El Oráculo de la Luna (22 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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Cuando Agostino y sus amigos se reunieron con él, no conseguía pensar en algo que no fueran las palabras de Elena. En su sonrisa grabada en él. Y no pudo impedir que sus ojos la buscaran sin cesar.

En varias ocasiones, sus miradas se cruzaron. Elena desvió la suya con pudor, pero no podía evitar ella tampoco, en medio de mil obligaciones, emocionarse a causa de esa mirada negra y profunda que, por así decirlo, no la abandonaba.

Sin embargo, Giovanni fue uno de los primeros invitados en marcharse de la fiesta. Se había tranquilizado plenamente, tanto respecto a sus sentimientos hacia Elena como respecto al interés que la joven le manifestaba. Los demás invitados, que no paraban de hacerle preguntas sobre astrología, le aburrían y lo distraían de sus pensamientos íntimos. Sentía la imperiosa necesidad de estar solo.

Se dirigió hacia su anfitriona. Elena, que seguía rodeada de gente, no pudo disimular su turbación al verlo ir hacia ella.

En cuanto llegó a su lado, ella lo cogió de nuevo del brazo y lo llevó a un lado.

—Elena, debo marcharme. No sé cómo daros las gracias por esta maravillosa fiesta.

—¿Ya me dejáis?

—Es preciso. Pero estoy deseando volver a veros… en circunstancias más favorables. Si no os molesta demasiado.

—Al contrario. Estaré encantada de reanudar con vos nuestra conversación interrumpida.

—¿Cuándo puedo veros?

Elena respondió sin vacilar ni un instante:

—Pasado mañana. Venid aquí a la hora de merendar, si podéis.

—Aquí estaré.

Giovanni le besó apasionadamente la mano, inclinándose. A continuación, Elena lo acompañó en silencio hasta la escalera. Mientras bajaba hacia la planta baja, donde una góndola lo esperaba, ella le dijo:

—Me hablaréis de Platón, ¿verdad?

Giovanni se detuvo en seco. Sus ojos brillaron. Luego bajó los últimos peldaños sin volverse.

37

A
 las cuatro en punto de la tarde, la góndola dejó a Giovanni ante el palacio Contarini. Un lacayo se hizo cargo de su capa y lo acompañó a la planta superior. El joven fue calurosamente recibido por la madre de Elena, a la, que ofreció un ramillete de lirios rosa.

—¡Qué delicioso detalle! No deberíais haberos molestado, es un gran placer recibir vuestra visita. Nos dejasteis muy pronto anteayer.

—¡Y bien que lo siento, porque era una fiesta inolvidable!

Elena apareció de pronto en lo alto de la escalera que conducía de la sala de recepción a las habitaciones del segundo piso. Llevaba un vestido azul turquesa y una estola de brocado rosa.

Sus largos cabellos estaban trenzados y recogidos en un moño, lo que le daba el aspecto de una princesa medieval. Al verla bajar lentamente los peldaños, Giovanni no pudo controlar la intensa emoción que le oprimía el pecho.

—¡Mira qué bonitas son, cariño! —dijo Vienna Contarini exhibiendo el ramillete—. ¡Hacen juego con tu chal!

—¡Sois un brujo, señor Da Scola! —dijo Elena, tendiéndole la mano.

Giovanni la besó temblando.

—Me complace mucho volver a veros, señora Contarini.

Elena se volvió hacia su madre.

—Mamá, ¿puedo recibir al señor Da Scola en el saloncito?

—Claro, cariño, es mucho más cálido que esta inmensa sala. Y allí estaréis más tranquilos. Voy a pedirle a Juliana que os sirva chocolate caliente. ¿Qué os parece, amigo mío?

—He descubierto esa extraña bebida hace poco y confieso que me gusta en sumo grado.

—¿Sabéis que desde hace unos años causa furor en la corte de España y que puede combinarse con toda clase de especias? ¿Lo habéis probado con canela?

—No.

—¡Pues pronto será cosa hecha!

Elena llevó a Giovanni al piso superior. Desde un corredor se accedía a un salón de tamaño relativamente pequeño, pero iluminado por cuatro altos ventanales que daban al Gran Canal, así como a varios dormitorios. Los jóvenes entraron en el saloncito lujosamente decorado. Elena se sentó en una punta de un ancho diván e invitó a Giovanni a acomodarse en la otra punta, a un metro largo de ella.

—Creo que tenéis una hermana, ¿no? —preguntó el joven para intentar liberarse de la opresión que le impedía respirar con normalidad.

—Sí, pero se ha quedado en Chipre con mi padre.

—Habladme de esa hermosa isla. Pasáis largas temporadas allí, por lo que me han dicho.

—Desde que mi padre es el
retore
, pronto hará cinco años, vivo parte del año en Venecia y parte en Nicosia.

—Espero que os quedéis algún tiempo entre nosotros antes de volver con vuestro padre y vuestra hermana.

Elena miró a Giovanni con una expresión maliciosa y guardó silencio unos instantes. Después dijo en un tono confidencial:

—Ahora que estamos solos, ¿puedo llamaros de nuevo por vuestro bonito nombre de pila?

