Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
—Y, por lo que dicen, no es nada arisca —añadió Andrea—, Aunque todo depende de lo que busquéis. Si queréis pasarlo bien, casi todas las jóvenes de la nobleza pueden abriros los brazos…, siempre y cuando tengáis la suficiente habilidad para conmover un poco su corazón. Pero casarse con ellas ya es otro cantar.
Giovanni no podía seguir oyendo. Hizo un esfuerzo por sonreír y pretextó una cita para marcharse. Por lo demás, tenía que ir de verdad a casa de Elena para dar otra clase de filosofía.
Mientras deambulaba por las callejuelas, junto a los canales, seguía pensando en las palabras de Agostino y Andrea. Aunque no se había atrevido a considerar la idea de contraer matrimonio con Elena, el hecho de enterarse de que, pasara lo que pasara, ese matrimonio no podría realizarse jamás lo sumió en un estado de profunda desesperación. Como si la última puerta de su sueño estuviera cerrada para siempre. También pensó en los pretendientes de la joven veneciana. Se preguntaba qué pensaría Elena de esa ley que impediría el matrimonio entre ellos. ¿Qué tenía previsto hacer? ¿Quedarse soltera y tener a Giovanni como amante? Tal cosa parecía imposible, dada su posición social. ¿Casarse con un hombre al que no amaba y ver a Giovanni en secreto? Esas preguntas lo atormentaban. Tenía que hablar con Elena. Pero ¿qué podía hacer para verla a solas? Cuando llegó a la parte trasera del palacio Contarini, se le ocurrió una idea. Se detuvo y escribió unas líneas en una página que arrancó del libro que llevaba en la mano. Después entró en el palacio por la puerta de servicio.
Dio la clase como si tal cosa. Elena lo miraba sin cesar, acechando desesperadamente el menor destello de ternura o de pasión en el fondo de sus ojos. Pero Giovanni permaneció impasible y distante. Cuando iban a separarse una vez más con ese abrumador sentimiento de frustración y Elena estaba ya al borde de la exasperación, Giovanni puso con disimulo una hoja cuidadosamente doblada en la mano de la joven.
A
cababa de sonar la medianoche en el campanario de la iglesia de San Samuele. Una sombra se deslizó por la estrecha calleja que bordeaba el palacio Contarini. Al llegar a unos metros del Gran Canal, el hombre se detuvo y levantó los ojos. La luna estaba llena e iluminaba la pared del palacio. En el interior, todas las luces estaban apagadas. Amplias ventanas, protegidas por rejas, se sucedían hasta el último piso del edificio.
El hombre saltó hasta la primera ventana, que correspondía a la planta baja del palacio. Se agarró de los barrotes, escaló la gran abertura hasta llegar arriba de todo y pasó a la segunda ventana, que daba al gran salón. Hizo lo mismo y llegó a una tercera abertura. Una débil luz iluminaba el interior de la habitación, un cuarto de baño. Giovanni dio unos suaves golpes en el cristal. La luz, la de una vela, se acercó. Elena abrió la ventana.
—¡Amor mío, lo has conseguido!
—¿Y tú? —preguntó febrilmente Giovanni.
—¡Sí! Mira.
La joven retiró el barrote que protegía la ventana y Giovanni entró en el cuarto. Elena miró a Giovanni con los ojos chispeantes.
—He seguido tus instrucciones, pero he necesitado casi dos horas para conseguirlo —añadió, exhibiendo con orgullo la herramienta que le había servido para quitar el barrote.
—¡Eres maravillosa!
El joven entró por primera vez en el dormitorio de Elena. Era muy grande. Dos altas ventanas daban al Gran Canal. La vista era magnífica, incluso de noche. En el otro lado de la habitación destacaba una gran cama con baldaquín. Giovanni cogió a la joven por la cintura y la tendió en la cama. Elena solo llevaba un largo camisón de seda blanca.
—¡Estás todavía más loca que yo!
—¡Echo tanto de menos tu boca, tu cuerpo, tus manos!
—¡Si supieras cómo te deseo!
—Entonces, tómame.
Elena no había entregado nunca su cuerpo a un hombre. Poseía una fuerte sensualidad y esperaba ese momento con cierta impaciencia. La sociedad veneciana no era pudibunda y muchos jóvenes conocían el amor físico antes del matrimonio. Sin embargo, Elena tenía una elevada idea del amor y no había querido intentar esa experiencia de la sexualidad sin que su alma se sintiera tan impresionada como sus sentidos. Y ahora por fin se sentía perdidamente enamorada. Sabía también que Giovanni la amaba y la deseaba con todo su ser.
