El papiro de Saqqara (13 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El papiro de Saqqara
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—¡Mira! —exclamó Hori, señalando hacia allí—. ¡Parece elevarse en espiral!

Era cierto, la bocanada formaba extrañas siluetas al llegar a su cenit. Khaemuast pensó que, de no haberse disipado con tanta celeridad, habría podido distinguir algunas imágenes. El momento pasó. La columna de aire fétido se alejó y él abandonó su silla, con Hori pisándole los talones.

—Ten cuidado con las trampas, padre —señaló el muchacho.

Khaemuast asintió bruscamente. A veces las tumbas contenían fosos astutamente disimulados, que se hundían en línea recta en la roca, o puertas falsas destinadas a atraer a los desprevenidos a oscuros pozos.

Khaemuast vaciló ante la escalera, luego aspiró hondo y se lanzó por la grieta que los albañiles habían logrado abrir. Los sirvientes, provistos de antorchas, se apresuraron a seguirle. El príncipe se detuvo ante el breve pasillo para darles tiempo a iluminar el interior. Era obvio que lo hacían a desgana. «Pero siempre es así", pensó, en los pocos segundos que el grupo tardó en abrirse en abanico. "Y a mi me ocurre lo mismo, esta vez.» Las llamas anaranjadas vacilaron, despidiendo cintas de sombras que corrieron por los rincones. Penbuy hizo repiquetear su paleta al extraer un estilo. Horijadeaba un poco. Khaemuast tomó a su hijo del brazo sin darse cuenta de lo que hacia, y juntos se adentraron en la tumba.

Aunque había salido el aire viejo, el olor a humedad y putrefacción aún era muy fuerte. Penbuy empezó a toser y Hori arrugó la nariz. Khaemuast prescindió de él. La antecámara, aunque pequeña, estaba exquisitamente decorada y escrupulosamente limpia. Permanecía intacta. Con un arrebato de intenso entusiasmo, Khaemuast reparó en los arcones pulcramente apilados, los muebles bien distribuidos y sin mácula, y las sólidas jarras de arcilla con su precioso contenido de aceite, vino y perfume, todavía selladas. Seis. shawabtis de rostro severo, de pie en sus nichos, aguardaban a que sus amos los llamaran para trabajar en los sembrados o el telar, y a su alrededor, las paredes refulgían de vida. Sobre la escayola blanca se habían pintado unas vividas escenas.

Khaemuast caminó lentamente, maravillado por la delicadeza y la fuerza que habían alcanzado los artistas difuntos. Aquí se veía al muerto con su esposa, sentados ante una comida, con unos capullos de loto rosados en una mano y unas tazas de vino en la otra, con las cabezas juntas y sonriéndose. Un hombre joven, obviamente el hijo, vestido con una corta faldilla blanca y con varios collares enredados contra su pecho rojo, ofrecía un trozo de fruta a un mandril erguido a sus pies. Había imágenes de mandriles por doquier: retozando en el jardín, donde la pequeña familia descansaba junto al estanque de los peces; corriendo detrás del hombre, que perseguía a un león por el desierto; sentados, con las colas enroscadas en torno a sus ancas peludas, mientras los tres humanos navegaban a remo por un fértil pantano verde, en busca de patos. Incluso había un mandril dormido a los pies del diván, sobre el que caía un sol débil enviando sus primeros rayos a despertar a los dos durmientes. Entre los frisos y los placeres de la existencia terrena de aquella familia, se veían jeroglíficos negros que exhortaban a los dioses a recibir en el paraíso a sus adoradores, otorgándoles todas las bendiciones y las recompensas de la vida siguiente, y les rogaban que custodiaran la tumba. Hori dijo algo a Penbuy, mientras el escriba empezaba a copiar las inscripciones que tenía a la vista, y luego se acercó a su padre.

—¿No notas algo extraño en todas estas pinturas? —comentó.

Khaemuast le miró.

—¿Los mandriles?

Hori negó con la cabeza.

