—¿Dónde has estado, Alteza? —preguntó Ib, impaciente, con el alivio escrito en la cara—. Te vimos conversando con el sumo sacerdote y un momento después habías desaparecido. Amek corrió a buscarte, supongo que todavía está haciéndolo. Dificultas nuestro trabajo.
—No soy prisionero de mis sirvientes, Ib —replicó Khaemuast, enojado—. He venido cruzando el jardín y he entrado por el portón del este. Mis guardaespaldas deben estar siempre atentos a cada uno de mis movimientos.
«Esto no es justo», pensó, al ver enrojecer a Ib. Pero, de pronto, se sintió tan exhausto que apenas pudo mantenerse en pie.
—Kasa, trae agua caliente y quítame la alheña de las manos y los pies —ordenó—. Y date prisa, por favor. Quiero acostarme. ¿Estoy solo aquí?
Kasa le hizo una breve reverencia y salió. Fue Ib quien respondió:
—Ni la princesa ni el príncipe Hori han regresado. Tampoco los miembros de su personal.
«Es un suave y adecuado reproche», reconoció Khaemuast con una íntima sonrisa. Y apoyó una mano en el hombro de Ib.
—Gracias —dijo—. Puedes retirarte, Ib.
El hombre se inclinó al salir y Khaemuast se dirigió a su dormitorio.
En los cuatro rincones de la habitación había jarrones con flores frescas. Dos lámparas ardían encendidas, una en un alto soporte dorado, en medio de la habitación, y la más pequeña junto al diván, cuyas sábanas habían sido invitadoramente abiertas. El cuarto murmuraba un descanso tranquilo, sin alteraciones. Khaemuast se dejó caer en la silla con un suspiro y buscó a tientas el pergamino. No estaba allí. Se registró el cinturón, tanteó los frunces de la túnica, inspeccionó el suelo, pero no había señales de él. Kasa llamó con un golpecito y entró, seguido por un muchacho que llevaba un recipiente lleno de agua humeante. Khaemuast se levantó.
—¿Alguno de vosotros ha visto un pergamino en el suelo, junto a la puerta o en el pasillo? —preguntó.
El muchacho, con los ojos bajos, negó con la cabeza y, después de depositar apresuradamente el cuenco en su soporte, retrocedió hasta la salida. Kasa también meneó la cabeza.
—No, Alteza —respondió.
—Bueno, ve a buscar —le espetó el príncipe, ya evaporada su fatiga—. Busca con cuidado.
Pocos momentos después volvió su sirviente personal.
—No hay rastros de ningún pergamino.
Khaemuast volvió a calzarse las sandalias que acababa de quitarse un momento antes.
—Acompáñame —ordenó.
Y salió apresuradamente al pasillo, inspeccionando el suelo con la vista mientras caminaban. No había nada. Abandonó las habitaciones, seguido por Kasa, y desanduvo su trayecto con suma atención. Pero los pasillos del faraón, deslumbrantes y ya dossier tos, permanecían impolutos bajo la leve luz de las antorchas, casi consumidas.
Khaemuast salió al sendero. Los mismos guardias que le habían recibido se inclinaban sobre las espaldas, somnolientos, y ambos se irguieron apresuradamente al verle.
—¿Alguno de vosotros recuerda haber visto un rollo en mi cinturón cuando pasé por aquí, hace un rato? —preguntó, con voz perentoria.
Los dos lo negaron.
—Pero ¿habríais reparado en él? —insistió—. ¿Estáis seguros?
El más alto de los dos alzó la voz.
—Se nos enseña a ser observadores, príncipe. Nadie entra en el palacio llevando encima algo sospechoso. No recelaríamos de ti, por supuesto, pero nuestra vista recorre automáticamente a todo el que entra. Puedo asegurarte que cuando recibiste nuestro saludo no llevabas ningún pergamino.
Khaemuast, irritado, se dijo que era cierto. Los shardanas eran de vista rápida y detenían a cualquiera de quien sólo sospecharan que podía ocultar un arma. Después de darles las gracias con un gesto de la cabeza, tomó una antorcha del dintel y, casi doblado en dos, revisó cada centímetro del breve camino recorrido entre el jardín y las puertas. No había nada. Se arrodilló para inspeccionar la piedra, en busca del diminuto trozo de papiro chamuscado que se había desprendido con el calor de la antorcha, pero no se veía. Murmurando juramentos examinó el césped que había a cada lado del camino, separando cuidadosamente las briznas ante la obvia extrañeza de Kasa, pero tampoco halló nada.
