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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (59 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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—Preferirán una guerra que capitular ante semejantes tácticas —le interrumpió el Papa.

—No, en absoluto, porque tú estarás conmigo. Serás mi rehén.

El Papa no se movió. Siguió mirando con fijeza a al-Qurtubi, preguntándose cómo era posible que existiese un ser semejante, un hombre que ansiaba la desolación, la muerte, conducir a la humanidad a un holocausto. A sangre fría. Era espeluznante.

—Harías mejor en matarme aquí y ahora —dijo el Papa—. No quiero desempeñar ningún papel en tu triunfo. No seré tu rehén. No eres nada. Sólo el vacío que te rodea, la muralla, el desierto; eso es lo que eres, Leopoldo. ¿Por qué no me matas ahora? ¿Por qué no acabas de una vez? Así la carnicería no tardará en desatarse.

Al-Qurtubi guardó silencio. Miró a aquel hombre que estaba frente a él sentado en la silla; un viejo amigo, alguien de quien, en otro tiempo y lugar, pudo haberse apiadado. Pero el viejo amigo resultaba casi irreconocible bajo aquellas vestiduras y el blanco capelo.

—También eso cuadra con mis planes —le espetó al-Qurtubi—. Tu cuerpo servirá de advertencia sobre la seriedad de nuestras intenciones. Será una prueba de que no nos detendremos ante nada.

Alzó la vista e hizo un ademán en dirección al holandés.

—Ocúpate de ello —le dijo.

Capítulo
LXXX

Q
ué pasará con nosotros? —preguntó Aisha.

—¿Que qué pasará? —exclamó Michael, encogiéndose de hombros—. No lo sé. Si dependiese sólo del holandés, estaría muy claro, pero al-Qurtubi es imprevisible. Puede que quiera utilizarnos.

—¿Crees que está aquí?

—Estoy completamente seguro.

—Deberíamos intentar salir de aquí, Michael. Y tratar de llevarnos al Papa.

—¿Y adonde iríamos?

—Si pudiésemos llegar a Dajla, quizá conseguiríamos volver a El Cairo.

—El Cairo ya no existe. Lo has visto con tus propios ojos.

—Pues entonces a Alejandría, Michael. Mientras hablamos, quién sabe lo que estará ocurriendo ahí dentro. Tenemos que hacer algo.

—¿Como qué?

—Tú eres el experto. Piensa en algo.

Tenía razón. Debían actuar antes de que fuese demasiado tarde. Michael se levantó y miró a su alrededor.

—De acuerdo —dijo—. Ponte detrás de la puerta. A este lado. Cuando yo me abalance sobre el centinela, tú arrebátale el arma. Asegúrate de lograrlo a la primera, porque no te dará otra oportunidad.

Cuando Aisha se hubo apostado, Michael pasó entre las momias arrancando trozos de venda; un buen montón que luego extendió en el suelo, junto a la puerta.

—¿Estás lista?

Aisha asintió.

Michael acercó la llama de la lámpara a las vendas, que prendieron casi de inmediato. Al cabo de unos instantes una densa humareda invadió la estancia. Michael aventó la pequeña fogata hasta que el fuego se extendió convenientemente y empezó a gritar.

—¡Socorro! ¡Fuego! ¡Sáquennos, por el amor de Dios!

Desde el exterior, el centinela vio que salía humo por los resquicios de la puerta y, en seguida, llamas que asomaban por abajo. El fuego había prendido en la madera. Aporreaban la puerta y gritaban. Forcejeó con la cerradura y abrió. Había humo por todas partes. Le entró pánico al pensar lo importantes que eran para el holandés aquellos dos prisioneros.

El centinela irrumpió en el interior y, de inmediato, se vio envuelto por una densa y asfixiante nube de humo. De pronto, trastabilló hacia atrás al cogerlo Michael por el cuello.

Aisha le arrebató ágilmente el arma y Michael lo redujo asestándole un fuerte golpe en el cuello que le hizo desplomarse sobre un montón de cuerpos.

Tardaron más de un minuto en sofocar el incendio.

—¿Estás bien? —preguntó Michael.

—Más o menos. Toma, cógela tú. No he utilizado nunca ninguna —dijo Aisha pasándole a Michael la Beretta MP 12.

Michael la cogió y se acercó al centinela, que seguía inconsciente. Le quitó el uniforme —
galabiyya
y
thawb&mdash
; y se lo puso. El
muhtasib
llevaba una pistola al cinto.

—Toma —dijo Michael tendiéndosela a Aisha—. Esta pesa menos. Aunque sólo encañones con ella, puede sernos de mucha ayuda.

—Gracias. Una pistola sí sé manejarla. Rashid me enseñó.

—Estupendo. Esto cambia las cosas. No vaciles en disparar si tienes que hacerlo.

El pasillo estaba desierto. Ni los golpes en la puerta ni los gritos habían llamado la atención de nadie más. Michael cerró y se guardó la llave en el bolsillo. Si quería, el centinela podía echar la puerta abajo con bastante facilidad, pero Michael no creía que volviese en sí antes de un par de horas.

