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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

El país de uno (7 page)

BOOK: El país de uno
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En México todavía es posible reírse de la fisionomía de los negros; todavía es posible burlarse de la forma de hablar de los indios; todavía es posible descalificar a personas por su nacionalidad; todavía es posible despedir de un trabajo a empleadas embarazadas; todavía es posible discriminar a los discapacitados; todavía es posible matar a una mujer sin recibir un castigo por ello. Todavía es posible. Todavía es permisible. Todavía es justificable. Se vale. Por la historia o por la tradición o por la cultura o por el ánimo de hacer reír o por la excepcionalidad. Como México no hay dos, dice el dicho.

PAÍS CORRUPTO

Todo indica que, a pesar de los avances democráticos que ocurrieron en la década pasada, llevamos un buen tiempo sistemáticamente saqueando y maltratando a México. Y la culpa no es sólo de la clase política rapaz; la responsabilidad también reside en ciudadanos que emulan las peores prácticas que ocurren en los pasillos del poder: evaden impuestos, pagan mordidas, se vuelven cómplices de la corrupción que denuncian. Peor aún, no confían en sus compatriotas. La ausencia de ese valor fundamental para la consolidación democrática y la prosperidad económica, como lo escribió Francis Fukuyama en su libro
Trust
, lleva al surgimiento de una sociedad atomizada, corroída, descompuesta. Refleja lo que el escritor Michael Lewis llama un “colapso moral”. Ese punto al cual llega una sociedad que ha perdido la cohesión, el sentido colectivo, los valores compartidos, el mapa mental que permite funcionar como país. Difícil reconocer que es así.

Nos hemos acostumbrado al saqueo colectivo; hemos aprendido que el país funciona así. Allí están los estratosféricos salarios, bonos, pensiones y beneficios de los que arriban al sector público. Allí está un sistema educativo que ni siquiera sabe cuántos maestros y burócratas tiene, mientras los mantiene de forma vitalicia. Allí está un sistema de seguridad social que genera incentivos para la informalidad, mientras desparrama recursos. Allí está el gasto público repartido entre los gobernadores, un hoyo negro que evade la fiscalización. Allí está el país paralelo, resistente al cambio y atorado en las costumbres extralegales, antiinstitucionales, informales.

Casi no importa donde termina el desperdicio y comienza el robo; lo primero enmascara y propicia lo segundo. Se asume que cualquiera que trabaja en el gobierno puede ser sujeto de la corrupción, de la complicidad, del encubrimiento. Quienes tienen tratos con miembros del sector público asumen que siempre se puede llegar a un acuerdo personal tras bambalinas. Quienes pasan su vida en el “servicio público” emergen con mansiones multimillonarias y casas de fin de semana en los destinos más codiciados. Quienes no encuentran un Estado capaz de ofrecer seguridad personal buscan la protección ofrecida por capos en lugar de policías.

El rasgo cultural —tanto causa como síntoma del colapso moral— es la resistencia de tantos mexicanos a pagar impuestos. La vasta mayoría de los trabajadores autoempleados hace trampa, evade, soborna, promueve la contabilidad creativa. Los mexicanos nunca han aprendido a pagar impuestos, y no lo han hecho porque pocos son penalizados. Es una ofensa social menor, como cuando un hombre no le abre la puerta a una mujer, o habla con la boca llena. En México el nivel de evasión es extraordinariamente alto y el nivel de recolección es deprimentemente bajo. Como la mayoría de los mexicanos, a excepción de los contribuyentes cautivos, no paga, la sanción a personas que no lo hacen parecería arbitraria. Y los casos de quienes son detectados practicando la evasión o la elusión son llevados a las cortes, donde languidecen durante años. Mientras tanto, millones de mexicanos insisten en pagos en efectivo, ocultan o lavan dinero, logran la condonación. El sistema tributario facilita que la sociedad entera haga trampa.

La cantidad de energía social que se dedica a doblar la ley en México es monumental. Y lo peor es que hemos perdido la capacidad para la sorpresa ante lo que debería ser visto como comportamiento condenable. El Estado mexicano no sólo es corrupto; también corrompe. Eso lleva a que los mexicanos tengan pocas cosas amables que decir sobre sí mismos o sus compatriotas. En lo individual, los mexicanos son generosos, leales, amables. Pero en lo colectivo demuestran lo peor de sí mismos: evaden impuestos, sobornan a políticos, mienten para obtener un beneficio personal. La total ausencia de fe social se convierte así en un círculo vicioso. La epidemia de la mentira, la trampa, el robo y la corrupción hacen imposible la vida cívica y el colapso de la vida cívica simplemente instiga patrones cada vez peores.

En México desde hace muchos años existen ovejas negras. Pero al contrario de lo que les ocurre en las fábulas de Augusto Monterroso, no son fusiladas. Siguen allí, en el rebaño. Pastando, balando, tomando el sol, tapándolo con una pezuña. Miembros de un bestiario surreal poblado por los políticos del país. Con sus casas y sus terrenos y sus cuentas y sus yates y sus aviones y sus elecciones multimillonarias. Con sus evasiones y sus justificaciones y sus vueltas de hoja. Los habitantes de ese espacio alucinado donde todos son iguales y comparten el mismo color de lana.

