El nombre de la bestia (57 page)

Read El nombre de la bestia Online

Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El nombre de la bestia
4.31Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Esto es absurdo. No pueden obligarle a ir a ninguna parte sin acompañante. Debo quedarme con él.

—Ya le he dicho que su presencia deja de ser necesaria a partir de este instante —repuso el holandés sin alterarse—. Y si se pone muy pesado haré que le peguen un tiro; a mí me da igual. ¿Me he explicado con claridad?

—Vuelva con ellos, Patrick —dijo el Pontífice, posando la mano en el brazo de Nualan—. No me pasará nada. Si quiere ayudarme, rece por mí. Y procure salir indemne. Necesitaremos un testigo de todo lo ocurrido para cuando llegue el momento oportuno.

El padre Nualan se disponía a protestar, pero el Papa le atajó aumentando la presión en su brazo.

Eran en total cuatro muleros, que, además del animal que montaban, llevaban a otro de la brida. El que iba al mando abrió la alforja y sacó cuatro gruesas
galabiyyas
. El holandés cogió una y pasó las demás a la parte de atrás del automóvil. Al abrirse la puerta notaron un intenso frío. El padre Nualan ayudó al Papa a ponerse la prenda.

—Quisiera que tratase de obligarles a que le acompañe —le susurró.

—No es conveniente, Patrick —repuso el Papa—. Sería capaz de matarlo. Es mejor que regrese. Y dígales a los demás que estoy bien.

—¿Ha adivinado quién es el otro prisionero? —le susurró el padre Nualan al Papa mientras se daban un breve abrazo.

—No.

—Es Michael Hunt, el hermano de Paul. Tal vez él pueda sacarle de esto.

—No quiero violencia.

—Quizá no le quede otra alternativa, llegado el momento.

El holandés se acercó para separarlos. Mantuvo la puerta abierta y le ordenó al Papa que bajase. Luego se apearon Michael y Aisha. El
muhtasib
sacó una llave del bolsillo y les quitó las esposas. Los muleros ayudaron al Pontífice a subir al mayor de los mulos, un ejemplar blanco de pulida brida y lustroso manto, preparado especialmente para él. Los muleros se mostraron amables, aupándole con cuidado y sujetándole hasta que logró mantenerse en equilibrio a lomos del paciente animal. Si la escena les resultaba chocante, no lo exteriorizaron. A Michael y a Aisha les indicaron cuáles eran sus monturas.

Aparte de una breve conversación susurrada entre el holandés y el jefe de los muleros, nadie abrió la boca. La pequeña caravana se adentró en la garganta a buen paso. Sólo se oían los cascos de los mulos sobre la grava del pedregal.

El desfiladero parecía prolongarse sin solución de continuidad, internándose con continuas vueltas y revueltas en el corazón del desierto. Descendieron por la pendiente bastante por debajo del nivel del mar; y sin embargo, a cada kilómetro que recorrían las paredes del formidable cañón parecían más altas, casi impidiendo distinguir el pespunte de estrellas.

La poca luz que lograba filtrarse hasta el fondo de la garganta se reflejaba, trémula, en rodales de escarcha semejantes a plazas de plata que enjoyaban el pedregal. El frío, vivo e intenso, calaba los huesos; un frío galáctico, extraterrestre, como si jamás lo hubiese mitigado ni un ápice de calor, ajeno a todo lo que éste significaba. A pesar de las gruesas
galabiyyas
, temblaban de frío a lomos de sus monturas. El Papa se dijo que, si no llegaban pronto a algún lugar donde estuvieran a cubierto moriría a causa de la baja temperatura. Iba a pocos pasos del holandés, sin perder de vista su encorvada y encapuchada figura. Michael y Aisha cabalgaban detrás en silencio. Ambos sabían que era imposible huir en aquella desolación. A menos que considerasen la muerte una huida.

