El Oráculo de la Luna (28 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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Finalmente llegó ante una cabaña de madera adosada a la roca. La cabaña estaba rodeada de un pequeño jardín, en torno al cual se alzaba, curiosamente, una empalizada de madera que no debía de sobrepasar un metro de altura. Una fina cuerda de cáñamo unía la puerta de entrada de la cabaña a la de la valla, situada a una decena de metros de distancia. El viejo eremita, que estaba completamente ciego desde hacía varios años, había instalado ese dispositivo para no ser molestado en todo momento por los monjes o los peregrinos que iban a pedirle consejos para su vida espiritual. Cuando estaba disponible, dejaba deslizarse la llave de la puerta a lo largo de la cuerda.

Fray Ioannis se sintió aliviado al ver que era el único que había ido ese día a visitar al stárets. Vio que la llave estaba en el otro extremo de la cuerda, junto a la puerta de entrada de la cabaña. A fin de avisar de su presencia, cogió la simandra, una pequeña tabla de roble colgada delante de la puerta de la valla, y dio. Una decena de golpes con ayuda de un mazo. Luego se sentó bajo un tejadillo construido a unos metros de la entrada. El hegúmeno le había advertido que podía tener que esperar largas horas antes de que el stárets dejara deslizarse la llave por el cordel de cáñamo, en señal de que estaba dispuesto a recibir a sus visitantes. Incluso se contaba que a veces los hacía esperar varios días. El eremita continuaba dedicándose a sus ocupaciones como si nada, salía al jardín y entraba en la cabaña fingiendo no saber que lo esperaban justo delante del vallado. Algunos se desanimaban y se iban; otros esperaban rezando, sin comer ni dormir, y contaban que esa espera había sido para ellos fuente de las mayores gracias divinas. Corría también el rumor de que el stárets tenía el don de la clarividencia, lo que contrastaba con su ceguera física, y que en ocasiones reconocía antes de verlos a los que iban a visitarlo incluso por primera vez. Leía el pensamiento, decían, y nadie se habría atrevido a mentirle.

Pero sobre todo era un hombre de una gran santidad. Nacido en un pueblecito del sur de Rusia, había llegado al Monte Santo a la edad de diecinueve años y jamás había salido de allí. Primero había llevado durante cuarenta años una vida humilde y discreta en el gran monasterio ruso de Agiou Pandeleimonos. Luego, deseoso de vivir en una comunidad menos numerosa, se había trasladado a la edad de sesenta años a una pequeña
sketae
cercana al monasterio. Allí fue donde se forjó su reputación. Quince años más tarde, a fin de huir del flujo ininterrumpido de visitantes que se agolpaban para recibir sus consejos, se aisló más instalándose en ese retiro perdido en la punta de la península. Allí vivía desde hacía ocho años. Pero, si bien la mayoría de los peregrinos habían perdido su rastro, los monjes del Athos se transmitían secretamente la información, como un precioso tesoro, y el viejo todavía era molestado con frecuencia por frailes venidos de todos los rincones del Athos.

Las horas de la tarde transcurrieron sin que el eremita diera señales de vida. El joven monje se sintió tentado repetidas veces de golpear de nuevo la simandra, por miedo a que el stárets no se hubiera enterado de que tenía una visita. Pero recordó las palabras del hegúmeno, quien le había aconsejado avisar una sola vez de su presencia, pues el viejo eremita tenía un oído excelente y no le agradaba que los visitantes lo molestaran varias veces. Así pues, el novicio rezó con fervor, recitando sin cesar la plegaria de Jesús y pidiendo a Dios que iluminara al santo hombre sobre el consejo que había ido a pedirle. Al anochecer, el hambre empezó a atenazarlo. Afortunadamente, había previsto la posibilidad de una larga espera. Sacó de su alfoija un trozo de pan. Mientras comía, seguía recitando interiormente: «Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador». Hacia las diez de la noche, cuando el joven empezaba a adormilarse, una lucecita apareció en la cabaña del eremita. Fray loannis se levantó y se acercó a la puerta del vallado. Vio, en la habitación débilmente iluminada, la sombra de un viejo que iba y venía. Al cabo de unos instantes, el eremita entreabrió una pequeña ventana situada al lado de su puerta y dejó deslizarse una gran llave a lo largo del cordel. La llave chocó ruidosamente contra una placa de cobre, en la entrada de la valla. Con el corazón palpitante, el novicio cogió la llave y la introdujo en la cerradura de la puerta. Cerró esta tras de sí y abrió la segunda puerta con ayuda de la misma llave. Distinguió una forma humana sentada sobre un jergón extendido directamente sobre el suelo, al fondo de la única estancia. Una vela estaba encendida sobre una mesita, en una esquina. El novicio avanzó lentamente en dirección al eremita. Al llegar ante el anciano, cuyos rasgos aún no distinguía bien, el novicio se inclinó en señal de respeto.

—Evlogite!


O'Kyrios
! —contestó el eremita haciendo la señal de la cruz, antes de tender su mano larga y arrugada al novicio, que la besó en muestra de devoción.

