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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (58 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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El holandés giró a la izquierda y no les quedó más alternativa que seguirlo.

A unos diez metros, al fondo del pasillo, había una puerta de madera, de pesadas planchas de sándalo y bisagras de cobre. La puerta tenía aspecto de ser de la misma época que la pirámide, pero habían instalado una cerradura y un cerrojo modernos. El holandés la abrió y les indicó que entrasen.

La estancia era oscura y pequeña. Una lámpara de cobre con un cabo de vela colgaba de un clavo contiguo a la puerta. El holandés sacó una caja de cerillas del bolsillo y lo encendió.

—Esperen un momento aquí —dijo—. Masud les vigilará.

—¿Por qué nos ha traído aquí? —preguntó Michael.

—A la doctora Manfaluti la he traído por su saber, y a usted… por lo que sabe. Hablaré con los dos después. En cuanto tengamos un momento se les dará de comer y de beber.

Sin añadir más, el holandés dio media vuelta y se alejó.

Le siguieron con la mirada por el pasillo. En la penumbra, parecía un espectro. Luego le vieron cruzar la puerta, que fue cerrada con llave.

Aquella estancia era otra cámara mortuoria, atestada de momificados restos de niños. Muchos de los vendajes estaban sueltos y dejaban ver carne reseca y blancos huesos.

Se sentaron en el centro, espalda contra espalda, para descansar un poco. Todo aquel horror no les impresionó mucho. La oscuridad era una vieja amiga; los huesos no eran más que huesos. El único rastro de vida eran las arañas.

—¿Y si nos quedamos dormidos y no despertamos? —dijo Aisha.

—¿Te gustaría?

—Puede. Quizás así soñásemos eternamente.

—¿Soñar? Estoy harto de soñar —dijo él.

Al pensar dónde se encontraban, en aquellos huesos con los que compartían la estancia, recordó dos versos de una pieza dramática de Yeats,
El sueño de los huesos
. Los susurró con voz entrecortada:

Los secos huesos que sueñan son amargos.

Sueñan y oscurecen nuestro sol.

—¿Qué es? —preguntó Aisha.

—Un poema. Un viejo poema.

Recordó más versos, pero no se atrevió a recitarlos:

Noche tras noche ella se sueña despierta

Y acoge en su pecho a un hombre que sueña.

Aisha se volvió para mirarlo. En la penumbra, apenas podían verse. Dejó resbalar los dedos por los labios de Michael y le acarició la mejilla con los suyos.

—No soy un sueño —dijo Aisha—. Nuestros cuerpos no son sueños.

Él le acarició la mejilla y el reseco pelo. Le desarmaba con su realismo, pero la realidad subyacía en la carne, en la piel y en los músculos. La realidad les rodeaba susurrando en la oscuridad: huesos amarillentos que soñaban carne, vacías cuencas que soñaban ojos, sequedad que soñaba humedad.

… y el búho que anida en la tumba

a cuyo pie levemente aletea.

—Te quiero —dijo—. Aunque no haya nada más.

Permanecieron un largo rato sentados en silencio. Oyeron toser a Masud, que montaba guardia al otro lado de la puerta y de nuevo se hizo el silencio. Michael se preguntaba qué estaría pasando, adonde habría llevado el holandés al Papa.

—¿Michael?

—¿Sí?

—En la pared de enfrente distingo una inscripción.

Aisha se levantó y descolgó la lámpara del clavo. Se acercó a la pared, alumbrándola. Se apreciaba parte de un gran fresco funerario en el que se veía al faraón haciendo una ofrenda a Anubis. Junto a la cabeza del faraón había pintada una inscripción en negro. Aisha se puso de puntillas y pasó la mano por encima. Era bastante legible. Lentamente, empezó a leerla.


«Hia't-sep medju, 'abdmedju, 'akht su 21, kher hem en netjer ne fer neb ta'wy nasut-bity
…». —Aisha hizo una pausa y tradujo—: Año 2, primer mes de la Crecida, día 21, bajo la Majestad del buen Dios, señor de las dos tierras, rey del Alto y del Bajo Egipto, Sesostris, hijo de Ra, Kha'kaure, a quien se le ha concedido vida eterna, Ra Harakhti… ¿Me sigues?