—No podríais complacerme más…, Elena.

—Entonces, decidme, Giovanni: ¿preferís a Platón o a Aristóteles?

Giovanni se quedó sin habla. Durante su encuentro, dos días antes, había comprendido que Elena se interesaba por la filosofía, pero no se esperaba en absoluto que comenzara así la conversación. Se rehízo y le respondió con franqueza.

—Siento mucha admiración por el gran Aristóteles y releo con frecuencia algunas de sus obras, como la maravillosa Etica a Nicómaco. Pero debo confesar que mi preferencia es para el divino Platón, que supo, sin conocer la Revelación bíblica, elevar la razón humana hasta cimas inigualables.

—Me han dicho que leéis a los filósofos en griego. ¿Es eso cierto?

—Es indispensable si uno quiere comprenderlos bien —dijo Giovanni sin rastro de vanidad—. He tenido la suerte de encontrar a un maestro que me ha enseñado filosofía, latín y griego durante varios años, y que fue discípulo del célebre Marsilio Ficino.

Elena observó a Giovanni con una mirada brillante de admiración.

—Una suerte que sin duda alguna habéis merecido por vuestro talento y vuestra sed de conocimiento —repuso inmediatamente la joven—. ¡Estoy impaciente por saberlo todo de vos!

Esa audacia sin florituras ni coquetería lo emocionó.

—¡Y yo de vos! —dijo él con apasionamiento.

Elena bajó los ojos. Tenía un carácter decidido y a veces lamentaba su espontaneidad, que desvelaba demasiado deprisa sus sentimientos. Y se había sentido inmediatamente seducida por Giovanni. Desde su regreso de Chipre, sus amigos le habían hablado con fervor de ese joven y brillante astrólogo del que la alta sociedad veneciana estaba encaprichándose. Después, Agostino le había hecho saber que Giovanni estaría encantado de conocerla. A ella le había sorprendido, además de picarle la curiosidad. La noche de la fiesta, enseguida la había atraído su belleza un poco melancólica, su inteligencia, el perfume de misterio que emanaba de él. Se había enterado también de que no se le conocía ninguna amiga.

Desde hacía dos días, sus pensamientos se hallaban ocupados por ese desconocido que no dejaba indiferente a ninguna muchacha. Elena percibía que ella también le gustaba a Giovanni. Sus amigas no habían dejado de señalar, algunas con una pizca de despecho, que no había apartado los ojos de ella. Esa atracción recíproca le resultaba muy extraña, pero el aura mágica de ese encuentro no hacía sino atizar el fuego que empezaba a devorar su corazón.

—Entonces, habéis estudiado con un gran filósofo. ¿No ha sido también con él con quien habéis aprendido astrología?

—Exacto. Lucius es considerado en Florencia y en Roma uno de los más grandes astrólogos de Europa. ¡Aunque yo me hallaba lejos de imaginarlo cuando lo conocí!

—Sí, he oído decir que vuestro maestro vivía escondido en el bosque de los Abruzzos. ¿Cómo lo encontrasteis? ¿Y por qué lo buscabais?

—A decir verdad, no lo buscaba… En todo caso, buscaba, sin saberlo, a un hombre como él. Pero fue la Providencia quien lo puso en mi camino.

Elena abrió los ojos con asombro.

—¡Sed más claro, amigo mío!

—Perdonad. Reconozco que mi historia es bastante confusa. Para resumir, digamos que había dejado mi región natal con el objetivo de aprender algo de la vida y ampliar mis escasos conocimientos. Y una buena mañana, al borde del camino, conocí a un hombre que me llevó a ver a su señor, el cual no era otro que ese ilustre filósofo…

Giovanni fue interrumpido por una sirvienta jovial y regordeta, que entró sin llamar en la habitación con una olorosa bandeja en las manos.

—Aquí tenéis el chocolate. ¡Tened cuidado, está ardiendo!

—Gracias, Juliana —contestó Elena, levantándose para colocar una mesita baja delante del diván.

La sirvienta dispuso las tazas y unas pastas. Cuando levantó la cara hacia Giovanni, su mirada se detuvo unos segundos, como si manifestara cierta sorpresa; Luego salió, tomando la precaución de dejar la puerta entreabierta. Elena se sentó de nuevo en el diván, pero claramente más cerca del joven, a quien tendió una taza.

—Tened cuidado, ya habéis oído a Juliana.

—Gracias, Elena —contestó Giovanni cogiendo la taza y apoyándola casi de inmediato sobre sus rodillas.

Elena esperó también a que la bebida se enfriara y se arrellanó en el diván.

—Habladme de vuestra familia…, de vuestra ciudad natal…

Ninguna pregunta podría haber incomodado más a Giovanni. Decidió, sin embargo, ser lo más sincero posible sin revelar su secreto.

—Perdí a mi madre cuando tenía siete años.

—Perdonadme, lo siento mucho…

—Vos no tenéis la culpa, Elena —dijo Giovanni, sonriendo y cogiendo instintivamente una mano a la joven.

Ella, turbada, retiró la mano despacio.