Por fin, se dirigió de nuevo a sus habitaciones, con el corazón acelerado.
—Despierta a Ramose —ordenó a Kasa—, y tráele sin demora.
El sirviente abrió la boca para protestar, pero la cerró otra vez y salió en silencio. Khaemuast empezó a pasearse por la habitación. «No es posible", pensó. "No me crucé con nadie. Lo sujeté en mi cinturón, di cinco pasos hacia la puerta y vine directamente aquí. No es posible." El miedo comenzaba a filtrarse en su interior, pero luchó por dominarlo. "Peligro", había dicho el anciano. "Para mi. Para ti", dijo. "¿He fracasado? ¿O, por el contrario, he aprobado algún examen misterioso?» Apoyó una mano contra el pecho y sintió la marcha frenética de su corazón. Tenía la espalda cubierta de sudor y lo sentía gotear hasta la faldilla.
Cuando Ramose se inclinó ante él, soñoliento y algo desaliñado, estuvo a punto de correr hacia él.
—He perdido un pergamino muy valioso —dijo—. Está en algún rincón del palacio, quizá en los jardines. Daré tres piezas de oro a quien lo encuentre. Divulga la noticia, heraldo; comienza ahora. Dila a quienquiera que esté aún vagando por el palacio.
El sueño se había desvanecido de los ojos de Ramose. Hizo una reverencia en señal de entendimiento y salió precipitadamente, acomodándose los ropajes al caminar. La puerta que acababa de cerrarse tras él se abrió nuevamente y dio paso a Nubnofret. La precedía un olor a vino rancio y a capullos de loto aplastados.
—¿Qué es lo que ocurre, Khaemuast? —inquirió—. He estado a punto de chocar con Ramose, que salía disparado. ¿Estás enfermo? —Se acercó para mirarle mejor y exclamó—: ¡Si que pareces enfermo! Oh, querido mío, estás pálido. Siéntate.
Él se dejó empujar hasta su silla y sintió la mano fresca de su esposa rozándole la frente.
—Tienes fiebre, Khaemuast —dictaminó—. Es obvio que detestas Pi-Ramsés. Y la ciudad te detesta a ti, pues sus demonios siempre te enferman un poco. Llamaré a un sacerdote. Necesitas un hechizo que los aleje.
Khaemuast la sujetó por un brazo. Las fiebres eran, en verdad, asunto de magia, puesto que las provocaba la posesión de los demonios, pero estaba seguro de haber producido él mismo esa enfermedad, ningún poder maligno habitaba su cuerpo. «¿O sí?", vaciló súbitamente, confuso. "¿Fue errónea mi decisión de conservar el pergamino, concediéndole así el poder de transformarse silenciosamente y penetrar en mí? ¿Acaso albergo ahora algún mal, algo destructivo?»
Nubnofret esperaba, con el brazo aún quieto entre sus dedos, con expresión interrogante. Él se estremeció y luego se puso a temblar incontrolablemente.
—Me asustas, Khaemuast. —La voz de su esposa le llegaba como desde muy lejos—. Suéltame, por favor.
Él se dominó, murmuró una disculpa con los labios rígidos y retiró la mano. Nubnofret se frotó el brazo.
—¡Kasa! —llamó—. Acuéstale. ¡Mira cómo está!
Kasa acudió corriendo y, después de echar una mirada a su ama, ayudó al príncipe a acostarse en el diván.
—Pero nada de sacerdotes —murmuró Khaemuast. Se tendió en el diván, todavía temblando, y recogió las rodillas—. Lo siento, Nubnofret. Ve a acostarte y no te preocupes. Sólo necesito dormir unas cuantas horas. He perdido un pergamino valioso, eso es todo.
Su esposa se relajó visiblemente.
—En ese caso, comprendo —pronunció, desdeñosamente—. Otros hombres pueden ponerse así por la pérdida de un hijo, pero tú, querido hermano mío, sudas y te estremeces por unos trozos de papiro.
