El joven reflexionó.
—No puedo asegurarlo —respondió—. Todo depende de los artistas, desde luego. Como no es necesario efectuar reparaciones, podríamos acabar muy pronto.
—Creo que deberíamos poner las tapas en los ataúdes —comentó Khaemuast, lentamente—. No es correcto que estos dos cuerpos yazcan así, expuestos al polvo; además, si alguna vez entran ladrones, las cubiertas impedirán que asalten las momias en busca de los amuletos preciosos.
Hori le miró con curiosidad. Khaemuast se preguntó si su rostro o su voz delataban algo extraño.
—Muy bien —acordó Hori—. Nos arriesgaremos considerando que no sabemos por qué no los cubrieron desde el principio. Pero como nuestras intenciones son puras, indudablemente nos absolverán de cualquier castigo por parte de los muertos.
La alegría de Khaemuast empezaba a desaparecer.
—Te dejaremos con tu trabajo —dijo al muchacho—. Recuerda a Amek que es preciso mantener esta tumba custodiada hasta que la cerremos, ¿quieres, Hori? Y asegúrate de que los fellahin reciban abundante cerveza y hortalizas. Son los que tienen el trabajo más duro. —Volvió a la luz más potente de la antecámara, y luego a la bendita luz viva del sol directo, que lanzaba sus rayos sobre los escalones de salida—. Sheritra —llamó por encima del hombro—, todavía es demasiado temprano para volver a casa. ¿Te gustaría dar un paseo por la ciudad? Podemos ver qué baratijas nuevas hay en los mercados.
—Ya que pecamos, pequemos a fondo —decidió ella.
Y caminaron juntos hacia las literas.
Después de girar hacia el norte para rodear los templos de los reyes, en el distrito de Ankh-Tawy, Khaemuast ordenó a los portadores que viraran hacia el sur, atajando camino por el borde de los suburbios, donde vivía el vulgo, y cruzando el canal que, alimentado por el Nilo, unía el templo de Hathor, al sur, con el de Ptah, al norte. Como el príncipe no se había molestado en incluir a Ramose en su cortejo, era el corpulento Amek quien advertía a la multitud, cada vez más densa, de la necesidad de abrir paso y rendir homenaje al hijo del faraón.
Pronto el ruido y la agitación del distrito de Peru-nefer comenzó a llegar hasta ellos. Las callejuelas estrechas de la Menfis costera se entrecruzaban entre si, bordeadas de casas y tiendas de dos y tres plantas, delante de las cuales los mercaderes voceaban sus artículos en unos puestos con toldos. Pese a lo apretado de la muchedumbre, el rebuznar de asnos y los chillidos de los niños desnudos, que se revolcaban entre el polvo y la basura, Amek logró abrir un espacio reverente alrededor de sus reales amos.
Sheritra vio algo que le llamó la atención y su padre ordenó que detuvieran las literas. La vio bajar a la calle, con los ropajes desarreglados y olvidando las sandalias en el fondo del vehículo. Sheritra corrió a un puesto lleno de jarrones y extrañas cajas talladas, sin duda provenientes de Alashiua, a juzgar por las curiosas bestias marinas que en ellas se representaban. Pero una vez allí la timidez se apoderó de ella y la obligó a detenerse con los brazos cruzados y la vista fija en la mercancía. Khaemuast hizo un gesto a Amek para que se acercara a ella con discreción y le preguntase qué era lo que le interesaba. Mientras ella lo explicaba en un susurro y Amek regateaba, el príncipe contempló el río, que aparecía por un instante entre el gentío y volvía a desaparecer con el movimiento de éste.
Se estaba divirtiendo. Nubnofret se hubiera horrorizado de haber sabido que su hija se hallaba en un lugar público, entre el polvo y el estiércol, dedicada a comprar 'objetos insultantemente baratos, mientras tres hombres se tambaleaban junto a ella, ebrios, recién salidos de la invitadora frescura de una taberna.