—Perfectamente.

—Kha'kaure es el primer nombre que aparece en las tarjetas para designar al faraón Sesostris III. Fue el quinto rey de la XII dinastía. No estoy del todo segura, pero eso le sitúa en la primera mitad del siglo XIX a. de C. ¿Quieres que siga?

Michael asintió.

—«Ptah Sur-de-Su-Muralla, Señor de Onkhtowe, Mut Señora de Ishru y Khuns-Neferhopte, elevados al trono de Orus de los Vivos como su padre Harakhti, por siempre jamás». —leyó Aisha—. Me temo que le daban muchas vueltas antes de ir al grano en aquellos tiempos —comentó—. «En este día se ha terminado de construir la pirámide que es el Gran Dios Ra en el horizonte de Atum.»—Perdona —dijo Michael—, pero no lo entiendo. ¿Creían que la pirámide era un dios?

—No —contestó Aisha—. Cada pirámide tiene un nombre. «La Pirámide Hermosura del Lugar» o «La Pirámide del espíritu de Ba». Esta se llamad
Re'em akhtAtum
.

Aisha se interrumpió de pronto, como si se hubiese quedado paralizada.

—¿Qué pasa, Aisha? ¿Qué te ocurre?

Ella le miró desolada, con los ojos desorbitados y expresión de pánico.

—¡Oh, Dios mío, Michael! Ya sé lo que es este lugar.

Michael sintió un estremecimiento.

—Se menciona en un papiro del período ptolomeico. Es lo que ocurre con la raíz de muchas palabras griegas. En la antigua escritura egipcia no se incluían las vocales, de manera que los griegos las intercalaron.

Aisha se quedó mirándolo implorante, como si su sólido sentido común inglés fuese a desestimar algo que ella sabía muy bien.

—Armagedón —dijo casi inaudiblemente—.
A Re'em akht Atum
se transformó en Armagedón, la madre de todas las batallas. Ahí es donde estamos. Eso es lo que simboliza este lugar.

Capítulo
LXXIX

E
staba preparado para muchas cosas, pero no para aquello. Sus captores le condujeron, con amabilidad pero inflexiblemente, a través de los largos pasillos y huecos de la pirámide hasta una alta puerta, una puerta de ébano con jeroglíficas incrustaciones de marfil, ininteligibles para él. Hacía un frío intensísimo en el interior de la enorme tumba —pues eso era lo que le parecía— y temió no volver a ver el sol. La amarillenta luz de las bombillas trataba en vano de disipar la oscuridad.

Le hicieron aguardar. No se sintió insultado por su laconismo ni por la falta de respeto a su ministerio. En una calle de Belfast había perdido todo el amor propio que pudiera haber tenido y ni siquiera el trono papal se lo había devuelto. Pero la amenaza de la fuerza, la mal disimulada disposición —casi ansiedad parecía— a recurrir a la violencia era algo que siempre había detestado y que le ponía enfermo.

El holandés se acercó a él con actitud pausada, serio, sin que al parecer le afectasen el frío ni la oscuridad.

—Llegó el momento —dijo.

Uno de los muleros abrió la puerta mientras el otro pasaba el brazo del Papa por su hombro y le ayudaba a entrar.

A primera vista no se distinguía qué clase de estancia era aquélla. La primera impresión fue de horrible oscuridad. Luego vio que estaba iluminada, pero no por bombillas, sino por centenares de cirios cuyas llamas temblaban por efecto del viciado aire, impregnado de olor a incienso, de un empalagoso aroma de exóticas y peligrosas flores que se superponía al olor a viejo del lugar, al abrumador tufo de la propia piedra.

