El Oráculo de la Luna (26 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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Los invitados lloraban de risa. Uno de ellos se volvió hacia su vecina, que se encontraba justo al lado de Giovanni, y le susurró:

—¿No es el joven Tommaso Grimani? Pero ¿con quién está prometido?

—Todavía no lo está, pero es uno de los pretendientes de la joven Elena Contarini, así que sin duda se refiere a ella. Además, la fiesta de la que habla es la que se celebra en su palacio.

—¡No es posible!

Esas palabras se clavaron en el corazón de Giovanni como si fueran puñales. Permaneció callado unos instantes antes de gritar, alzando el puño:

—¡Mientes!

Giovanni se había levantado con furia. Todos se quedaron paralizados.

—¡Conozco bien a la mujer cuyo honor y nombre mancillas! ¡Es demasiado digna para dejar que la toquen tus apestosas manos!

El joven, desconcertado por la virulenta intervención de Giovanni, intentó mantener la calma.

—Ah…, creo que estoy ante uno de sus admiradores. Siento mucho haberte molestado…

—¡Mientes! ¡Quítate la máscara y ven a rendir cuentas con las armas del insulto que has proferido contra esa mujer!

—¿Y con quién tengo el honor de enfrentarme?

Giovanni se quitó la máscara.

—Me llamo Giovanni da Scola. ¡Si eres un hombre digno de tal nombre, da la cara y ven a batirte a espada!

Un hombre trató de interponerse.

—Vamos, cálmate. Nuestro amigo no ha dado ningún nombre. Esto no merece que os dejéis matar.

—Pese a la máscara, ese infame individuo es conocido de todos vosotros, así como la mujer a la que intenta mancillar con sus miserables palabras. ¿Manchar injustamente el nombre de una dama no merece, entonces, ninguna reparación? Lo único que tenéis de nobles es el título. En vuestra alma, no sois más que unos cerdos. ¡Unos cerdos disfrazados, perfumados… y enmascarados!

Un estremecimiento de horror recorrió a los presentes.

—Vos lo habéis querido.

El hombre bajó de un salto de la mesa, se plantó ante Giovanni y se quitó la máscara.

—Tommaso Grimani. Haré que os traguéis vuestros insultos, señor Da Scola. Os emplazo a vernos dentro de una hora, al amanecer, provistos de espada y acompañados de un testigo.

—¿Dónde?

—En el único sitio de Venecia donde es posible batirse en duelo sin ser interrumpidos por la policía: la isla de Santa Elena. Divertido, ¿verdad?

—¡Allí estaré!

Tommaso giró sobre sus talones y salió de la sala rodeado de sus amigos. Varios invitados se quedaron con Giovanni. Una mujer tomó la palabra:

—Estás loco. Ese hombre sabe luchar muy bien y ya ha enviado a varios al cielo, o al infierno.

En ese momento llegó Agostino.

—Giovanni, me he enterado de que has retado en duelo al hijo de los Grimani. ¿Acaso has perdido la cabeza? No solo es un experto espadachín, sino que además su familia está unida desde hace siglos a los Contarini.

—¿Y qué dirán los padres de Elena cuando se enteren de que su hija ha sido tachada públicamente de puta por ese cerdo?

Agostino se quedó parado. Un hombre tomó la palabra:

—No ha nombrado a nadie, ha hablado de su prometida.

—Pero Tommaso no está prometido a nadie, y menos aún a Elena —intervino de nuevo Agostino—. La pidió oficialmente en matrimonio hace dos semanas, pero ella lo rechazó.

—Ha contado lo primero que se le ha ocurrido para ahogar sus penas —dijo otro invitado—. No eran más que palabras sin fundamento pronunciadas por un hombre que ha bebido unas copas de más. Nadie le ha creído.

—Ve a pedirle disculpas mientras aún estás a tiempo, Giovanni.

—No seré tan cobarde como ese individuo, Agostino. Estamos citados dentro de menos de una hora en la isla de Santa Elena. Tengo una espada en mi casa. ¿Quieres ser mi testigo?

