Aguardó a que todo se calmase y luego se asomó. El camino estaba expedito. Todo el personal médico de servicio se había concentrado en la sala de emergencias. En su planta no quedaban más que pacientes. Entonces o nunca. Salió del cubículo y cruzó de prisa la larga estancia sin mirar atrás. Le latía el corazón aceleradamente. Debía de tener taquicardia, porque se sentía medio mareado, y pensó que no lo conseguiría. Apenas había recorrido unos metros y ya le daba vueltas la cabeza. Temía oír de un momento a otro pasos tras él. No había olvidado las persecuciones por los callejones, los disparos en la oscuridad.
Llegó a la escalera sin ningún tropiezo. En el rellano se sintió ya a salvo. Se detuvo para recobrar el aliento y esperar a que remitiese el mareo. Hacía mucho que no comía. Estaba mareado y hambriento pero tenía que seguir adelante.
Subió lentamente la escalera. De momento había suerte. Sólo necesitaba llegar a la calle. Le hubiese gustado ver a Aisha por última vez, pero se dijo que, pensándolo mejor, quizá fuese preferible no verla. No haría más que aturdirlo. No dudaba de qué era lo que debía hacer. Apretó los dientes y siguió subiendo. ¿Y si el analgésico dejaba de hacerle efecto antes de llegar a su destino? En tal caso, alguien le socorrería.
Al final de la escalera había una puerta de madera. Incluso desde allí olía a iglesia, a santidad, a cera y a incienso. Entreabrió la puerta y se asomó. La nave estaba vacía. A la derecha había una capilla repleta de imágenes y en la baja bóveda asomaba un Cristo pantocráter rodeado de dorados serafines en un cielo pintado. Recordó su infancia, el elocuente misterio de la liturgia, recitada en una lengua que sólo los sacerdotes conocían. Los cirios y las sombras que proyectaban sus llamas, los tenues halos de los rostros de los feligreses y su propio rostro, sus propias mejillas. Pensar en ello hizo que se avergonzara de sus planes.
Estaba ya muy cerca de la puerta cuando una voz le detuvo. Al volverse vio que una persona se acercaba rápidamente a él desde una de las capillas. Era un joven con tejanos y camiseta. No tuvo fuerzas para echar a correr.
El joven se plantó delante de él. Le dirigió una extraña mirada y luego respiró profundamente, como si se sintiese aliviado.
—Perdone… —le dijo—, creí que… Pero ¿no es usted el que trajo el señor Hunt anoche? ¿Qué demonios hace? ¿No irá a decirme que el doctor Rashid le ha dado el alta en su estado? Y con esa ropa…
—¿Quién es usted?
—Perdone, estaba semiinconsciente cuando le trajeron anoche. Soy el padre Yuannis. Ésta es mi iglesia. Permítame que le diga que no entiendo lo que pasa. Me dijeron que necesitaría un par de días de reposo, como mínimo.
—Debo irme. Hay cosas… Tengo cosas que hacer.
—No lo dudo, pero está usted enfermo. El hombro no le va a cicatrizar así como así. Si se marcha ahora, no podremos readmitirle, ¿no lo entiende? Y no hay ningún otro lugar adonde pueda acudir. No encontrará analgésicos, ni vendas, ni antibióticos en ninguna otra parte.
—No importa. Vamos a morir todos.
—Eso no es cierto —dijo el sacerdote pasando el brazo alrededor del hombro izquierdo de Butrus, por donde la hombrera le quedaba levantada a causa del aparatoso vendaje.
Butrus trató de desasirse, pero Yuannis le sujetó tan firmemente como pudo. Butrus metió la mano derecha en el bolsillo del chaquetón y empuñó el mango del bisturí.
—Venga conmigo —dijo Yuannis—. En cuanto esté un poco mejor podrá hacer lo que quiera.
Las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de Butrus.
—Tranquilo —le susurró el padre Yuannis—. Ha estado sometido a una fuerte tensión. Luego hablaremos tanto como quiera.
—Perdone, padre. Perdóneme. Ella debía haberme amado a mí.
El sacerdote le miró a los ojos y vio en ellos un destello de sufrimiento.
—Perdóneme, padre.
El bisturí estaba muy afilado. Fue tan fácil como acabar con un gatito; un simple movimiento de la mano hacia el cuello, y el bisturí hizo el resto.
E
n la Ciudad de los Muertos era un día como otro cualquiera. Como de costumbre, el sol formaba sobre las tumbas un entramado de luces y sombras. Como de costumbre, la ciudad de El Cairo no era más que un temblor y un murmullo de intenso tráfico, transportados por la tenue brisa de la tarde. Los muertos seguían tan muertos como siempre y los vivos tenían que seguir adelante. No quedaba allí nadie que no tuviese más remedio que quedarse: los muertos porque estaban muertos y los pobres porque eran pobres. Como siempre.