—No me refiero a los mandriles, aunque en verdad son extraordinarios. El hombre que yace en la otra cámara debe de haber sido muy devoto de Thot. No, me refiero al agua. Mira bien.

Khaemuast lo hizo y se sintió intrigado. Dondequiera que aparecían el hombre, su esposa y su hijo, tenían los pies sumergidos en agua. A veces se ondulaba en unas pequeñas olas blancas. Otras veces fluía sobre varios peces diferentes; en una figura llenaba cuencos en los que aquellos personajes estaban sumergidos hasta los tobillos; todo lo que hacían, lo hacían metidos en agua.

—Estas personas deben haber amado apasionadamente el Nilo, puesto que decoraron su tumba con tantas bendiciones suyas —susurró. El comentario corrió con un pequeño eco por la habitación—. Y hay algo más, Hori. Creo que este hombre era médico, como yo. Mira. —Señaló varios instrumentos quirúrgicos que aparecían pintados junto a un largo panel de jeroglíficos—. Esa inscripción es una receta para la indominable plaga de AAA y aquello un catálogo de hechizos para dominar a los demonios de las enfermedades.

Vagaron juntos observando los muros, mientras Penbuy los seguía con más lentitud, haciendo trabajar su estilo. De pronto, Khaemuast se detuvo con un grito de satisfacción. En un nicho alto, justo frente a la puerta entornada que conducía a la cámara mortuoria, se erguían dos estatuas. La mujer era alta y agraciada, y sus ojos sonreían a los de Khaemuast bajo la peluca de granito, corta y anticuada, y la cinta azul pintada en torno a su cabeza. Un brazo le pendía al costado y con el otro abrazaba la cintura de su esposo, un hombre delgado y también sonriente, de cara cuadrada y expresión mansa, vestido sólo con una faldilla corta y unas sandalias. Extendía una pierna como para dar un paso y en una mano sostenía un rollo de piedra. Como en el resto de la tumba, el trabajo artístico era de una calidad que Khaemuast rara vez había visto. Los ojos de las estatuas relumbraban oscuramente. Las joyas que rodeaban el cuello de la mujer habían sido destacadas en azul y rojo, y las borlas de su vestido brillaban con pintura dorada. Khaemuast se inclinó hacia el plinto y al cabo de un momento dijo:

—Bueno, hemos hallado a una princesa y, presumiblemente, a un príncipe, aunque no logro leer su nombre. Donde debería hallarse está raspada la piedra.

Los dedos de Hori rozaron el sitio dañado.

—Esto no es obra de vándalos —dijo al fin—. Creo que el plinto fue dañado cuando lo instalaron aquí y los obreros no tuvieron tiempo de repararlo. —Se incorporó—. De cualquier modo, su nombre estará en el ataúd.

—Estoy de acuerdo —afirmó Khaemuast—. La princesa tiene un nombre llamativo: Ahura. Muy poco corriente. Bien, Hori, ¿podemos fechar este hallazgo?

El muchacho soltó la risa. Su carcajada rebotó contra los muros y las sombras parecieron estremecerse con su potencia. Uno de los sirvientes gritó de miedo. Khaemuast, olvidando su momentánea concentración, deseó cerrarle la boca con una mano.

—¿Por qué me lo preguntas? —rió Hori—. Apenas puedo ayudarte, oh, sabio. Creo que fechar será casi imposible. Los muebles son severos y sencillos. Pueden corresponder a la época de las Grandes Pirámides, pero el decorado se parece mucho a los embellecimientos que se hacían durante el reinado de mi bisabuelo Seti. Los sarcófagos pueden darnos más datos.

Khaemuast no quería pasar a la otra habitación y tampoco los sirvientes, que permanecían en silencio, formando un apretado grupo. Penbuy estaba absorto en su trabajo.

—La estatua del príncipe tiene un pergamino en la mano —comentó Khaemuast a su hijo. Parece el símbolo de la autoridad faraónica. Eso es muy extraño, e incluso podría ser considerado blasfemo, puesto que sólo los reyes pueden ser representados con el símbolo del poder seglar.