Desde hace algunos años México contempla la erupción de la corrupción y lo peor de sus efectos. Conforme avanza la transición, el país parece más democrático pero también más cleptocrático. Más abierto pero también más sucio. Más competitivo pero también más corrompido. Antes las fortunas de los políticos eran una suposición compartida; ahora son una realidad televisada. Antes los
pieds a terre
en París eran un secreto guardado; ahora son un escándalo publicado. Lodo va y lodo viene; propiedades van y propiedades vienen. La vida pública como ruta para el enriquecimiento privado, finalmente evidenciada. Expuesta. Aireada. Generando una indignación necesaria. Produciendo un enojo saludable. Provocando —también— una obsesión contraproducente con la corrupción.

Una obsesión que se convierte en el gran distractor, en una cortina de humo que oscurece problemas más profundos. La corrupción se vuelve el diagnóstico nacional para entender todo aquello que está mal. Y se recurre a ella como razón principal para justificar la parálisis. Sin personas como Elba Esther Gordillo, México avanzaría, se dice. Sin políticos como Mario Marín o Ulises Ruiz, México caminaría, se argumenta. Sin el pequeño priísta que todos los mexicanos cargan dentro, el cambio sería posible, se oye. Bastarían las manos limpias y las conciencias tranquilas. Bastaría la eliminación de las prácticas malas para producir resultados buenos. Bastaría decirle adiós a las trampas para que el país no se tropezara con ellas. El fusilamiento de las ovejas negras permitiría que todo el rebaño fuera blanco.

Pero como argumenta Moisés Naim —editor de
Foreign Policy
— la obsesión con la corrupción puede ser una mala medicina para un país enfermo. Porque la condena a los culpables se convierte en curita. Porque la crítica a los corruptos permite la catarsis pero poco más. El escándalo superficial mata la reflexión profunda. Mientras México mira a Jorge Hank Rhon no discute la competitividad. Mientras México recuerda la fortuna acumulada de Arturo Montiel no piensa en la productividad. Mientras México contempla el canibalismo dentro del
PRD
, no se centra en la creación de empleo fuera de él. Hoy el país señala a los corruptos con el dedo índice, pero no sabe qué hacer con el resto de la mano. ¿Empujar hacia adelante las reformas estructurales o detenerlas? ¿Abrir más los mercados a la competencia o frenarla? ¿Promover un proyecto alternativo de nación o criticar su falta de viabilidad?

Es innegable que la corrupción lastima. Es cierto que la corrupción ofende. Es obvio que la corrupción tiene costos y el país los paga. Es claro que la corrupción debe ser combatida y castigada. Pero es un síntoma de males más complejos y más difíciles de curar: instituciones débiles, rendición de cuentas inexistente, capitalismo rapaz. Y la obsesión con la corrupción puede distraer la atención de donde tendría que estar centrada: en todo aquello que Mexico tiene que hacer para modernizarse. En el hecho —incontrovertible— de que al país se le está acabando el tiempo para hacerlo. En la paradoja —terrible— de que la lucha contra la corrupción puede minar a la democracia y encumbrar a los hombres equivocados con las ideas equivocadas. En el reconocimiento —ineludible— de que la corrupción constituye un problema crucial pero es el reflejo de otros peores. Una economía cada vez menos competitiva; un mercado laboral cada vez menos productivo; un sector energético cada vez menos eficiente; un gobierno cada vez menos preparado para instrumentar reformas que la globalización exige; un Estado cada vez menos capaz de invertir en su población. Todo eso desaparece de vista, se tapa cuando se ondea la gran bandera del combate a la corrupción.

Nadie la enarbola mejor que Andrés Manuel López Obrador. Nadie la agita mejor que el Peje. Diciendo que la corrupción es el principal escollo al que se enfrenta el país. Argumentando que la deshonestidad “le ha dado al traste”. Sugiriendo que “el cambio verdadero” se dará cuando se cuelgue a los corruptos. Augurando que todo cambiará cuando los ministros de la Suprema Corte dejen de ganar cuatrocientos mil pesos al mes, cuando el presidente use menos su avión, cuando termine el turismo político. Cuando los decentes remplacen a los malosos y les arrebaten sus cuentas. Cuando los políticos cerca del pueblo destierren a los políticos que lo exprimen. Cuando las reducciones millonarias del gasto corriente permitan la expansión del gasto discrecional.