44

V
eintisiete de diciembre. Empezaba a amanecer. La barca salió del Gran Canal y se dirigió hacia la pequeña isla de Santa Elena, situada al final del barrio del Arsenal. La isla estaba prácticamente desierta. En el centro se hallaba un convento de monjas, rodeado de algunas casas.

Sus orillas eran bastante agrestes en ellas y se practicaba toda clase de actividades clandestinas o ilegales —tráfico de diferentes mercancías, duelos, adulterios— al amparo de los grandes carrizos.

Elena iba sentada en la proa de la barca. Miraba el mar con ansiedad. ¿Llegaría a tiempo de impedir que Giovanni y Tommaso se batieran? La había informado del incidente una invitada presente en el palacio Gussoni. Mientras la fiesta tocaba a su fin, Elena se había apresurado a pedir una embarcación y había subido en ella, sin avisar a nadie, en compañía de esa amiga.

Temía sobre todo por la vida de Giovanni. Tommaso era un hombre impulsivo y pendenciero, que tenía fama de ser un excelente espadachín. Ya había sido condenado dos veces a penas, de cárcel por haberse batido en duelo y haber matado a sus desdichados adversarios. Sin embargo, no había estado mucho tiempo encerrado, pues, si bien los duelos estaban prohibidos por la ley, de hecho se toleraban cuando los implicados eran nobles y se celebraban ante testigos, según las reglas.

La barca bordeó las orillas de San Marco y del Arsenal. La noche había dado paso al día. Elena sentía una terrible opresión. Tenía la sensación de que llegaría demasiado tarde para impedir ese duelo, que, por lo que le había contado su amiga, le parecía provocado por una dramática mezcla de alcohol, amargura y necedad en el corazón de Tommaso, y de celos y de un excesivo sentido del honor en el de Giovanni.

—¡Más deprisa! —dijo Elena al remero, que sudaba por el esfuerzo pese al frío penetrante.

Las jóvenes no tardaron en ver la punta de la isla. Dos barcas, sin duda las de los duelistas y sus testigos, estaban amarradas. Los pocos minutos que separaban todavía su embarcación de la orilla le parecieron horas a Elena. La angustia casi no la dejaba respirar. Estaba segura de que ya se había producido un drama terrible.

En cuanto la barca atracó, saltó al muelle. Se descalzó y echó a correr a través de los carrizos con mucha dificultad, pues no había tenido tiempo de quitarse el vestido de fiesta y le estorbaba. Desembocó en un espacio despejado y el espectáculo que apareció ante sus ojos confirmó sus peores temores.

Un hombre estaba tendido en el suelo. Dos más estaban inclinados sobre él. Elena se precipitó hacia ellos. Agostino se levantó y asió firmemente a Elena antes de que viera aquel terrible espectáculo.

—Está muerto —le dijo, intentando apartarla de allí.

Elena se debatió con todas sus fuerzas.

—¡Suéltame! ¡Quiero verlo!

Agostino rodeó con sus manos trémulas el rostro bañado en lágrimas de la joven.

—Ya no se puede hacer nada, la espada le ha atravesado la garganta. Se ha desangrado en unos minutos.

Elena se puso a gritar y a golpear con los puños los hombros de Agostino.

—¡Suéltame! ¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo!

Elena arañó a Agostino y consiguió escapar. Se abalanzó hacia el cuerpo tendido. El desdichado estaba sobre un charco de sangre y su rostro resultaba irreconocible. Elena se arrojó sobre él y apoyó la cabeza en su pecho. La capucha de seda y la capa de encaje estaban manchadas de rojo.

—¡Amor mío! —murmuró Elena—. ¿Por qué me has dejado? No podré seguir viviendo sin ti. ¿Por qué?… ¿Por qué?

Rompió a llorar. El testigo de Tommaso retrocedió un paso y susurró al oído de Agostino:

—No sabía que estuviera tan unida a él.