Pero Hori, con un sencillo ademán de asentimiento, hizo señas a los sirvientes para que entraran en la cámara funeraria. Ellos se resistían, con los ojos dilatados, pálidos a la luz de las antorchas que portaban. Khaemuast se acercó a ellos, preguntándose si su expresión delataría también aquella tensión nerviosa.

—Todo está bien —les dijo, con amabilidad—. ¿Acaso no soy el mago más grande de Egipto? ¿No es mi poder mayor que los poderes de los muertos? Dadme una antorcha.

Arrebató una de una mano temblorosa y, haciendo un violento esfuerzo, pasó al otro cuarto.

La antorcha estuvo a punto de escapársele de las manos y tuvo que sofocar un grito. Exactamente frente a él, enorme, tal como la llama lo revelaba, se erguía Thot en persona, con el pico de ibis curvado hacia Khaemuast y sus sabios ojos de pájaro centelleando. En la mano derecha sostenía un estilo y en la izquierda, una paleta de escriba. La estatua entera, de tamaño natural, resplandecía como dotada de vida. A medida que su pulso volvía a la normalidad, cayó en la cuenta de que estaba revestida de oro.

—Thot —susurró.

Y se adelantó hacia el dios para prosternarse y besar sus brillantes pies. Detrás de él, Hori hizo lo mismo, sobrecogido. Los sirvientes permanecían de pie a la entrada, momentáneamente olvidado su miedo.

Khaemuast se levantó después estremeciéndose. Entonces vio las cubiertas de los ataúdes. Estaban apoyadas contra la pared encalada, a cada lado del dios, y eran dos grandes losas de cuarcita maciza, pálidamente pulida. El príncipe las miró estúpidamente.

—¡Pero esto no es posible! —barbotó—. Aquí no ha entrado ningún ladrón. ¿Porqué quiso el príncipe yacer descubierto?

—Tal vez no esté ahí siquiera.

La voz de Hori había caído sin matices sobre el diminuto recinto y padre e hijo se volvieron al unísono. Al hacerlo, Khaemuast experimentó una oleada del miedo que había empezado a acecharle en el momento en que vio el montón de arena húmeda dejado por sus trabajadores y la ominosa abertura. Se le humedecieron las manos y tuvo que sujetar mejor la antorcha.

—No —susurró—. Está aquí. Aquí están los dos.

Los sarcófagos yacían el uno junto al otro sobre sus bases de piedra. La luz de las antorchas jugaba sobre ellos, formando densas sombras en el interior. Hori había perdido su buen humor y se acercó discretamente a su padre. Khaemuast tuvo que hacer una vez más un esfuerzo de voluntad para avanzar.

«¿Qué me pasa?", pensó, enojado. "He contemplado a los muertos más de cien veces. Después de todo, soy sacerdote y médico. No, es la magia malévola que percibo aquí lo que me está congelando así la sangre. ¿Por qué, en el nombre de Amón, están abiertos estos ataúdes?»

El primer cadáver vendado yacía con el brazo derecho al costado y el izquierdo cruzado sobre el pecho. Era una mujer: la princesa Ahura. Khaemuast la contempló durante largo rato. Bajo aquellos vendajes polvorientos, ahora pardos por las sales de embalsamamiento que habían sorbido la humedad del cuerpo, se advertían las formas de muchos amuletos. Los contó mentalmente: algunos habrían sido puestos sobre la misma piel, pero reconoció la Hebilla de la Faja de Isis, que protegía al difunto de cualquier abominación; en el cuello, el Amuleto de Tet, la columna de Osiris que daba al cadáver el poder de reconstituirse en cuerpo y espíritu en el mundo siguiente. Debajo de aquellos bultos familiares yacía un enorme Amuleto del Cuello, una placa de oro y turquesa que cubría el pecho marchito y centelleaba provocativamente. Khaemuast se estremeció. El Amuleto del Cuello otorgaba a quien lo usaba el poder de liberarse de los vendajes funerarios que le mantenían cautivo.