—Viví solo con mi padre y mi hermano menor en una pequeña ciudad de Calabria —prosiguió pausadamente. Giovanni, esforzándose en sobreponerse a su turbación—. Mi padre, perteneciente a una familia de la baja nobleza arruinada, era tratante en caballos. ¿Conocéis Calabria?

La mirada de Elena se ensombreció. Apartó los ojos y miró la ventana que daba al Gran Canal.

—Hice un alto allí en una ocasión, hace cuatro o cinco años. Pero es un mal recuerdo. Habíamos naufragado volviendo de Chipre a causa de un ataque corsario.

—¡Un naufragio! —exclamó Giovanni, deseoso de sondear sus recuerdos del episodio de su vida que había dado un vuelco a la suya.

—El naufragio es lo de menos. Viví allí un suceso muy turbador con el que todavía sueño a menudo…

Elena miró de nuevo a Giovanni a los ojos.

—Pero no deseo hablar de eso ahora.

Giovanni se sintió al mismo tiempo conmovido por el hecho de que no hubiera olvidado su encuentro y terriblemente frustrado porque se negara a hablar de él. Ella le ofreció una pasta de almendra.

—Habladme de Platón. ¿Sabéis que aquí, en Venecia, su filosofía no es muy apreciada? Todos nuestros maestros, que enseñan en Padua, son fervientes discípulos de Aristóteles, al que consideran más realista y fiel a la verdad de los hechos.

—No me extraña, los venecianos sois ante todo pragmáticos. Aristóteles se pasó la vida observando al hombre y la naturaleza, y después clasificando, estudiando, analizando y ordenando lo que había comprendido. Platón se apoyó más en su experiencia interior de la contemplación de las Ideas: el Bien, la Verdad, la Belleza, ideas a las que subordina toda la realidad sensible.

»Como yo soy de un temperamento bastante idealista, la filosofía de Platón me llega más. ¿Habéis leído sus
Diálogos
?
El banquete
, en especial.

—Desgraciadamente, no, pues, al contrario que vos, no sé ni latín ni griego. Mi preceptor me enseñó algunos rudimentos de filosofía y me leyó numerosos pasajes de libros, pero ninguno del
Banquete
. ¿De qué habla esa obra?

—Del amor.

—¡Del amor! Tendréis que hablarme de ella, amigo mío. Es un tema que me interesa.

—Como os decía en nuestra anterior conversación, Platón demuestra que la belleza sensible, la que nos emociona en un cuerpo o un rostro, nos conduce a la belleza del alma y a la belleza de lo divino.

Giovanni hizo una pausa y miró a Elena con intensidad.

La joven sostuvo su mirada. Sabía que iba a decirle algo personal. Habría podido cambiar de tema, o bajar los ojos, pero decidió escuchar lo que tenía que decirle sin saber muy bien qué contestaría. Lo oyó confesar, con la voz un poco ronca a causa de la emoción:

—Por eso, Elena, no me avergüenza decir que, desde el instante en que os vi, os amé.

38

G
iovanni no había pensado en el impacto que podrían causar sus palabras. Amaba tan sinceramente a Elena y pensaba en ella desde hacía tantos años que ni siquiera se le había ocurrido lo mucho que podía sorprender y ofender esa brusca declaración a la joven, la cual creía haberlo visto por primera vez hacía tan solo dos días. La inteligencia de Elena analizó todo lo que aquellas palabras podían tener de sorprendente y prematuro. Pero su corazón le hablaba empleando otro lenguaje. Un lenguaje enigmático. Supo que Giovanni era sincero. Supo también que ese amor encontraba en ella un eco. Permaneció en silencio, pero tendió lentamente su mano hacia Giovanni sosteniendo su mirada sin flaquear.

Temblando de la cabeza a los pies, Giovanni alargó el brazo y fue muy despacio al encuentro tan esperado del cuerpo y del corazón de Elena. Sus dedos se tocaron, como dos pétalos de una misma flor que se descubren al abrirse por primera vez al sol. Unas lágrimas se agolparon en los ojos de Giovanni.

Elena se emocionó tanto que sintió unas ganas locas de echarse en sus brazos. No obstante, se contuvo. Giovanni no se atrevió a ir más allá, entre otras cosas porque podían interrumpirlos en cualquier momento. Se contentó con apretar con fuerza la mano de la joven, y entrelazaron los dedos cerrando los ojos. La distancia se les hizo insoportable.

—¿Cuándo podré volver a verte? —preguntó él en un susurro.

El tuteo la hizo estremecerse más que el más apasionado de los besos. Consiguió reunir algunos pensamientos y se dijo que era preferible que no se vieran en su casa, a fin de no despertar las sospechas de su madre.

—¿Recibes a mujeres para hacerles el horóscopo sin que eso haga murmurar a toda Venecia?

—A veces, y estaría encantado de recibirte en mi casa, pero la propietaria conoce muy bien a tu madre.

—¡No importa! Diré la verdad: que el astrólogo que todo el mundo se disputa me ha propuesto hacerme la carta astral para responder a mi deseo de saber… ¡si me casaré pronto!

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