El mensaje de
AMLO
es claro, reiterativo, disciplinado. Para incrementar la competividad será suficiente la honestidad. Para recobrar los espacios perdidos en el mercado mundial será suficiente recuperar los recursos del Fobaproa. Para aliviar la pobreza bastará con combatir a quienes se apropian indebidamente de la riqueza. Para López Obrador, el problema no es la falta de dinero, sino quienes se lo roban. El problema no es el estancamiento de la microeconomía, sino las marrullerías de quienes gobiernan. El problema no es la falta de empleo, sino los sueldos excesivos de quienes ocupan uno. El problema no es la falta de reformas estructurales, sino que todas han sido una “tomadura de pelo”. Una y otra vez,
AMLO
repite que la enfermedad que aqueja al México profundo se curará con una cucharadita de anti-corrupción. Con la llegada de ovejas blancas, impolutas, del rebaño de Macuspana.

El problema es que al convertir a la corrupción en culpable de todo, será imposible cambiar algo. El cambio “verdadero” se reducirá a un cambio de personal y de domicilio. El cambio anticipado se centrará en el sueldo del presidente y el avión comercial en el cual se montará. Los problemas reales, profundos, espinosos, seguirán allí después de que López Obrador haya rasurado a todas las ovejas negras del país.

El combate a la corrupción es loable pero insuficiente; gana votos pero no sugiere soluciones y con frecuencia las pospone. Porque la obsesión con la corrupción alimenta expectativas que difícilmente podrán ser cumplidas. Genera la impresión de que la llegada de hombres buenos elevará los niveles de vida malos. Produce países impacientes que le apuestan a líderes providenciales armados con recetas rápidas. Alimenta la ficción de que bastará la llegada de un líder honesto para asegurar el progreso. Un Berlusconi, un Chávez, un Putin. Hombres que arribaron al poder —en parte— debido al rechazo frente a la corrupción que los precedió. Hombres que contaron fábulas de ovejas negras y terminaron pareciéndose a ellas.

Una democracia nueva habitada por chivos viejos acostumbrados a la corrupción, al clientelismo, al favoritismo, al uso arbitrario del poder, al gasto de recursos públicos como si les pertenecieran. Una democracia con alternancia pero sin contrapesos. Una democracia con competencia pero sin rendición de cuentas. Una democracia con costos ascendentes y un gobierno que no logra ser decente. Defendiendo instituciones opacas que no toman decisiones transparentes. Y ante ellas, una ciudadanía desamparada, desprotegida, que padece la discrecionalidad pero puede hacer poco para frenarla. Impotente ante los intocables.

En la novela de Mario Vargas Llosa,
La fiesta del chivo
, Urania le reclama a su padre la podredumbre política que protagonizó: “Luego de tantos años de servir al Jefe, habías perdido los escrúpulos, la sensibilidad, el menor asomo de rectitud. Igual que tus colegas. Igual que el país entero, tal vez.” Pero el verdadero problema para México no es la omnipresencia de chivos sino el lugar donde pastan libremente. La ausencia de vigilancia y vigilantes, de monitoreo y monitores, de auditoría y auditores, de abusos detectados y castigos infligidos. Y por ello será necesario cambiar las reglas que han permitido a los chivos engordar a expensas de los ciudadanos. Reglas que han convertido a los mexicanos en naranjas exprimidas, día tras día.

PAÍS DE PRIVILEGIOS

Yo, al igual que usted, parezco una naranja. A mi, al igual que a usted, todos los días alguna empresa pública o privada me exprime. Me hace un cobro excesivo o me impone una tarifa exorbitante o me impone una comisión injustificada o me obliga a aceptar un servicio malo. Ya sea Telmex o ScotiaBank o Citigroup o la Comisión Federal de Electricidad o alguna Afore o alguna aseguradora o algún notario. Ya sea alguien de apellido Slim o cualquier otro monopolista, oligopolista o rentista de los que pululan a lo largo y a lo ancho de la economía nacional. Cual cítrico, Carlos Slim —y otros tantos como él— me exprimen el jugo, me sacan la pulpa, succionan el zumo, elaboran una multimillonaria naranjada con mi dinero y celebran su más reciente aparición en la lista
Forbes
.

Usted y yo somos co-responsables del ascenso del señor Slim —con Emilio Azcárraga, Ricardo Salinas Pliego, Roberto Hernández, Germán Larrea, etcétera— en la lista de hombres más ricos del mundo, porque el gobierno ha permitido que seamos tratados como naranjas, y nosotros hemos tolerado la extracción. Usted y yo somos víctimas de una economía oligopolizada en la que tres bancos dominan los servicios financieros, dos empresas controlan los canales de televisión abierta, una empresa controla la red de conexión telefónica, dos grupos empresariales controlan la distribución de gas
LP
, dos empresas controlan el mercado del cemento, una empresa controla dos tercios de la producción de harina de maíz, tres empresas controlan la producción de pollo y huevo, dos empresas controlan el ochenta por ciento del mercado de leche, tres empresas dominan el mercado de carnes procesadas, una empresa controla la producción del pan industrializado, y dos empresas controlan la distribución de medicamentos. Esos “jugadores dominantes” hacen —con la anuencia de funcionarios débiles o cómplices— básicamente lo que se les da la gana. Controlan, coluden, abusan, expolian, exprimen.

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