Pronto Sheritra regresó, ciñendo entre los brazos un jarrón de un feo color verde pálido. Su rostro lucía una amplia sonrisa.
—Es horrible —dijo, sofocada—, pero me gusta. Haré que Bakmut lo llene de capullos de flores. ¿Adónde vamos ahora?
Khaemuast ordenó que las literas se encaminaran hacia la casa por la ruta del río, pero lo hizo con cierta pena. La tarde que habían pasado merecía las duras recriminaciones que Nubnofret haría llover sin duda sobre sus cabezas. El camino que corría junto al ribazo era mucho más ancho que las calles de la ciudad, por lo que podían circular en paralelo. Aún había mucha gente, pero todos se movían con rapidez y se podía avanzar más deprisa.
Apenas habían cruzado el puente del canal que conducía al embarcadero del templo de Ptah, cuando Khaemuast, que observaba perezosamente a los transeúntes, se incorporó en su asiento. Una mujer caminaba alejándose de él, levantando pequeñas nubes de polvo con sus pies descalzos. Era alta y de espalda ágil, y se movía con un balanceo de caderas que obligaba a los demás a abrirle paso. Khaemuast no podía ver su rostro. Llevaba erguida la cabeza, en la que relucía su cabello negro, y andaba sin mirar a derecha ni a izquierda. Sus brazos se mecían con desenvoltura a los lados, rozando los muslos vestidos de blanco, y en las muñecas lucían brazaletes de plata retorcida que semejaban serpientes.
—¡Fijate en esa mujer! —le señaló Sheritra—. Qué presencia tiene, ¿verdad, padre? Su andar es casi arrogante, aunque su vestido es muy anticuado y no lleva sandalias.
—Sí, la veo —respondió Khaemuast, apretando las manos en el regazo y estirando el cuello para no perderla de vista.
En verdad, su vestido era anticuado. Seguía los contornos del cuerpo en unas curvas blancas, ciñendo la cintura desde los omóplatos hasta los flexibles tobillos. Khaemuast recorrió su cuerpo entero con la vista, reparando en las nalgas firmes que se apretaban y se aflojaban bajo el lienzo, una y otra vez. La mujer había abierto una costura al costado del ajustado atuendo, para poder alargar el paso, y una larga pierna oscura aparecía, se estiraba perezosamente y volvía a desaparecer, sólo para volver a llenarle la vista.
—¿Crees que es peluca o su pelo natural? —preguntó Sheritra—. De cualquier modo, ya nadie usa esos peinados. A mamá no le gustaría nada.
«No, no le gustaría", pensó Khaemuast, con un nudo en la garganta. "Ese andar tiene una ferocidad controlada que despertaría en Nubnofret un inmediato antagonismo.» Y gritó a sus portadores:
—¡Más deprisa! Quiero alcanzar a esa persona. Amek, adelántate corriendo y deténla.
Se preguntaba cómo era posible que la gente no la mirase con más atención. Amek forcejeó para abrirse paso entre la muchedumbre, mientras los portadores apretaban el paso, pero Khaemuast comprendió, con un vuelco en el estómago, que su capitán no podría alcanzarla. En el momento en que cobraba conciencia de que se estaba clavando las uñas en la palma de las manos, ella desapareció, tragada por la multitud.
Amek volvió a la litera.
—Lo siento, príncipe. Pese a la gracia de su andar, devora las distancias. O sea que también Amek la había observado. El amo se encogió de hombros.
—No importa —respondió—. Era sólo un capricho pasajero. Tenemos que volver a casa.
Sheritra le contemplaba, pensativa. El observó las marcas blancas que se había hecho en las manos y miró también a su hija.
—He sido más curioso que circunspecto —reconoció.
La muchacha le sonrió, reconfortándole:
—No hay culpa alguna en apreciar la belleza. Yo también me di cuenta de que era adorable.