—Toma asiento, hijo —dijo el stárets con una voz melodiosa, señalando un cojín colocado frente a él.

Su mano derecha estaba ocupada desgranando un
komboskimi
, una especie de rosario de algodón que él mismo había hecho. El novicio se sentó sobre el cojín. Miró al eremita y se quedó impresionado por su belleza. Una larga barba, de un blanco inmaculado y perfil irregular, enmarcaba un rostro de facciones armoniosas, aunque marcado por la ascesis de una larga vida de privación.

Pese a su extrema delgadez y su ceguera, la cara del anciano estaba como irradiada por una luz interior que le daba una expresión de gran bondad.


Batiushka
—dijo el novicio, empleando la palabra rusa que significa «padrecito»—, os agradezco que me concedáis esta entrevista.

—¿Qué puedo hacer por ti, hijo?

—Vengo por recomendación del hegúmeno del monasterio de Simonos Petra.

El joven monje hizo una pausa. En vista de que el stárets no decía nada, prosiguió:

—Soy novicio en el monasterio desde hace tres años y debo pronunciar mis votos. Sin embargo, hay un obstáculo. A mi llegada al Athos, conocí al pintor Teófanes de Creta, quien me inició en el arte de los iconos. He pintado varios para el monasterio, únicamente Vírgenes con Niño. Pero el hegúmeno y el Consejo de Ancianos están preocupados por mis últimas pinturas. Les parece que mis Vírgenes son… demasiado sensuales.

El anciano esbozó una sonrisa.

—¡Qué pena que esté ciego y no pueda disfrutar de su visión!

Fray Ioannis acogió con sorpresa ese rasgo de humor.

—Yo no soy en absoluto consciente de ello —prosiguió en tono vacilante—, y pintar esas Vírgenes se ha vuelto esencial para mi vida espiritual. Rezo sin cesar mientras pinto y así encuentro la paz del alma. Pero los Ancianos me piden que renuncie definitivamente a pintar, y si no lo hago no me aceptarán en la comunidad.

El joven hizo una larga pausa. Se percató de que el eremita, cuya expresión del rostro veía cada vez mejor, había adoptado un aire más grave y parecía absorto en la oración.

—Desde que el hegúmeno me ha informado de esa decisión —continuó—, he perdido la paz. No duermo, soy incapaz de concentrarme en los oficios y de rezar con serenidad. Siento un gran abatimiento semejante a la acidia: no logro tomar una decisión sobre mi futuro en el monasterio. Deseo ardientemente pronunciar los votos y proseguir esta vida de ascesis y de oración. Pero la idea de dejar definitivamente de pintar iconos de la Virgen me parece imposible… Creo… creo que no seré capaz…

En la cabaña se hizo el silencio. Fuera se oía el ruido del viento que venía del cercano mar. El stárets continuaba desgranando el rosario. El joven novicio lo miraba con el corazón encogido, esperando su opinión. Al cabo de unos minutos, el viejo monje dijo:

—Háblame de la mujer a la que has amado en el mundo antes de ingresar en el monasterio.

Fray Ioannis se quedó parado.

—¿Qué… qué queréis decir?

—Háblame de esa mujer que todavía enciende tu corazón y a la que pintas con los rasgos de la Virgen.

La voz del stárets era firme, pero estaba teñida de una gran dulzura. El novicio guardó silencio unos instantes y a continuación se deshizo en lágrimas. Pese a todos sus esfuerzos, no conseguía contener el llanto. Fue sacudido por sollozos cada vez más violentos y tuvo que acercarse varias veces la manga del hábito a la cara para secarse los ojos. Sin que ninguna palabra y ninguna imagen acudiera a su mente, sentía que una inmensa pena invadía su alma.

Luego, la imagen del rostro de una mujer volvió a su conciencia. Un rostro que había intentado olvidar para siempre. Un rostro que creía haber borrado de su alma por medio de la oración incesante.

Después de diez largos minutos, logró calmar sus sollozos, pero sentía su corazón inmerso en un abismo de tristeza. El viejo monje había permanecido en silencio. Se inclinó para tender su mano hacia la del novicio y la asió con fuerza. El joven sintió un intenso calor procedente de esa mano delgada y arrugada.

El calor recorrió su cuerpo y llegó hasta su corazón.

Entonces tuvo fuerzas para decir:

—Se llama Elena.

47

D
urante tres largas horas, Giovanni le contó su vida al viejo monje. En varias ocasiones, las lágrimas lo asaltaron de nuevo y tuvo que interrumpir su relato. El stárets permanecía en silencio. Le había soltado despacio la mano, pero lo escuchaba con una compasión tan grande que el novicio sentía irradiar una cálida luz del anciano. Esa luz le daba valor para proseguir su narración. Después de haber confesado su crimen y su condena, Giovanni continuó su relato:

—Le di, pues, la llave del armario a Elena y le confié esa misión que no había cumplido, traicionando la confianza de mi maestro, que tanto me había dado.

