El Oráculo de la Luna (21 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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—Es absolutamente apasionante —comentó Giovanni—. Por desgracia, no tengo ningún medio para indagar sobre la fecha de nacimiento del reformador, pero os prometo estudiar seriamente su horóscopo, si un día tenéis información fiable sobre esa cuestión.

—No dejaré de buscarla, pero me temo que jamás llegaremos a saber nada seguro.

—En cualquier caso, se trata de un tema interesantísimo —dijo Priuli mientras daba buena cuenta del pollo.

Alrededor de la mesa se hizo el silencio. La señora Priuli temía que los comensales se enzarzaran en un debate demasiado aburrido sobre la religión y buscó un tema de conversación más entretenido. De pronto acudió a su mente una idea.

—Por cierto, amigo mío —dijo, dirigiéndose a Giovanni—, vos que os interesáis por la joven Elena Contarini, ¿sabéis que ha regresado a Venecia?

Giovanni se quedó petrificado unos instantes antes de balbucir torpemente:

—Ah…

—Me he enterado justo antes de comer, precisamente por boca de nuestro amigo Agostino, que viajaba en la misma nave que la deliciosa hija del
retore
de Chipre.

—¿Ve… venís de Chipre?

—Llegué anteayer. Pero no sabía que conocíais a la encantadora Elena Contarini. ¡Decididamente, sois un hombre muy sorprendente!

—No, no la conozco —se apresuró a aclarar Giovanni, que estuvo a punto de atragantarse—. Simplemente, he oído hablar de esa joven, según dicen sumamente guapa e inteligente, y he pedido alguna información sobre esta atractiva persona a nuestros anfitriones.

—¡Pues tenéis buen olfato, amigo mío! —exclamó Agostino.

—No me intereso por la joven Contarini con ninguna mira particular —repuso Giovanni, controlándose hasta la tortura para mantener la compostura—. Simplemente, estaría encantado de conocer, si se presenta la ocasión, a esa amable persona.

Unas alegres carcajadas, que hicieron sentir a Giovanni sumamente incómodo, recorrieron la mesa.

—Esa ocasión puede presentarse enseguida —dijo Agostino—. Durante la travesía he trabado lazos de simpatía con esa encantadora damisela y me ha invitado a una pequeña fiesta que dará la próxima semana en su casa. Puedo proponerle que os suméis a nosotros. ¿Qué os parece?

—Me… me complacería mucho —balbució Giovanni, incapaz ya de pensar e incluso de respirar.

—Os recomendaré entusiásticamente a su madre —añadió Sofía Priuli en un tono festivo—. ¡Es una excelente amiga! Creedme, queridísimo Giovanni, estoy segura de que seréis invitado.

35

L
a góndola partió del palacio Priuli.

El tiempo era desapacible y, desde por la mañana, una fina película de bruma envolvía la ciudad. Giovanni estaba descubriendo una nueva cara de Venecia. Ese velo daba a la ciudad un embrujador toque de misterio. Y esa atmósfera tan particular coincidía con los agitados sentimientos que atormentaban su corazón. Llevaba una semana preparándose para volver a ver a Elena. Dos días después de su encuentro con Agostino Gabrielli, recibió en el palacio Priuli una breve carta escrita por la joven. Giovanni reconoció la letra sin sombra de duda, aunque el trazo era más amplio, más firme. La carta decía simplemente:

Señor astrólogo:

Desde mi regreso de Chipre no hacen más que hablarme bien de vos y me complacería contaros entre mis invitados en la fiesta que daré el próximo jueves. Jueves es el día de Júpiter, si no me equivoco. Espero que sea un buen augurio para conocernos.

Si podéis uniros a nosotros, venid a la caída de la noche.

Elena Contarini

Al día siguiente, había hecho llevar su respuesta:

Señora:

Me siento muy halagado y os agradezco vuestra amable invitación.

Júpiter es el astro de la nobleza y de la felicidad, y es un día excelente para conocer a una persona que tiene tan buena reputación como vos. Seré, pues, con gran placer uno de vuestros invitados.

Giovanni da Scola

Su principal preocupación era saber si la joven lo reconocería. El seudónimo que había adoptado ocultaba sus orígenes, pero no sus facciones. No era imposible que Elena hubiera conservado un vago recuerdo de ellas. En cuyo caso, había previsto negarlo públicamente. Solo podía confesarle a Elena su verdadera identidad a solas, si algún día las circunstancias lo permitieran.

La góndola giró en el Gran Canal.

Giovanni sentía que se le aceleraba el corazón a medida que iba acercándose. Esperaba ese momento desde hacía cuatro años y no acababa de creer que unos minutos más tarde estaría frente a ella. Frente a Elena. Un sueño que le había parecido descabellado. Actualmente, los principales obstáculos habían sido apartados: se había convertido en un hombre atractivo y culto, Elena seguía siendo libre y lo había invitado a su casa. Sin embargo, Giovanni sabía que lo más temible estaba ante él. Ese último obstáculo sin rostro tenía un nombre: lo desconocido. Giovanni ya no vivía en un mundo imaginario. Sabía que él mismo podía sentirse decepcionado por ese reencuentro, que la joven que apenas conocía podía haber cambiado, no ser ya la misma. Sabía también que él podía muy bien no gustarle, que quizá ella tuviera un amigo íntimo, que no le interesara en absoluto la astrología y que lo hubiera invitado por simple cortesía.