Por una vez, la falta de autoestima que revelaba la voz de su hija no hizo sino fastidiar a Khaemuast, que gruñó. Luego dio una orden en voz alta y cerró las cortinas de su litera. Cuando llegó al portón de su casa y oyó la voz de alto de su guardián, aún tenía los ojos cerrados. En él iba creciendo una sensación de pérdida.
Oh, hombre, que cediste a tus pasiones,
¿Cuál es tu estado?
Él grita, su voz llega a los cielos.
¡Oh, luna, acúsalo de sus crímenes!
Mientras caminaba sigilosamente por la casa con Sheritra, Khaemuast oyó a sus sirvientes conversar y encender las lámparas del jardín.
—Estamos muy sucios y hedemos a feria —susurró Sheritra—. ¿Vamos a presenta nos así, pero a tiempo, o nos retrasamos y nos aseamos?
—Nos lavamos —respondió Khaemuast, con firmeza—. Para tu madre, el retraso no es un delito tan grave como la suciedad. Pero date prisa, Sheritra.
Se separaron. En las habitaciones del amo, Kasa aguardaba con los brazos cargado de toallas y lienzos limpios, y las joyas adecuadas distribuidas en el diván.
—La princesa está furiosa —dijo, en respuesta a la brusca pregunta de Khaemuast-Ha preguntado adónde habías ido. La princesa Sheritra no ha tocado hoy su laúd.
Khaemuast se dirigió a la casa de los baños, seguido por él.
—Lo sé —replicó—. Estas pequeñas escapadas mías no valen la pena, Kasa. La ira de Nubnofret es terrible cuando se desata. Lávame deprisa.
Poco tiempo después, salió de la creciente penumbra de la casa al cálido esplendor del atardecer en el jardín. Su hija estaba ya sentada allí, abrazándose las rodillas, recogidas bajo la sencilla túnica azul, con los brazos cubiertos de brazaletes de lapislázuli. Llevaba una diadema también de lapislázuli sobre la frente. No se había pintado la cara y estaba conversando con Hori, que descansaba en la hierba, a su lado, con el pelo húmedo por el baño. Khaemuast se aproximó a ellos bajo la luz suave del crepúsculo y ocupó la silla que le ofrecía un sirviente con reverencia. Apenas tuvo tiempo de saludar su hijo antes de que apareciera Nubnofret entre las columnas, seguida por un sirviente que llevaba una bandeja de bocadillos. Khaemuast tomó un diente de ajo macerado en miel, consciente de la helada expresión con que Nubnofret se dejaba caer graciosamente en la silla vecina. Sheritra estaba haciendo un animado relato de la jornada a Hori.
—¡Y vimos a una mujer extraordinaria! —contó—. ¿Verdad, padre? Algo arrogante pero desenvuelta… No sé si me entiendes.
Nubnofret clavó en su esposo una mirada interrogante y demasiado aguda. De pronto, Khaemuast se descubrió poco dispuesto a analizar a la criatura que había visto caminar delante de él, alta, ágil y con gran magnetismo, que le había dejado en la mente una diminuta herida que sangraba como el arañazo de un gato.
—No era nada vulgar, desde luego —reconoció—. ¿Cuánto va a tardar la cena, Nubnofret?
—Sólo unos pocos minutos —replicó su esposa, obviamente molesta—, pero me sorprende que después de llegar tarde quieras precipitarte sobre la comida.
Durante un rato más, la familia compartió los comentarios en el jardín, que se oscurecía rápidamente, a la vez que las luces de la casa empezaban a arrojar pálidos rayos sobre las flores aterciopeladas. Los cristalinos movimientos de la fuente se convirtieron en una cascada gris. Los peces del estanque ornamental, en el extremo opuesto, salieron a la superficie, saltando en pequeños remolinos contra los mosquitos que formaban enjambres encima de ellos; los monos se acercaron y se sentaron en cuclillas junto al grupo, extendiendo las peludas manos con los ojos fijos en la bandeja.