De no volver sobre sus pasos, sólo tenían un camino. Michael iba delante, metralleta en mano. El pasillo seguía a lo largo de unos cien metros y luego enlazaba con otro en ángulo recto. Se detuvieron al llegar a la intersección. Michael hizo pasar a Aisha delante, como si la escoltase, y enfilaron por un corto pasadizo. Al fondo había una puerta de ébano. Montaba guardia un
muhtasib
, despreocupado, sintiéndose protegido por las paredes de la pirámide y centenares de kilómetros de desierto. Era impensable que nadie atacase aquel lugar. No se enteró de nada hasta que los tuvo encima, y antes de que le diese tiempo a reaccionar Michael ya le había encañonado la sien.

—Deja caer el arma al suelo. Despacito y sin pensar en el paraíso reservado a los mártires.

El
muhtasib
obedeció sin rechistar.

—¿Cuántos hay dentro?

Como el
muhtasib
no contestaba, Michael le partió la nariz de un culatazo, haciéndole gritar de dolor.

—Quiero saber cuántos hay ahí dentro.

En vista de que el
muhtasib
seguía resistiéndose a contestar, Michael le amenazó con asestarle otro golpe.

—El
shayj
, el holandés, el viejo y unos cuantos sacerdotes. Nadie más. Lo juro.

Michael le dio un culatazo en la sien. Había demasiadas vidas en juego para andarse con contemplaciones. Aisha abrió la puerta y Michael entró sigilosamente, recorriendo la estancia con la mirada y apuntando con la Beretta.

El Papa estaba sentado en una silla. Junto a él había un hombre que Michael supuso se trataba de al-Qurtubi. El holandés estaba detrás del Papa, encañonándole la nuca con una pistola. Al entrar Michael, se volvió.

—Le aconsejó que no dispare, señor Hunt. Podría dispararle yo a él primero.

—Sería lo último que hicieses —le espetó Michael.

—Aun así.

Se produjo un tenso silencio. Michael no podía arriesgarse a disparar. El más leve movimiento provocaría que el Papa se encontrase con una bala en el cerebro.

—Tire el arma —dijo el holandés—. Creo que me conoce lo bastante para saber que no vacilaría en pegarle un tiro. Su vida depende de usted.

Michael soltó el arma.

—Me alegra comprobar que sigue siendo usted inteligente, señor Hunt —dijo el holandés encañonando a Michael—. Acérquese.

Michael se acercó unos pasos. Estaba fuera de sí, con toda su ira y su frustración concentradas en aquel individuo. Todo el odio acumulado a lo largo de su vida centrado en el holandés. Pero no podía hacer nada.

—Arrodíllese.

Michael obedeció muy a su pesar. Recordó que el holandés había degollado a un hombre en un café con el mayor sigilo y sabía, por Aisha, que había asesinado al padre Gregory y a Fadwa.

—No estaba usted destinado a matarme, señor Hunt. Dios me necesita; me eligió como Su espada. Todas las personas y las cosas que se interpongan en mi camino serán eliminadas —dijo apuntando a Michael en la nuca.

Para el holandés no tenía la menor importancia apretar el gatillo. Lo había hecho ya muchas veces y podía volver a hacerlo. Cuando se disponía a disparar, oyó un metálico «clic» y alzó la vista.

Aisha le apuntaba. Se había olvidado de ella. Había pasado tantos años considerando a las mujeres seres insignificantes que era como si fuesen invisibles a sus ojos. Sintió un arrebato de ira. Ninguna mujer podía osar rebelarse contra él. No pudo contenerse y fue a apuntarla. Pero ella disparó, alcanzándole en el pecho y haciéndole caer hacia atrás.

—¡No! —gritó el holandés con los ojos desorbitados—. ¡No tienes derecho!

Aisha disparó una y otra vez.

—¡Dios me ha… elegido!

Al holandés le temblaba la mano, pero apuntó y disparó. El disparo fue al aire. Aisha apretó de nuevo el gatillo y le dio en el hombro. El holandés retrocedió a trompicones y cayó de rodillas.

—¿Recuerdas a aquella niña? —le espetó Aisha—. Ella fue la primera gota. Eso dijiste. Pues tenías razón —añadió descerrajándole tres tiros a quemarropa.

El holandés dejó caer el arma y miró a Aisha casi implorante, o al menos así se lo pareció a ella, casi suplicando su piedad. La joven meneó la cabeza. Dios era misericordioso, ¿no? Pues que Dios se apiadase de él, se dijo, disparándole al holandés por última vez.

Capítulo
LXXXI

A
l-Qurtubi iba desarmado. El holandés era su escudo y acababa de quedarse sin él. Por un instante, estuvo tentado de abalanzarse sobre Michael, pero lo pensó mejor. Los sacerdotes que habían participado en su mascarada habían salido ya a través de una pequeña entrada que se abría junto al altar, la misma por la que accedieron al interior. Quizás ellos trajesen ayuda. Eran todos ex sacerdotes, como él, a quienes había convencido para que tomasen parte en aquel juego.

—¿Está bien, Santidad? —preguntó Michael situándose junto al Papa mientras Aisha apuntaba a al-Qurtubi.