—Lo sé —respondió él, apretando los dientes para dominar su temblor—. Soy un tonto. Buenas noches, Nubnofret.
—Buenas noches, príncipe.
Y la mujer salió de la habitación sin decir otra palabra.
—¿Necesitas algo, Alteza? —preguntó Kasa, vacilando.
Khaemuast apartó la mejilla de la almohada para mirar el rostro preocupado de su sirviente, pero el esfuerzo fue casi excesivo. Se había adueñado de él una gran pesadez, y los párpados le caían como por propia decisión.
—No —logró susurrar—. No me despiertes temprano, Kasa.
El criado le hizo una reverencia y se retiró en silencio. Al menos eso pensó Khaemuast. Si Ptah hubiera decretado que el mundo acabara en ese instante, el príncipe no habría podido abrir los ojos. Oyó la pausa que hacia Kasa para inclinarse, el leve sonido de sus pasos en el suelo y el cortés chasquido de la puerta al cerrarse. Pero aquellos ruidos le llegaban como desde lejos, desde el otro extremo de la ciudad, desde otro mundo. Cayó en el sueño como quien pierde pie y se desliza por un foso oscuro e inmediatamente empezó a soñar.
Era mediodía, un mediodía de canícula. El calor intenso, inmisericorde, le secaba las fosas nasales y le dejaba casi ciego. Iba caminando con la cabeza gacha por una ruta de polvo blanco que reflejaba hacia él el mordisco cruel del sol. Un poco más adelante, marchaba una mujer. Él sólo veía sus tobillos desnudos, cubiertos del polvo fino que su paso levantaba en pequeñas bocanadas y el rítmico aparecer y desaparecer de sus fuertes pantorrillas oscuras, a medida que la túnica de hilo escarlata que la cubría se movía con su andar.
Durante un rato, pese a su creciente cansancio y al sudor que le corría incesantemente hasta los ojos, le bastó contemplar el modo lento, casi implacable, con que los músculos de la mujer se tensaban y relajaban, los dedos de aquellos pies se encogían, se extendían y levantaban por fin pequeños remolinos de polvo. Pero pronto se apoderó de él la necesidad de ver el resto de ella. Trató de alzar la cabeza y descubrió que no podía. Hizo un esfuerzo, contrayendo los músculos del cuello, pero su mirada permanecía fija en el camino, que se deslizaba cuidadosamente bajo aquel paso lleno de gracia.
Comenzó a desear que se detuviera. El calor le hacia jadear y empezaba a tropezar por la fatiga. La llamó, pero sus palabras fueron sólo ínfimas volutas de aire abrasador en los labios. «¡Detente!", pensó con desesperación. "¡Detente, por favor!» Pero el paso de la mujer no variaba. Pese a la sensación de compulsión hipnótica que crecía en él, intentó volverse hacia el césped que (lo sabía vagamente) bordeaba el camino en ambos lados y donde los árboles arrojaban una sombra por la cual hubiera dado la vida. Pero sus piernas continuaban marchando, marchando, atraídas por la inconsciente seguridad de la mujer.
Por fin Khaemuast despertó, con la primera y vacilante luz del alba y el temprano coro de los pájaros. Su habitación estaba como amortajada, serena. La lámpara se había apagado mucho tiempo antes y se percibía el olor leve y rancio de la mecha agotada, mezclado con el hedor de su propio cuerpo. La pesadilla le había dejado temblando y las sábanas estaban pegajosas. «Una alucinación por la fiebre", se dijo, forcejeando para incorporarse. "Sólo eso.» Tendió la mano hacia la mesilla y palpó el contorno de su diván, las líneas de su cara, con la inconsciente necesidad de convencerse de que ya estaba despierto, en un mundo de sustancia y cordura. Al hacerlo notó que tenía el pene hinchado y totalmente erecto; desbordaba una especie de excitación sexual que no sentía desde hacía años.
Permaneció quieto, calmando su respiración y su mente. Por fin llamó en voz baja a Kasa para pedirle el baño matinal y el desayuno. El palacio se agitaba ya a su alrededor, aunque de un modo lejano. En sus habitaciones reinaba siempre un silencio relativo.