El joven monje dejó escapar un profundo suspiro.

—Al día siguiente, me llevaron a una galera militar que se disponía a zarpar de Venecia para patrullar el Mediterráneo. Me ataron a un banco, al lado de otros cinco remeros. Éramos más de doscientos condenados, todos criminales. En las condiciones en las que vivíamos, los más curtidos aguantaban dos o tres años como máximo. Debo confesaros, padrecito, que yo solo aspiraba a morir. Pero sin duda la Providencia decidió otra cosa, pues lo que debería haber sido un accidente fatal se convirtió en la causa de mi salvación.

»Vivía en ese infierno de sufrimiento y de desesperanza desde hacía unos dieciocho meses, cuando nuestra nave fue hundida por un barco turco al término de una terrible batalla. Mientras el agua entraba por todas partes y nosotros, desgraciados galeotes atados a nuestros bancos, gritábamos como animales conducidos al matadero, uno de nuestros guardianes, Dios lo bendiga, se compadeció de nosotros. Empezó a abrir los candados de nuestras cadenas. Como estaba en las primeras filas, pude escapar antes de que la nave se fuera a pique del todo. Me arrojé al agua y, gracias a Dios, pude agarrarme a una tabla de madera que flotaba. Horas y horas más tarde, acabé por ser arrastrado hasta una costa que me era desconocida. Perdí el conocimiento. Cuando volví en mí, estaba tendido en la pequeña celda de un monasterio. Había ido a parar a la isla de Creta, y los pescadores que me habían recogido se habían dado cuenta, por los grilletes que rodeaban mis muñecas, de que era un galeote evadido. En lugar de entregarme a las autoridades venecianas que gobernaban la isla, me habían llevado a un monasterio ortodoxo. Los monjes me cuidaron con una gran compasión y el hegúmeno me explicó que la población cretense era hostil a los venecianos por ser católicos. Se arriesgó a tenerme escondido en su monasterio.

»Como tenía que permanecer en el recinto de la clausura, pasaba la mayor parte del tiempo leyendo y meditando en la pequeña capilla dedicada a la Virgen. No era un celoso creyente y mi fe era muy imperfecta. Pero un viejo icono de la Virgen María me conmovía especialmente. Era una Virgen de la Misericordia. Inevitablemente, pasaba cada vez más tiempo mirándola. Había sido pintada tiempo atrás por un célebre artista ruso, Andrei Rublev. Un día, mientras estaba recogido ante el icono pensando con angustia y tristeza en mi vida pasada, sentí brotar del icono una inmensa ternura. La Virgen me sonreía y parecía decirme: «No te preocupes, yo soy tu madre y te quiero pese a tu crimen y a tus extravíos».

Giovanni hizo otra pausa. Una emoción particular oprimió su garganta.

—Entonces,
batiushka
, estallé en sollozos como hace un rato ante vos. Sentí el horror de mi pecado al mismo tiempo que el amor infinito de la Madre de Cristo. Lloré durante horas, solo en la pequeña capilla, corroído por el remordimiento de mi crimen. Luego llegaron los monjes para celebrar el oficio de la noche. Y por primera vez mi corazón se abrió a la divina liturgia. Sentía una alegría sin límites. Al final del oficio, fui en busca del hegúmeno y le conté mi vida. Tuvo palabras severas en relación con mis pecados, pero supo encontrar palabras tiernas y reconfortantes para el pecador arrepentido que era yo. Semana tras semana, mientras progresaba cada vez más en el dominio de la lengua griega, él me instruyó en los fundamentos de la fe ortodoxa. Luego, con su acuerdo, decidí hacer solemnemente profesión de fe. ¡Ah, padre, viví grandes momentos de gracia!

El stárets continuaba sin decir nada. Con el semblante sereno, seguía escuchando el relato de Giovanni mientras desgranaba el rosario. El novicio prosiguió:

—Yo no sabía muy bien qué hacer. Por un lado, ardía en deseos de volver a Venecia para ver a Elena, aunque sabía que era tremendamente arriesgado. Por otro lado, estaba tentado de regresar a Italia para confesar a mi maestro el fracaso de mi misión. Pero el hegúmeno me disuadió de hacerlo, por miedo a que cayera en manos de los venecianos que controlaban el mar Adriático. Le parecía también que Elena no dejaría de cumplir esa misión que yo le había confiado en nuestro último encuentro. Ojalá tenga razón.

»Un día —continuó el novicio—, el hegúmeno vino a hacerme partícipe de su inquietud. Mi presencia en el seno del pequeño monasterio empezaba a ser conocida por demasiada gente y temía que las autoridades políticas no tardaran en enterarse. Fue entonces cuando me propuso que fuera al monte Athos, adonde tres hermanos tenían que ir para realizar un largo retiro. Puesto que la Montaña Santa estaba, al igual que toda Grecia, en territorio otomano, allí no había ningún peligro de que cayera en manos de los venecianos. Acepté su ofrecimiento tanto más gustoso cuanto que empezaba a sentirme agobiado en aquella clausura monástica.

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