—Es hermoso —susurró Hori, a su lado.

Su padre asintió, apretando los labios, y pasó tímidamente al segundo ataúd. Algunos de sus temores se evaporaban ante los misterios que habían encontrado. El príncipe yacía con ambos brazos a los costados, en la posición masculina, y estaba vendado con tanta sencillez como su esposa. Su Amuleto del Cuello hacia juego con el de ella: oro y turquesa. Al principio, Khaemuast no vio el objeto que tenía en la mano derecha, pero luego se inclinó un poco más y lanzó una exclamación de sorpresa.

—¡Hori! Aquí hay un pergamino —dijo.

Se acercó al borde del sarcófago y lo tocó con suavidad. Se resistía a sus dedos y estaba bastante seco. Lo empujó con más fuerza y la mano del cadáver se estremeció

—No está en el puño del príncipe —observó Hori—. Ha sido bien vendado.

—No. Creo que el rollo ha sido cosido a él. Mira cómo se mueve la mano cuando tiro de él.

Se incorporaron y se miraron fijamente.

—Qué dilema —murmuró Hori—. Una cosa es retirar pergaminos de una tumba y reponerlos después, y otra… ¿Estás dispuesto a cortarlo de esa mano, padre? Nunca hemos quitado nada de un ataúd, sólo de las cajas que estaban en las antecámaras.

—Lo sé —espetó Khaemuast, malhumorado. La familiar ansiedad empezaba a despertarse ya. Echó otra mirada al rollo de papiro y a la mano que se curvaba a su alrededor—. Si los ataúdes tuvieran los decorados y las inscripciones de los hechizos de rigor, quizá hubiéramos hallado alguna explicación, pero están completamente desnudos. Ni siquiera tienen los Ojos que permiten a los cadáveres mirar hacia la habitación. ¿Qué podía ser tan importante para que el príncipe se lo hiciera coser?

—Esto es serio. —Penbuy se había acercado por detrás y contemplaba el ataúd, con la paleta bajo el brazo—. Las inscripciones no me revelan nada, ni sobre los mandriles ni sobre el agua que aparece por doquier. ¿Y dónde está el joven príncipe, Alteza? ¿Murió acaso en otro sitio y, por lo tanto, fue sepultado en otro lugar? —Hizo una pausa y, como no recibió respuesta, prosiguió—: Te someto humildemente mis dudas, príncipe. Cierra esta tumba y deja a los muertos en paz. No cojas ese pergamino. No me gusta este aire.

Khaemuast sabia que su escriba no se refería al olor a moho. Tampoco a él le agradaba el aire, pero bajo su malestar y su inquietud le apremiaba la ansiedad. Un precioso pergamino, tan precioso que el príncipe había dado órdenes de que le sepultaran con él. Un gran misterio entre otros menores. En sus excavaciones había encontrado muchos rollos, habitualmente abandonados por los ladrones, pues sólo tenían valor para un erudito. Eran las narraciones o poemas que los difuntos habían preferido envida y de los que deseaban seguir disfrutando a los pies de Osiris. A veces eran orgullosas lecciones, dominadas en la juventud y amorosamente preservadas. Otras veces, referencias jactanciosas: listas de objetos valiosos acumulados por algún noble, los presentes que había entregado a algún faraón en la celebración del Año Nuevo o el número de esclavos que había traído de sus campañas militares.

Pero esto… Khaemuast acarició pensativamente el pergamino. Aquello pertenecía al reino de lo urgente, lo sagrado, algo de vital importancia para el príncipe cuyos quebradizos huesos lo agarraban tan posesivamente. «Al menos, me merezco echarle un vistazo", pensó Khaemuast, en un arrebato de rebelión contra su innata virtud. "Honro a los muertos con mis restauraciones. Que este muerto me honre a mi, por una vez, en mi búsqueda de conocimientos.»

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