Mientras ella lo desvestía, él le acariciaba la cara y el pelo. Aunque Giovanni ya había conocido los placeres de la unión carnal con Luna, tenía la sensación de estar haciendo el amor por primera vez y su alma temblaba tanto como su cuerpo. Besándola con pasión, tendió a Elena sobre la cama. Oleadas de incontrolable ternura le hacían un nudo en la garganta, y estrechaba a su amada contra sí para comprobar que era realmente de carne y hueso y que esa noche, mágica como ninguna otra, Elena era toda suya. Se fundió con ella devorándola, hundiendo el rostro en la masa sedosa de sus cabellos, al tiempo que un estremecimiento recorría todo su ser. La redondez de los pechos tiernos y firmes de la joven, apretados contra su torso, exacerbaba su deseo… Debajo de él, Elena gemía. Giovanni abrió los ojos y la imagen que vio le produjo un deseo doloroso: la imagen de Elena con los ojos cerrados y la frente cubierta de sudor, una imagen que sucedía a aquella otra, infinitamente casta, que había pagado con su sangre. En ese instante, mientras una hoguera ardía y marcaba el ritmo de sus movimientos, mientras la llevaba al éxtasis de su primer viaje junto, le susurró cuánto la amaba, y Elena oyó pronunciar su nombre como no lo había oído jamás…, como se repite una oración.
Los dos permanecieron largo rato uno contra otro, sin poder separar sus cuerpos. Luego, Giovanni se tendió al lado de su amada. Los dos saboreaban ese momento de alegría tan pura con los ojos clavados en el techo, la bóveda celeste del dormitorio de Elena.
—Jamás soportaré que estemos separados —susurró ella.
Giovanni la abrazó largamente.
—Yo tampoco, amor mío. Pero lo cierto es que nunca podremos ser marido y mujer.
Elena levantó la cabeza y lo miró con extrañeza.
—¿Por qué te preocupas por eso en este momento?
—¿Acaso no es verdad? Una ley prohíbe los matrimonios entre nobles y plebeyos, ¿no?
—En efecto, y es realmente lamentable.
—¿Cómo puedes amarme sabiendo que un día tendremos que separarnos para que tú puedas casarte con Badia o con Grimani?
Elena apartó la mirada.
—Estoy segura de una cosa: mi corazón solo ama al tuyo y jamás podré vivir lejos de ti.
—¿Cómo será posible, si estás casada con otro?
Elena lo abrazó.
—¡Seremos siempre amantes!
—¿Y solo podremos vernos en secreto?
—¡Me horroriza hablar de esto! ¿Hay otra solución?
—Por supuesto.
Elena miró a Giovanni con estupefacción.
—Irnos de Venecia —añadió el joven con decisión.
Un velo de tristeza cubrió la mirada de Elena.
—Mis padres no podrán soportar que transgreda las leyes de la ciudad y huya como una ladrona.
—Sin embargo, es la única solución realista para permanecer juntos, Elena. Lo he pensado detenidamente. Un día u otro, tendrás que elegir entre tu familia y yo.
Elena se quedó un rato con la mirada perdida. Luego se levantó despacio, atravesó la habitación y se asomó a la ventana.
—Nunca podré dejar esta ciudad. Forma parte de mí.
Volvió la cabeza hacia Giovanni. Sus ojos estaban empañados por las lágrimas.
—Y aunque te quiero más que a nada, aunque eres el amor de mi vida, jamás podré darles un disgusto semejante a mis padres. Mi marcha los mataría.
Giovanni bajó los ojos. Un dolor agudo traspasó su pecho. Se contuvo para no estallar en sollozos. A costa de un esfuerzo inmenso, consiguió tragarse su sufrimiento y levantó la cara hacia Elena.
—Tienes razón, amor mío, no volveré a hablarte nunca de esto.
Elena volvió hacia la cama y se echó en sus brazos. Lo cubrió de besos llorando, sin darse cuenta de que algo acababa de quebrarse en el corazón de su amante. Y de que las consecuencias iban a ser dramáticas.
V
eintiséis de diciembre. Giovanni se puso por primera vez la
bautta
, compuesta de una capucha de seda negra y una capa de encaje. Se cubrió con una máscara blanca la cara y con un tricornio la cabeza. Luego se echó sobre los hombros el tabarro, una gran capa negra. Salió del palacio Priuli y aguardó unos instantes. Era de noche y una densa niebla flotaba sobre la laguna. Precedido de un sirviente que llevaba una linterna, un hombre vestido de la misma forma se reunió al poco tiempo con él.
—Perdona que te haya hecho esperar. ¡No se ve ni gota con esta niebla! Estás irreconocible…
—Tú también, querido Agostino.
—Es un verdadero placer llevarte a tu primer baile de máscaras. Ya verás, es un momento inolvidable… en el que todo es posible.
Los dos hombres siguieron los pasos al portador de la linterna. Habían pasado semanas. Giovanni y Elena se veían clandestinamente dos o tres noches por semana en la habitación de la joven. En varias ocasiones habían estado a punto de pillarlo al alba, cuando bajaba dificultosamente por la pared. Pero, por suerte, ningún sirviente había descubierto la huella de sus visitas nocturnas. También continuaba viendo a Elena en las clases de filosofía, que a ella le apasionaban, aunque seguían encontrándose en presencia de un grupo de amigos de la familia Contarini. A Elena le encantaba ver a Giovanni hablar brillantemente de día de las ideas más elevadas y tener con él en secreto, de noche, unos encuentros amorosos que la colmaban de dicha.