La sensación que tuvo al entrar de estar en una iglesia se acentuó de inmediato. Las llamas de los cirios proyectaban sombras que semejaban aleteo de pájaros en las altas y pintadas paredes, en las que asomaban bajorrelieves representando a antiguos dioses, mitad hombres, mitad animales. Pero al fondo habían erigido un altar sobre el que pendía una enorme cruz dorada.

Le condujeron hasta el centro de la estancia, donde habían colocado una silla. El Papa se sentó de inmediato, agradeciendo el respiro. Aunque estaba sucio, sin afeitar, y necesitaba ir al lavabo. Sabía que debía conservar la calma, pero cada momento que pasaba el nudo que tenía en la boca del estómago se apretaba más.

Al mirar en derredor, vio que la cruz no era el único símbolo cristiano que había en la pirámide. A ambos lados del altar, sobre improvisadas peanas, había imágenes de santos modeladas en yeso. El altar estaba cubierto con un paño ornamental, ricamente bordado con hilo de oro, sobre el que había seis candelabros de oro y una gran cruz.

Unos instantes después de sentarse, notó que algo se movía al fondo, entre las sombras. Se le pusieron los pelos de punta al oír cánticos en latín. Un grupo de hombres, vestidos con sotanas como las de los sacerdotes católicos, surgió de entre las sombras y se alineó frente al altar.

El Pontífice trató de levantarse y de ordenarles que acabasen con aquella farsa, pero no le quedaban fuerzas.

Intuyó quién debía de ser el sacerdote que estaba en el centro, el que oficiaba la misa. Casi le decepcionó. Inconscientemente, esperaba otra cosa. Pero ¿qué era aquello en realidad? ¿Qué significaban sus pesadillas? Simbolizaban a un hombre, sin duda. ¿A la Bestia, quizá? ¿A un ser mitad hombre y mitad bestia, como aquellas viejas imágenes?

La misa prosiguió de acuerdo con el ritual antiguo; la entonada liturgia resonaba entre las paredes. El sacerdote no se equivocaba ni dudaba. Era como si hubiese hecho aquello toda su vida. No había asomo de burla en su voz, nada que delatase el sacrilegio que perpetraba.

Cuando hubo terminado, se volvió. Era un rostro corriente, pero sus ojos daban la sensación de que podían ver eternamente, en el silencio, en las profundidades. Alzó los brazos, los separó y volvió las palmas hacia afuera. Miró al Pontífice con la misma fijeza que un amante a su enamorada.

—Se terminó —dijo en voz alta.

El Papa cerró los ojos y ladeó la cabeza. Al abrirlos de nuevo, al-Qurtubi estaba junto a él, con la mirada baja y en silencio.

—Ha pasado mucho tiempo, Martin —dijo al fin en inglés, con marcado acento español y una voz bien modulada, aunque triste—. Más de treinta años.

El Papa guardó silencio. No dejaba de mirar escrutadoramente el rostro del hombre que tenía enfrente, tratando de reconocer las facciones del amigo que tuvo y que perdió hacía tanto tiempo. Estudiaron juntos en la Academia Pontificia de Roma, compartiendo habitación, intimando hasta el punto de considerarse más que hermanos. Creyó conocer a Leopoldo Alarcón y Mendoza casi tan bien como a sí mismo. Y entonces, un terrible día, Leopoldo desapareció. Luego, a los pocos meses, supo que su amigo se había convertido al islam. Los superiores de la Academia le interrogaron durante días y días. Después, los sacerdotes de la Congregación para la Propagación de la Doctrina de la Fe, hasta aburrirle a preguntas. No pudo decirles nada porque nada sabía.

—¿Qué te ocurre, Martin? ¿Tienes miedo de mí? ¿Crees que soy un fantasma? Pues soy real. Muy real, no te quepa duda —le dijo al-Qurtubi.

—Me preguntaron por qué —dijo el Papa— y no pude decírselo. Me lo ocultaste todo, todo lo que de verdad pensabas, todas tus tentaciones.

—No lo hubieses entendido, ni lo comprenderías ahora.

—Aunque así sea, tengo derecho a saber por qué. Al fin y al cabo es lo que nos ha conducido a esto.