—Sí, señor Hunt —respondió el Pontífice—, estoy muy bien. Sólo un poco cansado. Gracias. Gracias por haber venido a por mí.

—No será fácil sacarle de aquí. Uno de nosotros debe vigilar a este individuo. Con toda seguridad tiene más hombres apostados afuera.

—No voy a moverme de aquí —dijo el Papa meneando la cabeza.

—No lo entiendo.

—Usted y su amiga deben salir de aquí cuanto antes. Han minado toda la pirámide con potentes explosivos y saltará por los aires en menos de una hora. Yo nunca lo conseguiría aunque no hubiese obstáculo alguno. Hay demasiadas escaleras y muchos desniveles que salvar.

—En modo alguno podemos dejarle aquí.

—No estaré solo —replicó el Papa mirando a al-Qurtubi—. Él se quedará conmigo. Tenemos mucho de qué hablar. Nos pasará el tiempo en un suspiro.

—Pero hay que detenerle.

El Papa miró impacientemente a al-Qurtubi y luego de nuevo a Michael.

—¿Para qué? ¿Para llevarle ante la justicia? ¿Qué justicia humana puede haber para un ser semejante? Ahora es presidente de Egipto. Sólo eso basta para garantizarle la inmunidad. No faltarían quienes prefiriesen que no sufriera daño. Escuche bien lo que le digo: si este individuo se queda aquí, no podrá dar la orden para desencadenar la campaña terrorista. Y ustedes, por su parte, podrán contarle al mundo lo ocurrido aquí. Sé quién es usted y deduzco lo que está en condiciones de hacer. Yo apreciaba muchísimo a su hermano, que a su vez sentía gran admiración y cariño hacia usted. Por favor, Michael, váyase antes de que sea demasiado tarde.

—Pero, yo…

—Soy el Papa, Michael. Debe concedérseme el derecho a sacrificar mi vida. De manera que no pierda el tiempo discutiendo. Deme la pistola del holandés. La necesitaré para mantener a Leopoldo a raya.

Ambos se percataban de que no había otra alternativa. El Papa tenía razón. Si trataban de sacarle con ellos, morirían todos. Michael cogió la pistola del holandés y se la pasó al Papa.

—Ven y siéntate en el suelo a mi lado, Leopoldo. Nuestros amigos tienen cosas que hacer.

Al Pontífice no le tembló la mano al encañonar a al-Qurtubi. Por un momento, pareció que éste iba a resistirse, pero terminó por sentarse frente a su viejo amigo.

—Adiós, Michael. Me alegro de haberle conocido. Rece por mí.

Michael se acercó al anciano y le besó la mano. Aisha hizo lo mismo.

—Os ha engañado —dijo al-Qurtubi cuando Michael y Aisha se disponían a salir—. No hay explosivos.

—Estupendo —dijo Michael—. Entonces no corren ningún peligro.

Nadie trató de interceptarles el paso. La noticia de la muerte del holandés y de la inminente explosión se había extendido con rapidez, y los centinelas optaron por ponerse a salvo. Su único temor era perderse en el laberinto de túneles de la pirámide. Aisha iba delante, confiando en su conocimiento de las construcciones de la antigüedad para orientarse y encontrar la salida. El momento más comprometido fue cuando, a mitad de camino, se vieron ante dos bifurcaciones, aparentemente idénticas. Equivocarse, adentrándose por donde no era, significaba la muerte.

—No recuerdo haber visto esto al entrar.

—Lo teníamos a la espalda —dijo Michael—, y no estábamos precisamente en condiciones de fijarnos.

—La bifurcación de la derecha parece más en línea con este pasadizo. Puestos a jugárnosla, vayamos por ahí.

—Tú mandas.

Siguieron adelante. Habían transcurrido unos veinte minutos. Era preciso que salieran de la pirámide y se alejaran lo bastante de ella antes de que se produjese la primera explosión. La bifurcación por la que se adentraban era un pasadizo recto como un palo.

De pronto, las luces parpadearon unos instantes y finalmente se apagaron. La oscuridad era impenetrable, como si estuviesen enterrados vivos.

Michael aún llevaba encima la linterna que había utilizado en las alcantarillas. Las pilas estaban casi agotadas y el haz de luz era muy débil, aunque suficiente para permitirles seguir. Rezó para que no se apagase antes de que llegaran a la salida. Si es que la encontraban…

Ya habían abandonado toda prudencia. No caminaban, sino que corrían por el oscuro túnel, siguiendo el tenue haz de la linterna que oscilaba por delante. El nerviosismo les impidió ver el hueco.

Aisha iba corriendo más o menos un metro delante de Michael y, súbitamente, gritó y se perdió de vista. Michael se detuvo instintivamente. A escasos centímetros se abría un profundo hueco. El silencio era espantoso.

Michael se asomó por el borde e iluminó el hueco con la linterna. Era inútil. El haz apenas llegaba más allá de un metro. A partir de allí sólo veía oscuridad. Retrocedió desesperado. Haber conseguido tanto para fracasar por un momento de descuido… Pero, de pronto, oyó un ruido. Y luego la voz de Aisha.

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