispaba su rostro y que apretaba el gatillo haciendo saltar al anciano hacia atrás y caer de espaldas como un muñeco de trapo; su blanco pelo quedó empapado de sangre.
El holandés pareció tener que hacer un enorme esfuerzo para recobrar el dominio de sí mismo. Le temblaba la mano. Sus mejillas y labios estaban blancos como la cera y tenía la mirada perdida. Permaneció junto al cuerpo del anciano durante el largo silencio que siguió al disparo, como si temiera que se moviese. Pero el padre Gregory yacía inerme con la cabeza rodeada por un círculo de sangre.
El holandés se volvió bruscamente y cogió a Fadwa. La ira había desaparecido de su expresión, dejando paso a una redoblada frialdad. Recorrió la cripta con mirada desafiante.
Aisha gritó, pero él la ignoró. La niña no se tenía en pie. El holandés le encañonó la sien. Ya no le temblaba la mano. Volvió a mirar a Aisha.
—La primera gota —dijo, y apretó el gatillo.
Aisha se zafó de Butrus. En un furioso e irreflexivo arranque se abalanzó sobre el holandés, que ya lo esperaba y la recibió con un puñetazo que la dejó tendida en el suelo y aturdida. El holandés se dispuso a encañonarla, pero Butrus reaccionó inesperadamente llevándole el brazo a la espalda y sujetándoselo con fuerza.