Capítulo
LXXVII

París

22.30 horas

A
l norte de la Rue de Rivoli, en el barrio parisino de St. Gervais se halla una pequeña barriada judía entre los vetustos palacetes que ahora albergan distintas instituciones en el Marais. En la Rue des Écouffes, entre una carnicería donde se vende carne preparada para los judíos y una panadería donde se vende challa, se alza una pequeña sinagoga ortodoxa. La calle se hallaba desierta. Todo el mundo estaba en casa para celebrar el Sabbath. Nadie reparó en el joven vestido de oscuro que abrió la puerta de la sinagoga y entró. Llevaba una pequeña bolsa colgada del hombro.

La única luz procedía del
ner tamid
, una pequeña lámpara de aceite que ardía frente al arca donde se guardan los rollos de la Torá. El intruso se alumbró con una linterna y fue resueltamente hacia la
bimah
, una alta y elevada plataforma en el centro de la nave. Todo había sido planeado con la conveniente antelación.

Se agachó y sacó un paquete de la bolsa. Colocó la bomba en la lisa superficie de la
bimah
y ajustó el mecanismo de relojería. Luego, con sumo cuidado, colocó la bomba bajo la mesa de lectura, donde quedaba oculta bajo un grueso paño que llevaba bordada la Estrella de David. Todo estaba en silencio. No había nadie que pudiera entorpecer su misión. Bastó accionar un pequeño interruptor para cebar la bomba. Explotaría doce horas después, durante el servicio religioso de la mañana.

El activista cerró la cremallera de la bolsa y volvió sobre sus pasos, sin que nadie le viese ni sospechase.

Dos portales más allá de la sinagoga, en uno de los apartamentos del tercer piso de un edificio, Chaim Hersch escuchaba a su hijo leer unos pasajes de la Torá. El muchacho celebraría al día siguiente su Bar Mitzva, momento a partir del cual se le invitaría a leer por primera vez la Torá en la sinagoga como un adulto.

—Creo que ya estás preparado —dijo Hersch.

Se sentía orgulloso de su hijo y de la facilidad con que leía en hebreo sin necesidad de que le apuntasen. Toda la familia iría a verle y luego lo celebrarían.

—¿Estuviste nervioso en tu Bar Mitzva, padre? —preguntó el chico.

—Pues claro —repuso Hersch—. Es un gran momento. Pero verás cómo lo haces bien. No te preocupes. Todos los que asistan estarán de tu lado.

El muchacho sonrió.

—Me parece que ya es hora de que te acuestes —dijo su padre—. Mañana no puedes retrasarte.

XII

… al ver que la Bestia era y ya no es, pero que reaparecerá
.

Apocalipsis, 17,8

Capítulo
LXXVIII

E
l alba se abría paso por los resquicios de un grumoso y ennegrecido cielo. La humareda del incendio de El Cairo se había desplazado hacia el oeste y hacia el sur durante la noche, formando una nube tóxica que oscurecía la tierra. Michael temblaba, tras un inquieto duermevela. Veía delante al Papa y al holandés recortándose en la grisácea luz.

Avanzaban cansinamente, en silencio; ocho mulas por un mar de blancura. Sólo se detuvieron unas horas durante la noche, para cenar y dormir. La escarcha asomaba en la nieve como añicos de vidrio. Por el este, un iracundo sol se alzaba hacia el cielo.

Al poco, justo frente a ellos, al final de una larga pendiente, a cosa de un kilómetro y medio, la vio. Lo que creyó que era simplemente oscuridad, una larga franja que cruzaba el horizonte, era en realidad una enorme y simple muralla de piedra que casi parecía circundar la Tierra. Conforme el sol iba elevándose y la luz se hacía más intensa, la muralla parecía surgir de la oscuridad en la que permanecía oculta; kilómetros y kilómetros de ladrillos y piedras unidos con argamasa, elevándose entre la cegadora blancura de la nieve, como una mole hecha de sombras y miedos: miedo de la epidemia, miedo de Dios, miedo de un mundo exterior cada vez más complejo e inestable.