Al-Qurtubi agachó la cabeza unos instantes. Luego alzó la vista y miró con fijeza al Papa.

—¿Recuerdas que, en el otoño de 1968, fui a casa? Durante mi estancia visité la mezquita de Córdoba. Era la primera vez que ponía los pies allí. Iba solo y me perdía entre tantas columnas y tantos arcos, como si me adentrase en un espeso bosque. No había turistas aquel día. Hacía mal tiempo y tuve la mezquita para mí solo. Podía oír la piedra, olvidar quién era y lo que era. Me sentí desnudo, como si me hubiesen despojado de todo salvo de lo que yo era en el fondo de mi corazón. Y lo que vi me pareció detestable. Habían construido una catedral en el centro de la mezquita, algo horrendo, una barroca monstruosidad. La construyeron para simbolizar el triunfo de la fe cristiana, pero producía el efecto contrario. Quedaba empequeñecida por la sencillez del edificio en el que se asentaba. Rezumaba avidez, arrogancia y poder, y al verla me percaté de que todo aquello en lo que había creído no era más que polvo. Sólo eso. ¿Lo ves? No lo entiendes.

—Al contrario —dijo el Papa—. Comprendo tu conversión. Lo que queda fuera del alcance de mi comprensión es por qué deformar alto tan sencillo convirtiéndolo en algo monstruoso.

—¿Monstruoso?

—Matar es monstruoso.

—No. Lo que es monstruoso es plegarse a la injusticia.

—¿Puedes tú hablar de justicia? Me has obligado a venir aquí en contra de mi voluntad…

—Nadie te ha obligado. Puedes marcharte cuando quieras.

—Se me amenazó.

—Nadie te ha amenazado.

—Dijiste que…

—Dije que, si no venías, tendría que tomar medidas contra los coptos. Eso sí es verdad. Amenacé sus vidas para atraerte aquí, pero nunca amenacé la tuya. Podías haber hecho caso omiso de mi mensaje y seguir tu viaje tal como tenías previsto.

—Eso es una falacia. No me dejabas alternativa.

—Lamento contradecirte. Dejé la cuestión enteramente en tus manos y tú optaste por venir. Decidiste estar junto a mí precisamente hoy. Era tu destino.

—¿Y qué quieres de mí?

—¿No lo sabes? ¿No lo adivinas?

El Papa guardó silencio.

—Ambos somos actores, Martin, trovadores, máscaras. Hemos construido nuestro propio escenario con la fe de los demás. Nos ponemos la máscara y representamos nuestros rituales para su entretenimiento. Nos creen cuando les decimos que irán al cielo y nos prodigan largos y fuertes aplausos. Mira a tu alrededor, mira las máscaras de los antiguos dioses. Todo ha sido un juego, siempre fue un juego: el Teatro de la Divinidad. Fui sacerdote y ahora soy el Anticristo. Mañana podría ser perfectamente otra cosa.

—Te excomulgaron.

—¿Y crees que eso influye lo más mínimo? Estoy escribiendo el guión. Te he traído para que representes tu papel y puedo hacer que regreses con la misma facilidad… Me gustaría que hablásemos, Martin. En treinta años suceden muchas cosas. Tenemos mucho que decirnos, pero no hay tiempo. Esta pirámide es el último monumento pagano que queda en Egipto. Con su destrucción empezará una nueva era. La he hecho minar de arriba abajo con potentes explosivos. Dentro de… una hora —precisó mirando su reloj—, no será más que un montón de escombros. Inmediatamente después, cursaré la orden que autorice la Fath al-Andalus en Europa. Occidente está a punto de pagar por su engreimiento y agresividad. Cuando remita el pánico inicial, plantearé mis exigencias. Cuento con que se acepten todas y cada una de ellas. Los Gobiernos de todos los estados europeos dispondrán de veinticuatro horas para responder con sólidas garantías. Si no lo hacen, el terror proseguirá. Y después volveré a plantear mis exigencias.

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