—Yo tampoco. La tragedia es todavía mayor de lo que imaginaba…

Elena se incorporó y cogió su propia capa para limpiar el rostro de su amigo, inclinado hacia un lado y totalmente cubierto de sangre. Con delicadeza, pasó la tela de terciopelo negro sobre la cara ensangrentada. Luego levantó la cabeza del joven y, haciendo acopio de las escasas fuerzas que le quedaban, contempló el rostro tan amado.

La muchacha se quedó unos segundos con los ojos clavados en las facciones del cadáver, profirió un grito y, acto seguido, perdió el conocimiento.

Los dos testigos levantaron el cuerpo de Elena. La trasladaron a la orilla y le mojaron la cara con agua. Pero la joven seguía sin volver en sí.

—¡Mirad! —dijo la amiga de Elena.

Los hombres levantaron los ojos. Vieron dos barcos que se acercaban a toda prisa.

—Alguien ha avisado a las autoridades —dijo Agostino, contrariado—. Menos mal que al fin ha decidido huir y abandonar la ciudad, porque, si no, tenía la prisión asegurada.

45

E
lena abrió los ojos. Miró con sorpresa la cama en la que estaba tendida y vio a su madre y a dos de sus amigas hablando sentadas junto a ella.

—¡Giovanni! —gritó, incorporándose súbitamente—. ¡Giovanni!

Su madre y sus amigas se precipitaron hacia ella.

—¡Alabado sea Dios, has recuperado el conocimiento! —dijo su madre, sosteniéndole la cabeza—. ¡Estábamos muy preocupadas!

Elena volvió la mirada, espantada, hacia las tres mujeres.

—¿Dónde está Giovanni?

—Querida, descansa —le aconsejó su mejor amiga, cogiéndole una mano.

Elena apartó la mano con un ademán brusco.

—¿Dónde está Giovanni? —repitió, mirando a su madre.

Vienna volvió la cabeza, mostrando su incomodidad.

—Mamá, ¿dónde está? Quiero verlo.

Vienna miró a su hija con aire contrito.

—Eso es imposible.

—¿Cómo que es imposible?

—Sabes…, sabes muy bien lo que ha pasado.

—¿Y qué? ¿Por qué no voy a poder verlo?

—Vamos, Elena, sé razonable —dijo una de sus amigas—. Sabes que está prohibido visitar a un preso que acaba de matar a un hombre.

Elena llevaba media hora larga esperando en la antesala del despacho del dux. Después de la conmoción que había sufrido por creer que su amante había muerto, antes de descubrir, al limpiar la cara del desdichado Tommaso, que había sido Giovanni quien había ganado el duelo, nada podría detenerla en su intento de ver cuanto antes al hombre al que amaba. Había decidido inmediatamente solicitar una audiencia excepcional a su bisabuelo.

Un secretario abrió la puerta.

—Señora Contarini…

Elena se levantó de un salto. —¿Sí?

—Tened la bondad de entrar, por favor.

En cuanto entró en la habitación, el viejo dux se levantó de su escritorio y avanzó hacia/ella con los brazos abiertos.

—¡Hija mía!

Elena se echó en sus brazos sin poder contener las lágrimas. El anciano pidió a su secretario que saliera. Luego dijo a la joven, acariciándole suavemente el rostro:

—¿Qué ocurre, princesa?

—Abuelo, necesito tu ayuda.

—Te escucho.

—Esta mañana, al amanecer, han detenido a un hombre por haberse batido en duelo en la isla de Santa Elena.

—Me han informado de ese estúpido y trágico duelo —la interrumpió el dux—. Acabo de enviar el pésame a la familia Grimani. —El anciano miró a Elena con compasión—.Y sé que tenías relación con la víctima, hija.

—Es verdad. Tommaso me había pedido en matrimonio hace poco, pero yo lo había rechazado. Y seguramente ha sido eso lo que ha desencadenado este drama.

—Explícate.

—Según unos testigos, Tommaso, que sin duda alguna anoche había bebido demasiado, dijo ignominias sobre mí al afirmar que me había poseído como a una vulgar cortesana durante el baile de máscaras. El joven Giovanni lo retó en duelo para lavar esa afrenta.