Mientras Kasa le ataba las sandalias, entró Ramose. Khaemuast le dio permiso para hablar, con el corazón súbitamente acelerado, pero el heraldo no tenía noticias.
—Mis ayudantes informan que nadie, entre los avisados, ha visto ni oído hablar del pergamino, Alteza —admitió—. Pero continuaremos divulgando tu solicitud y la promesa de una recompensa. Lo siento.
—No es culpa tuya, Ramose.
Khaemuast le despidió con una seña al tiempo que mandaba llamar a Amek. Mientras esperaba a su guardaespaldas no pudo resistir la tentación de inspeccionar rápidamente el suelo, la sala de recepción y la entrada de sus habitaciones, pero no halló nada. Amek apareció con una reverenda.
—Saca mi litera —ordenó Khaemuast—. Quiero ir esta mañana en persona a la Casa de Ré para recitar mis plegarias junto a los otros sacerdotes.
No sabía qué deseaba decir ni por qué experimentaba aquel fuerte impulso de verse en el templo, de respirar el incienso y el ambiente de poder y paz, pero sabía que si cambiaba de idea acabaría por lamentarlo.
Dedicó sus últimos días de estancia en Pi-Ramsés a conversar con los visires del norte y el sur, varios embajadores extranjeros y administradores de templo, y también departió con su padre. Visitó a su madre una vez más y dio un paseo vespertino, convenientemente custodiado, por los coloridos mercados de la ciudad, en busca del regalo perfecto para Sheritra. También cazó en los pantanos con el embajador khatti, que parecía haber calmado sus ánimos.
Nubnofret, como siempre, había olvidado su ira. Khaemuast vio rara vez a su esposa y a su hijo hasta el día en que se embarcaron para regresar a Menfis, a su hogar. Por su parte, se sentía recobrado del extraño ataque que había sufrido aquella noche, al perder el pergamino. Para fastidio suyo, no había sido recuperado y ya no pensaba que fuera posible recobrarlo. Muy en el fondo, crecía en él el convencimiento de que había sido obra de los espíritus. Por algún motivo habían disuelto por un instante la barrera que los separaba de los seres vivos yél había sido el punto en el que la muralla había temblado. El anciano era un gran mago en la comunicación con los poderes invisibles o un espíritu en sí mismo, y su rollo, un objeto de humo y aire que se había evaporado en la nada al llegar el alba.
Las advertencias de su horóscopo, el vívido recuerdo del pergamino, con su borde rizado y ennegrecido por el calor de la antorcha, y la urgente súplica del anciano, quedaron relegados al fondo de su mente. Volvería al hogar a estudiar los planos del cementerio para los toros de Apis, volvería a sus excavaciones en Saqqara y recobraría el fuerte sentido de sí mismo. Sólo el sueño continuaba preocupándole de verdad. No olvidaba ninguno de sus detalles. Durante mucho tiempo, los pies descalzos de una mujer en el polvo bastaban para provocarle una inadvertida punzada de fatiga y lujuria.
Él y su familia volvieron a casa cargados de objetos para las casas y regalos para Sheritra y los amigos de Menfis. El río había descendido aún más durante su ausencia, y ahora corría con turgente lentitud. El viaje de regreso requirió más tiempo, a pesar de la brisa que soplaba sin pausa desde el norte, pues tenían la corriente en contra y se veían obligados a usar los remos. Khaemuast, impaciente como siempre por ver el sereno bosque de palmeras contra el fondo de pirámides y desierto que anunciaba la presencia de su ciudad, permanecía sentado bajo un toldo, en la cubierta del ¡Amón-es-Señor con el pensamiento concentrado ya en su próximo proyecto. Nubnofret dormitaba, tendida en la intimidad de la cabina, con la cara cubierta por unas cremas nutritivas destinadas a facilitar la adaptación del cutis al seco aire del desierto. Otras veces, jugaba a juegos de tablero con Wernuro. Hori y Antef sembraban la cubierta soleada de rompecabezas y juguetes para desarmar que habían recogido en los mercados. «Sin lugar a dudas", pensó Khaemuast, mientras los remos levantaban salpicaduras en el agua y el toldo flameaba al viento, "somos la familia más bendita, compenetrada y afortunada de Egipto».