Era lo desconocido lo que esperaba a Giovanni. Y el joven sentía dolorosos calambres en el estómago.

La góndola se deslizaba lentamente hacia el palacio Contarini, situado en la orilla izquierda del Gran Canal, en el barrio de San Samuele. Desde el regreso de Elena, Giovanni había pasado todos los días en barca por delante del palacio, con la secreta esperanza de ver a la joven asomada a una ventana. Había visto mucho ajetreo a causa de la preparación de la fiesta, pero no el rostro amado.

Se había puesto para la ocasión sus mejores galas, de seda y terciopelo azul y oro, compradas por una fortuna a un famoso comerciante del Rialto. Sabía que en Venecia, más que en cualquier otro sitio, la apariencia —la del rostro, la de la ropa, la de la vivienda, la de la góndola— era considerada una muestra de nobleza y de refinamiento.

Un sabio poco agraciado o mal vestido parecía un patán, y un aristócrata que viviera en una casa sencilla perdía todo su prestigio. Con el paso de los meses, Giovanni había aprendido las sutiles reglas del juego veneciano.

La góndola llegó ante la entrada del palacio. Unos farolillos iluminaban la gran puerta abierta, por delante de la cual desfilaba un flujo ininterrumpido de góndolas multicolores.

Giovanni fue recibido por un sirviente que le preguntó su nombre. Tras una breve comprobación, el hombre le indicó una ancha escalera que conducía al piso superior. Al pie de la escalera, una joven se hizo cargo de su capa y la colgó en un guardarropa.

Con el corazón desbocado, Giovanni subió muy lentamente los peldaños de piedra. Oía rumor de voces y, sobre todo, una música celestial: la de una orquesta de cuerda. Desembocó en una inmensa sala de recepción iluminada por la luz cálida y titilante de tres arañas de cristal y velas. Ocho altos ventanales daban al Gran Canal. En el centro, una suntuosa escalera de mármol blanco conducía a las habitaciones. Las paredes, decoradas con numerosos cuadros, estaban tapizadas con una tela roja. Unas mesas cubiertas de delicados manjares e innumerables bebidas estaban dispuestas a lo largo de las paredes. En una esquina de la estancia, una orquesta de cinco músicos tocaba sobre una tarima montada para la ocasión.

Cuando Giovanni entró en el salón, una cincuentena de invitados, todos bastante jóvenes, charlaban alegremente. Se detuvo en lo alto de la escalera; luego, como un autómata, recorrió la sala tratando de localizar a la mujer cuya sola imagen le hacía temblar.

—¡Aquí tenemos a nuestro astrólogo! —dijo de pronto una voz familiar.

Giovanni se volvió y se encontró con Agostino, rodeado de un grupo de amigos.

—¡Estás espléndido! —añadió el joven marchante de arte.

—¡No quería avergonzaros! Habéis sido vos quien ha hecho que me inviten a este divino lugar.

—¡Basta de ceremonias, mi buen amigo! Tuteémonos. Es espléndido, ¿verdad? Yo tampoco lo conocía. No es el más grande, pero sin duda es uno de los palacios más encantadores de Venecia. Ven, voy a presentarte a unos amigos que también lo son de Elena.

Agostino se acercó a un joven esbelto, que también formaba parte de la alta aristocracia, y a dos muchachas.

Giovanni quedó impresionado por la belleza de una de ellas. De tez blanca, cabellos como el azabache y hermosos ojos azules y misteriosos, iba completamente vestida de negro. Se llamaba Angélica. «Debe de ser Escorpio», pensó Giovanni, contemplándola.

—Estoy encantada de conoceros —le susurró la joven al oído—. Dicen que sois tan hábil interpretando las configuraciones astrales… como seductor.

—Me halagáis, señora.

—¡Vamos, estoy segura de que ya habéis adivinado cuál es mi signo astral!

—Confieso que no me sorprendería que fueseis Escorpio.

—¡Pues no!

—¿Lo veis? No estoy a la altura de mi reputación.

—Soy Tauro, pero tengo el ascendente en Escorpio…, así que, en realidad, no os habéis equivocado, querido astrólogo.

—Veo, señora, que ya habéis hecho que interpreten vuestro horóscopo.

—Mis padres encargaron hacer, tiempo atrás, el de todos sus hijos. Tengo, pues, mi carta natal, pero me encantaría que vinierais a interpretarla.

—Desconfiad de esta adorable criatura, amigo mío, ya ha picado a más de uno que todavía no se ha recuperado de los efectos de su dulce veneno —susurró una voz femenina a su espalda.

Él contestó, riendo y siguiendo el juego:

—¡Creo ser bastante mayor para defenderme de los Escorpio, e incluso de los Tauro!

Al volverse, se demudó. Una encantadora joven le tendía la mano.

—Elena Contarini.