Tom Holly había estado allí demasiadas veces para que el lugar le resultase extraño o le impresionara. Iba por una de las callejas que quedan al norte de Jandaq Marwan. A un par de metros, dos famélicos perros se disputaban un trozo de carne. Desde la entrada de una tumba otomana, un niño le miraba con grandes y obsesivos ojos. Se oía la voz de una mujer desde la calle de al lado; una voz aguda, algo aflautada, que cantaba una melancólica canción sobre el fin del amor. La nevada había arreciado y no tenía trazas de remitir.
Al sur y al este de El Cairo había dos grandes cementerios que se extendían entre la ciudad y las lomas de Muqattam, a lo largo de más de tres kilómetros. Qarafa al-Kubra era el más grande. Llegaba desde el extremo sur de la Ciudadela hasta el límite de la urbe. Era como una pequeña ciudad, con sus calles, sus casas, sus tiendas y sus cafés; y no faltaba el suministro de agua y de electricidad. La única diferencia es que no eran moradas para los vivos lo que allí había, sino para los muertos.
Aunque no era del todo un lugar triste, se dijo Tom. Las mujeres habían colgado la ropa para que se secase en alambres sujetos entre un mausoleo y el siguiente. La ropa estaba rígida a causa de la escarcha y de la nieve; tanto, que casi parecía de cartón. Los niños jugaban en las largas y simétricas calles llenándolas de gritos y risas, y los hombres estaban sentados en los bares tomando café y fumando. Sin embargo, resultaba difícil desentenderse del hecho de que, tras esta o aquella fachada, bajo aquel suelo, tras cualquier puerta, había montones de huesos en descomposición. Por la noche las sombras invadían las calles. Las sombras y la idea de las sombras.
El mausoleo que Tom buscaba era una pequeña
qubba
, una tumba abovedada en la que se encontraban los restos de Sidi Idris al-Fasi, un santo varón marroquí fundador de una orden mística sufí de El Cairo, a finales del siglo XVIII. Su descendiente, el
shayj
Ibrahim ibn Fadl Allah era ahora la cabeza visible de la orden idrisiyya. El principal centro de la hermandad se encontraba en al-Jamaliyya, pero el
shayj
había optado por vivir allí, en la tumba de su antepasado, junto a los restos de su padre, su abuelo y antepasados más lejanos. Todos los jueves por la noche solía llegar un coche para llevarle a la ciudad, donde instruía a sus discípulos en la
hadra
de acuerdo con los ritos establecidos por Sidi Idris. Una vez al año, derviches de todo Egipto se reunían en la Qarafa para celebrar su
mulid
, el aniversario del nacimiento de su fundador. Ahora, las órdenes estaban prohibidas; sus ceremonias habían sido declaradas ilegales, al igual que todos sus ritos. Bajo el nuevo régimen, sólo estaba permitido el islamismo más ortodoxo.
Tom encontró al
shayj
Ibrahim sentado en un cuartito encalado, sobre una alfombra y con las piernas cruzadas, leyendo un devocionario sufí. Se quedó en la puerta un largo rato, aguardando a que el
shayj
reparase en él.
El
shayj
Ibrahim alzó la vista y miró con fijeza a Tom. Luego cerró el devocionario.
—Le esperaba —dijo.
—Perdone —dijo Tom—, no he tenido más remedio que venir.
—Siéntese. Le diré a Fuad que traiga café.
El
shayj
dio una voz y al instante apareció un muchacho. Tendría unos catorce años. Era muy expresivo y tenía el cutis tan suave y terso como el de una niña. El
sbayj
le indicó que preparara café. El muchacho hizo una leve inclinación de cabeza y salió de la estancia, sonriéndole a Tom al salir.
Este se sentó frente al
sbayj
Ibrahim con la espalda apoyada en la pared. El
mursbid
permanecía en silencio, con los ojos fijos en el rostro de su visitante. Llevaba el hábito de los derviches: túnica larga de lana, turbante y un largo rosario colgado del cuello. Sostenía otro en la mano, cuyas cuentas pasaba lentamente. En la pared que quedaba detrás de él había un rosario gigantesco, del tamaño de un hombre, colgado de dos ganchos. Al lado había láminas enmarcadas con textos religiosos, versículos del Corán hábilmente dispuestos en forma de león, de árbol o de mezquita. Y había varias pequeñas alacenas llenas de libros. Un empalagoso olor a incienso impregnaba el aire. Tom se sentía agobiado, sofocado. Una estufa de petróleo que había en un rincón hacía aún más irrespirable el aire de la estancia, en la que una lámpara de aceite daba la impresión de proyectar más sombras que luz.
—He venido solo —dijo Tom.
—Solo no, con Dios. Está más cerca de usted que su yugular.
Tom asintió, recordando otros encuentros como aquél. Antes iba en busca de sabiduría; ahora buscaba allí algo muy distinto. Se dijo que ya había llegado la hora de dejar la sabiduría para los sabios.
—Con Dios entonces.
—Rezo para que vaya también con Dios al partir.