Ante aquel muro no resultaba difícil autoconvencerse de que el mundo terminaba allí, de que más allá no había sino vacío y locura. Y, cuando al fin se sobrepusiesen a sus temores, cuando lo desconocido dejase de parecerles amenazador y de nuevo les sedujera, sería muy sencillo instalar torretas con focos, alambradas y nidos de ametralladoras: sería tan sencillo impedir la salida como ahora la entrada.

Sin embargo, pese a sus colosales dimensiones, no fue la muralla lo que atrajo su atención; porque, en aquel lugar, la muralla quedaba en segundo plano ante algo más grandioso, y antiguo: una pirámide negra y reluciente como la que veía en sus pesadillas, aunque más alta y más siniestra. Pero ahora no dormía. No estaba soñando, no. Lo que veía frente a él era piedra.

Casi todos repararon en la pirámide al mismo tiempo. Michael advirtió que el Papa se erguía en la silla como al acecho. Le vio levantar un brazo, como si quisiera protegerse de un golpe, y luego dejarlo caer con desmayo. Antes, mientras iban en el coche, se fijó en lo cansado que parecía el Pontífice; cansado y desconsolado.

La pirámide se deslizaba inexorablemente hacia ellos desde un denso banco de bruma, como un barco que surgiera en alta mar de entre la niebla. Una negra nave, una nave apestada, un buque fantasma venido del pasado, a la deriva en profundas aguas de tierra adentro.

Siguieron cabalgando por un pequeño paso que se abría entre dunas. A ambos lados distinguían las semienterradas formas de las esfinges de basalto, dos largas hileras que conducían a un alto portón que se abría en uno de los lados de la pirámide. Tras un velo de helada arena, dos hileras de brutales rostros les contemplaban.

Habían retirado todo rastro de excavación. No había camiones, ni zapadores, ni brigadas de obreros desfilando con cestos llenos de piedras al hombro. En la parte superior del flanco este de la pirámide, un trozo de lona alquitranada que un obrero había dejado colgando se agitaba ruidosamente con el viento de la mañana. Reluciente, resbaladiza a causa de la escarcha, la lisa y suave superficie de la gigantesca mole brillaba bajo el sol. Era como un lago de oro negro que se alzaba hacia el cielo, sin más que un tenue contacto con la superficie. Daba la impresión de que, de un momento a otro, se les vendría encima. Poco importaba de lo que estuviese hecha: los ahogaría en petróleo, o en vidrio, o en piedra, enterrándolos en la fría arena.

Había luz en la puerta, una tenue luz blanca que no hacía más que resaltar el color negro de la mole. La entrada estaba al final de una escalinata de piedra, como las de las naves espaciales en las películas antiguas de serie B. Michael suponía que aparecería alguien alto y con casco, una espectral silueta iluminada. Pero no apareció nadie.

Los muleros desmontaron al pie de la pirámide y ayudaron gentilmente al Papa a bajar del mulo. Uno de los hombres se quedó para cuidar de los animales; otro para vigilar a Michael y Aisha; los demás flanquearon al Pontífice para ayudarle a subir la empinada escalinata de mármol. Mientras el Papa subía, el holandés permaneció inmóvil, mirando hacia arriba, como si temiera que, después de haber ido tan lejos, la carga que había asumido se volviese contra él y le hiriese. El Papa tardó diez minutos en llegar arriba. Cuando al fin estuvo frente a la entrada, el holandés se volvió.

—Seguidme —se limitó a decir.

Les dio entonces la espalda y empezó a subir. El mulero que había estado vigilando a Michael y a Aisha les encañonó, indicándoles que caminasen delante, y ellos comenzaron a subir a su vez cogidos de la mano.