Giovanni había mantenido su promesa y no había vuelto a abordar la dolorosa cuestión del matrimonio. Sin embargo, interiormente lo corroía un mal tanto más solapado cuanto más indiferente quería él mostrarse. Había intentado en varias ocasiones anunciarle a su amante que debía ausentarse unas semanas para ir a Roma, pero le daba tanto miedo separarse de ella que no había tenido valor para hacerlo. No obstante, se había impuesto el objetivo de realizar ese viaje en cuanto comenzara el nuevo año, después de la fiesta de Navidad que marcaba el comienzo del Carnaval.
El trío se cruzó con personajes enmascarados y disfrazados que se dirigían a fiestas privadas. Atravesaron numerosas plazas invadidas por una multitud abigarrada que celebraba el primer día de Carnaval. Este duraría varias semanas y alcanzaría su apoteosis el Martes de Carnaval, el anterior al inicio de la Cuaresma.
Mientras el pueblo se divertía en las calles al son de los tímpanos, los nobles organizaban bailes fastuosos en sus palacios. Pero ricos y pobres compartían el mismo entusiasmo por esos momentos fuera del tiempo en los que todo parecía permitido. Ya inclinados de por sí a las costumbres libres, los venecianos aprovechaban esas frenéticas noches de invierno para entregarse a toda clase de desenfrenos, en medio de un torbellino de música y de bailes regado con vinos espirituosos.
Aunque ese aspecto de las cosas no interesaba a Giovanni, había aceptado con curiosidad la proposición de Agostino de acompañarlo a uno de los bailes más famosos de la ciudad. Sabía que no encontraría allí a Elena, pues la joven recibía en su casa. El había declinado su invitación por miedo a no soportar ver a hombres enmascarados hacerle gestos atrevidos.
El grupito llegó ante el
palazzo
Gussoni. A pie o en góndola, decenas de hombres ataviados con la hautta y de mujeres enmascaradas entraban en el palacio magníficamente iluminado.
Agostino dio una moneda al portador de la linterna y tendió la invitación a los sirvientes, también enmascarados, que guardaban la entrada. Los dos hombres subieron la escalera que conducía al piso superior y desembocaron en una gran sala donde más de doscientos invitados degustaban ruidosamente los manjares más variados.
Muy pronto, el sonido de los violines excitó a los presentes y todos se pusieron a bailar. Pese a ser lego en la materia, Giovanni fue aspirado en la ronda y participó alegremente en la fiesta. Los bailes de grupo alternaban con los bailes de pareja, y Giovanni no tardó en aprender algunos pasos entre los brazos de una mujer sin saber si se trataba de una patricia o de una cortesana, que se mezclaban en las fiestas dadas por los aristócratas.
Bailó y bebió durante unas horas. Avanzada la noche, parejas y grupos empezaron a acariciarse en las esquinas de la sala, donde grandes divanes, protegidos por biombos, habían sido dispuestos para este fin. Giovanni declinó el ofrecimiento de varias damas. Se quedó sentado a una mesa brindando con un grupo de alegres invitados. Uno de ellos, que sin duda había bebido tanto como Giovanni, se había subido a la mesa y contaba sus proezas eróticas.
De pronto, Giovanni aguzó el oído. El hombre aseguraba haber pasado parte de la noche en el palacio Contarini.
—¡Ah, amigos míos, qué ambiente! Había allí muchas más muchachas sublimes que en este triste lugar donde es evidente que todos nuestros padres y abuelos se han dado cita.
Los jóvenes aplaudieron riendo.
—¡Algunas tenían el culo tan caliente que parecía que hubieran estado sentadas sobre brasas desde ayer!
—¡Y tú te has desvivido por enfriarlas con una buena ducha tibia! —dijo un hombre desde el otro extremo de la mesa, entre las risas de los presentes.
—¡No sabes la razón que tienes! He cogido a una de esas hembras, que bailaba tan bien que parecía que imitase a una gata en celo sobre el tejado de un campanario, la he rodeado por el talle y la he llevado a un canapé. Ha fingido resistirse unos instantes y luego se ha levantado las enaguas para enseñarme el conejito. ¡Ah, amigos míos, qué espléndida zorra!
El joven representó la escena.
—Le he dado la vuelta y la he tomado por el culo. Ha gritado tanto de placer que varias doncellas más han venido a animarnos y a esperar su turno. Después de haberla hecho gozar de lo lindo, me he retirado, y esa golfa me ha dado su nombre para que vaya a satisfacerla de nuevo a su casa.
Los invitados exultaron de alegría.
—¡Su nombre! ¡Su nombre! ¡Dinos su nombre!
El joven parecía dudar. Luego se animó.
—Sabéis perfectamente que no tengo derecho a revelar el nombre de una mujer enmascarada. Lo que puedo deciros es que se trataba… ¡de mi prometida!
Hombres y mujeres se echaron a reír escandalosamente.
—¡Mi casta prometida, de la que esperaba con impaciencia el primer beso, le ha ofrecido su culo a un desconocido!