Se abrió la puerta y apareció el muchacho portando una bandeja con dos vasos y una cafetera de latón. Vestía una sencilla
jalabiyya
de algodón listada, pero llevaba el pelo bien cortado y abrillantado. Al verle sonreír, Tom advirtió que tenía una dentadura perfecta, unos dientes como pequeñas perlas blancas. Tenía los ojos verdes y las pestañas largas y sedosas. Tras llenarles los vasos, el muchacho hizo una inclinación de cabeza y salió. Tom se quedó mirándolo mientras cerraba la puerta y luego se volvió hacia el
shayj
.
—¿Ha averiguado algo? —le preguntó.
El
shayj
asintió.
—Perdone —dijo Tom—, hubiese preferido no mezclarle en esto.
—¿Y qué le hace pensar que ha tenido usted algo que ver?
—Le pedí ayuda. Que indagase, que averiguara cuanto pudiera.
—Fui su maestro —replicó el
shayj
—, como lo fui de usted. En parte, soy responsable de que sea como es. De haber sido un mejor guía, puede que él no hubiese seguido por ese camino.
—Al-Qurtubi se habría convertido en lo que es pese a lo que cualquiera hubiese podido hacer. Estaba escrito.
El
shayj
Ibrahim frunció el entrecejo. Sin replicar, se dispuso a tomar un sorbo de aquel café aromatizado con grana del paraíso.
«Bismi'llah
», musitó antes de beber. Miró escrutadoramente a Tom, sopesando toda su persona con invisibles balanzas.
—¿Qué ve? —le preguntó.
—A usted, la estancia…
—En modo alguno —replicó al
shayj
negando con la cabeza—. No ve usted ni lo uno ni lo otro. Cree usted que lo ve, pero es un puro espejismo. Ibn al-Arabi dice:
«fa'l—'alam mutawahham, ma lahu wujud haqiqi
». El mundo no es más que un espejismo, no tiene existencia real. Eso significa «imaginación». Se cree que el mundo es algo separado de Dios, pero en realidad no es así… Usted mismo no es más que imaginación y todo lo que percibe es imaginación. Todas las cosas son mera imaginación de imaginación.
La teología de Tom no estaba para esos trotes.
—Pero ¿no decía también Ibn al-Arabi que el mundo es Dios que se manifiesta? ¿Que su realidad procede de Su realidad?
—Eso es tradición —respondió el
shayj
—. Todos los hombres están dormidos. Sólo cuando mueren despiertan —añadió recorriendo con la mirada la oscura estancia—. ¿Me ha dicho que veía este cuarto? ¿Qué vería si pudiese mirar más allá de estas paredes?
—Los huesos de sus antepasados.
—En modo alguno —replicó el
shayj
sonriendo para sus adentros, como si bromease consigo mismo—. Lo que usted ve es una
silsila
, una cadena iniciática que me conecta con el Profeta. Y al Profeta con el Espíritu Santo. Y al Espíritu Santo con Dios. Pero ¿y si le dijera a usted que, a pesar de ello, a pesar del poder que Dios me ha conferido, le temo a ese hombre?
—Me sorprendería.
El
shayj
frunció el entrecejo y posó el vasito de café con suma delicadeza en el tosco suelo de piedra.
—Se sorprendería porque está dormido, porque todo lo que ve, oye y siente es un sueño. Este es el propósito de nuestro camino, despertar a los hombres antes de que mueran. Pese a ello, tengo miedo. Usted sabe lo que es, quién es.
Tom observaba cómo los dedos del
shayj
desgranaban las cuentas del rosario; las oía entrechocar. Ladeó la cabeza. No le resultaba fácil razonar con lógica. El calor, las sombras y el olor que despedía la estufa de petróleo, mezclado con el del incienso, le aturdían.
—¿Qué ha averiguado? —preguntó.
—Se propone desatar la campaña terrorista en Europa mañana —contestó el
shayj
suspirando—. Los anteriores atentados no han sido más que un anticipo. Una manera de mostrar lo que es capaz de hacer. Tiene a toda su gente preparada y dispone de los explosivos y el armamento necesario.
—¿Sabe dónde piensa actuar?
—Lo único que sé es que en sus planes figuran las iglesias y las sinagogas.
—Necesito más información —dijo Tom exasperado—. Tenemos que evitarlo.
—Claro —asintió el
shayj
—, pero mi contacto corre un enorme riesgo.
—Lo sé. Pero están en juego centenares de vidas. Necesitamos más datos.
El
shayj
vaciló. No porque temiera revelar lo que sabía, sino porque se había pasado la vida sopesando las consecuencias de todo conocimiento y de toda acción.
—Si le cuento lo que sé, lo incitaré a actuar de una manera que, probablemente, usted preferiría evitar.
—He de pechar con lo que sea. Las cosas han ido demasiado lejos.
—Sí —musitó el
shayj
—, demasiado lejos —añadió mirando contristado a su viejo amigo—. Muy bien. ¿Qué sabe de la proyectada conferencia ecuménica que se celebrará en Jerusalén a primeros de año?
—Lo que todo el mundo —respondió Tom encogiéndose de hombros—. Que asistirá el Papa y otros líderes religiosos.