El dux puso cara de perplejidad.

—Todavía no conozco todos los detalles de este caso, pero he puesto en marcha una investigación. Ordenaré que se tenga en cuenta tu declaración. Sin embargo, eso no nos devolverá al desdichado Tommaso, que por una vez ha dado con alguien más fuerte que él.

—Abuelo, no he venido a verte por Tommaso —protestó Elena—, sino para que ayudes a Giovanni da Scola.

—¿A su asesino?

—Lo conozco muy bien. Nos da clases de filosofía a mamá y a mí desde hace dos meses. Es un hombre muy refinado y de una gran bondad. ¡Ha actuado para defender mi honor!

El dux se alejó, acariciándose la barba con aire pensativo.

—He oído hablar de ese joven. Un brillante astrólogo de Florencia, creo…

—De Calabria —rectificó Elena—, pero ha sido discípulo de un gran filósofo florentino.

—De Calabria…, humm…, investigaremos sobre su identidad. Porque no solo se ha batido en duelo, sino que ha intentado huir. Lo hemos encontrado cuando iba a su casa a buscar algún objeto antes de marcharse de la ciudad. Ya conoces nuestras leyes: debe ser juzgado, pues los duelos están estrictamente prohibidos. Sin embargo, si el duelo ha tenido lugar por un motivo justo y de acuerdo con las reglas del arte, tu amigo saldrá de esta con tan solo unos meses de prisión y la expulsión definitiva de la ciudad.

—Quisiera… pedirte dos pequeños favores.

El viejo dux miró a Elena en silencio.

—Que sea bien tratado y no sufra torturas.

—Velaré personalmente por que así sea.

—Desearía también verlo, aunque solo sea una vez y brevemente…

—Eso es imposible, hija mía.

—Pero… tú eres el dux.

—¡El dux no está por encima de las leyes de la ciudad! —replicó el anciano con energía—. Sobre todo cuando se trata de un asunto que afecta a personas de su familia. Sabes muy bien que me hallo sometido a la estrecha vigilancia del Consejo de los Diez…, ¡donde no solo tengo amigos, ni mucho menos!

Elena se arrojó a los pies de su abuelo.

—¡Te lo suplico! ¡Ha cometido esta tontería por el amor que me tiene!

El dux levantó a Elena.

—Tengo la impresión de que era algo más que tu profesor de filosofía…

—Es verdad —confesó Elena—. Nos amamos. Aunque ese amor es imposible según nuestras leyes.

—Te prometo pensar en ello, pero tú mantén la calma y no reveles a nadie, ni siquiera a los investigadores y a los jueces, la verdadera naturaleza del vínculo que te une a ese hombre. ¿Entendido?

Elena asintió con la cabeza. Su bisabuelo le dio un beso en la frente y le prometió ir muy pronto al palacio Contarini para darle noticias de Giovanni.

Una semana más tarde, Andrea Gritti cumplió su promesa. Cenó en casa de su nieta y su biznieta. Elena había esperado ese momento con un gran nerviosismo. En Venecia solo se hablaba de ese duelo, y circulaban rumores de todo tipo sobre las razones y las circunstancias del enfrentamiento. Contaban que el duelo había durado más de veinte minutos y que Giovanni había demostrado ser un notable espadachín. Según uno de los testigos, había herido primero a su adversario en la pierna y le había exigido que retirara sus palabras ofensivas sobre la joven. Tommaso había contestado sonriendo: «Jamás te casarás con Elena, porque no eres más que un pequeño noble de una ciudad insignificante». Entonces había sido cuando Giovanni le había asestado en la garganta el golpe fatal. Algunos no daban crédito a esa historia. Otros, por el contrario, afirmaban reconocer en ella el carácter orgulloso e impulsivo del joven Tommaso y ensalzaban el sentido del honor del astrólogo, cuyas cualidades como espadachín todos desconocían hasta entonces.

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