Entrar en la pirámide fue para Michael el trago más duro de su vida. Por más que tratase de racionalizarlo, no podía desprenderse del primitivo e inconsciente miedo que le embargaba.

—¿Qué será esto? —musitó.

—No lo sé —repuso Aisha—. No se tiene noticia alguna de que alguna vez se construyese una pirámide en estos confines.

—¿Crees que habrá sido al-Qurtubi quien la ha mandado construir?

—Mírala bien, Michael —repuso Aisha meneando la cabeza—. Construir algo así requiere años, aunque se utilice la más moderna tecnología. Habíamos oído hablar al respecto hace mucho tiempo. Él ha debido de ordenar excavaciones para que aflore. Y no creo que haga mucho.

—¿Tienes idea de a qué época pertenece?

—Por la forma —repuso Aisha vacilante— su antigüedad no debe de ir más allá de la IV dinastía. Probablemente corresponde a una época posterior al año 2500 a. de C. Las últimas pirámides, tal como nosotros las conocemos, fueron construidas durante la XII dinastía, o sea, hacia 1600 a. de C. No puedo precisar mucho más sin verla detenidamente. Debe de haber una inscripción. Si el interior está tan bien conservado como el exterior, no resultará difícil descifrarla.

Se hallaban ante la entrada, que a todas luces había estado tapiada. Los ladrillos utilizados para sellarla se encontraban al final de la escalera y junto a la puerta, ya en el interior, donde se abría un pasadizo oscuro que discurría diagonalmente, iluminado por una hilera de desnudas bombillas.

—Debe de haber un generador en alguna parte —dijo Michael.

El holandés les esperaba al final de la escalinata. Una vez en el interior, les condujo a lo largo del pasadizo. Las paredes eran de grandes bloques de desnuda piedra caliza. De trecho en trecho, se apreciaban marcas de color ocre rojizo.

—Son referencias relativas a las canteras de las que procede la piedra —dijo quedamente Aisha—. Si pudiese verlas desde más cerca, nos aclararían un poco qué es este lugar. Mi impresión es que los bloques debieron de ser acarreados hasta aquí desde Gebelein, cerca de Tebas, siguiendo la ruta de los oasis de Jarqa y Dajla.

—¿Estás pensando lo mismo que yo?

—¿Qué?

—Que estamos al oeste de Dajla.

—Más o menos —contestó Aisha.

El pasadizo seguía en sentido ascendente, con un desnivel de casi un veinte por ciento. Cada medio metro, el suelo tenía un reborde a modo de pequeño escalón que facilitaba la ascensión. El techo era tan bajo que el holandés tenía que caminar encorvado. El pasadizo enlazaba con un pasillo horizontal, más ancho y alto. Las paredes eran de granito pulido, con relieves realizados con maestría que mostraban imágenes de dioses.

Al final del pasillo, una escalera de madera conducía a una oscura entrada. Dos gruesas sogas colgaban a ambos lados, presumiblemente instaladas para izar al Papa. Al cruzar el umbral se encontraron en una amplia cámara mortuoria llena de féretros y de los insepultos cuerpos de innumerables momias. La luz era tan tenue que no les permitía ver con claridad las paredes. Pero podía haber allí miles de cuerpos. Era como si hubiesen penetrado en una colosal tumba.

Entre los relucientes féretros quedaba un pasillo despejado. El holandés les condujo a través de una pequeña entrada, de la que partía una suave rampa de unos cincuenta o sesenta metros. El techo era tan bajo que, más que encorvados, tenían que ir casi a gatas. La rampa enlazaba con otro pasillo que discurría perpendicularmente y cuyo techo era sensiblemente más alto.

Other books

Norton, Andre - Anthology by Catfantastic IV (v1.0)
Pure Iron by Bargo, Holly
Poseidon's Spear (Long War 3) by Cameron, Christian
Jack in the Green by Diane Capri
A Heart for the Taking by Shirlee Busbee
Tymber Dalton by Out of the Darkness