Giovanni se quedó petrificado. Elena prosiguió con la misma sonrisa afable:

—Sois Giovanni da Scola, el famoso astrólogo, supongo…

—Lo… lo soy…, sí.

—Recupérate, amigo mío —intervino Agostino, dándole unas palmadas en la espalda a Giovanni—. ¡Ya te habíamos advertido que Elena es la mujer más bella de Venecia!

36

G
iovanni permaneció varios segundos mudo, incapaz de pronunciar una sola palabra ni hacer un solo gesto. Estaba como embobado.

Una larga cabellera rubia con reflejos rojizos enmarcaba un rostro angelical, iluminado por unos grandes ojos verdes. Elena llevaba un vestido de color púrpura ribeteado de hilos de oro, cuyo amplio escote, adornado con un collar de perlas finas, permitía adivinar unos vibrantes pechos. Giovanni sintió la misma conmoción profunda que la primera vez que había visto a Elena. Pero, desde entonces, la joven había ocupado tal lugar en su corazón que la emoción que lo invadió fue todavía más intensa.

Elena se sintió sorprendida primero e incómoda luego por la intensidad de la mirada de Giovanni, así como por su extraña y súbita atonía. Lo cogió del brazo, lo que no hizo sino aumentar la turbación del joven.

—Venid a comer algo, amigo mío.

Lo condujo hacia el bufé y poco a poco Giovanni fue recuperándose.

—Perdonad mi reacción. Estoy tan… tan turbado por vuestra belleza…

La joven rompió a reír.

—¡No os creo! ¡Hay muchísimas mujeres bellas en Venecia! ¡Y aquí mismo, sin ir más lejos!

—Hay algo en vos que es… distinto.

—Sabéis cómo hablar a las mujeres. Pero debo deciros que las cosas del espíritu me importan más que la apariencia física o las hermosas palabras.

—Os hablo con toda sinceridad. Dicho esto, comparto vuestro amor por lo que hace gozar más al alma que a los sentidos. Pero no separo lo Bello del Bien. Como discípulo de Platón, pienso que un rostro bello es un don de Dios para atraer a un corazón y conducirlo a la contemplación de la belleza y de la bondad divina.

Conmovida al ver que se interesaba por la filosofía, Elena sonrió.

—Eleváis de pronto el debate a un nivel tal que seré yo quien os suplique muy pronto que me habléis de cosas más banales y concretas.

—No lo creo. Me han dicho que, antes que mujer, sois una persona de probada inteligencia.

—¿Ah, sí? Tengo curiosidad por saber cuál de mis amigos, o de mis enemigos, ha hecho tal afirmación sobre mí.

—Que yo sepa, no tenéis enemigos. Solo he conocido admiradores vuestros.

Elena volvió la cabeza y cogió dos pequeños boles. Le tendió uno a Giovanni.

—Saboread esta deliciosa crema de langosta.

Sin dejar de mirar a Elena, Giovanni se mojó los labios con la crema.

—Humm… Suculenta, en efecto.

—Es una receta de mi abuela. Me encanta cocinar.

Giovanni se quedó perplejo.

—No me diréis que habéis sido vos quien ha preparado todos estos manjares…

—¡No, tranquilizaos! Solo algunos. Pero hablemos de vos. Me intrigáis mucho. Por lo que sé, llegasteis a Venecia hace solo seis meses y ya habéis conquistado a la ciudad con vuestras dotes de astrólogo. ¿De dónde venís y por qué habéis elegido nuestra ciudad para empezar vuestra brillante carrera?

Un velo de bruma empañó la mirada de Giovanni. Elena se percató en el acto de que su pregunta había despertado en su interlocutor un recuerdo sin duda doloroso.

—Perdonad mi indiscreción. Mi madre me dice que soy demasiado directa y espontánea…

—Por favor, Elena… —Inmediatamente rectificó—: Señora Contarini…

—Llamadme Elena…, si me permitís que yo os llame Giovanni.

Unas lágrimas se agolparon en los ojos del joven.

—Por supuesto, Elena.

Al ver que la emoción lo invadía, Elena experimentó una sensación extraña. Algo que nunca había sentido hasta entonces. La sensación irracional de que conocía a ese desconocido, o al menos su alma…, y de que esa alma tenía mucho en común con ella, muchísimo.

Una mujer de unos cuarenta años avanzó hacia la joven.

—¡Elena, cariño! ¡Estás faltando a todos tus deberes! Tus invitados no paran de llegar y tú te aíslas en un rincón en lugar de recibirlos.

—Tienes razón, mamá. Te presento a Giovanni da Scola.

—¡Ah, así que sois vos quien acapara a mi hija! Mi amiga Sofia Priuli me ha dicho maravillas de vos.

—Disculpadme, Giovanni. Os dejo en manos de mi madre. Más tarde nos veremos…

Casi a regañadientes, Elena se fue a recibir a sus invitados. Giovanni escuchó durante unos minutos a Vienna Contarini ponerlo por las nubes. Pero sus pensamientos no podían apartarse de Elena. Se sentía turbado por una felicidad casi dolorosa.

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