Por fin, Nubnofret cedió e hizo una seña a Ib, el mayordomo principal. Luego se levantó y los otros la imitaron.
«Me pregunto qué estará haciendo esa mujer esta noche. " El pensamiento se presentó sin previo aviso en la mente de Khaemuast, mientras subía los pocos y anchos escalones que había entre las columnas y se encaminaba hacia los deliciosos aromas que procedían del comedor, donde los músicos habían comenzado ya a tocar. "¿Tendrá esposo? ¿Caminarán juntos por su jardín, disfrutando de la brisa nocturna? ¿Vive con sus padres, quizá, en un inescrutable retiro, despreciando a los hombres? Tal vez en este mismo instante esté sola en sus habitaciones, mientras la familia agasaja a algún pretendiente anhelante que jamás tendrá el privilegio de tocarla. No, no es una jovencita", prosiguieron sus pensamientos, mientras se acomodaba en el montón de almohadones. "Han pasado muchos pretendientes sin interesaría. Es una plebeya que conoce su valía, mayor que la de todos, y espera a que se presente un príncipe.»
Nubnofret se estaba acomodando a su lado y, por un momento, Khaemuast sintió el azote de su lengua.
—Estoy acostumbrada a que me abandones en cuanta ocasión te parezca aburrida o innecesaria para las buenas relaciones de gobierno —le siseó—, pero no voy a permitir que me desautorices ante Sheritra ni que la alientes a descuidar sus tareas en esta casa. No permitiré que le presentes la falta de disciplina como algo aceptable.
Al mirar aquellos ojos feroces, él quiso explicarle que su intención había sido tratar de compensar a Sheritra por haberle fallado la noche anterior, pero no pudo hacer el esfuerzo necesario. Por el momento, no podía.
—Lo siento de verdad, Nubnofret —dijo, en voz baja—. Tienes razón, no voy a discutir contigo.
Ella acabó de sentarse, parpadeando y con una expresión más blanda. Obviamente, esperaba una réplica dura. Su esposo la besó suavemente en la mejilla, y ella de pronto le cogió la cara entre las manos y presionó con su boca plena la de él.
—Me distraes —dijo, con voz gutural—, pero, de cualquier modo, te amo.
Sabía a vino con miel. Su lengua había tocado la suya. Pese a sus intenciones de y dedicar el resto de la velada a su familia, Khaemuast descubrió que sus pensamientos no podían evitar girar en torno a la misteriosa mujer, aunque su boca hablara de cosas sin importancia. Veía elevarse sus talones y la tensión de sus pantorrillas al caminar. Veía su vestido blanco frotando la parte exterior de los muslos. «Esto es ridículo", se dijo. "Egipto está lleno de mujeres hermosas, provenientes de todos los países. Las veo cada vez que salgo de casa, entro en un templo o cruzo el palacio de Pi-Ramsés. ¿Por qué ésta?» No encontró la respuesta. Por fin, la apartó de su mente con la energía adquirida en muchos años de disciplina. Hizo que le llenaran la taza por cuarta vez, notando que esa noche Nubnofret seguía su ritmo y se esforzó por participar en la alegre conversación de sus hijos. Pero el vino era mejor, rico y fresco. Acabó por caer en el silencio, dejando que el alcohol le llevara a donde quisiera.
Más tarde, mientras se deslizaba rápidamente hacia el sueño, comprendió que había bebido más vino del conveniente. Embriagarse era un agradable pasatiempo que todo el mundo se permitía, pero Khaemuast sabia que a sus treinta y siete años ya no estaba en edad de funcionar bien al día siguiente si bebía demasiado durante la noche. «También a Nubnofret le dolerá mañana la cabeza", pensó, algo molesto consigo mismo, cerrando los ojos y cubriéndose los hombros con las sábanas. "Bebía por remordimientos, y ella por irritación, supongo. Sólo se debería beber por alegría.» Ése fue su último pensamiento coherente.