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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (5 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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Khaemuast le despidió y entró en el cuarto. Era pequeño y cómodo, y estaba provisto de un buen diván, algunas sillas y almohadones esparcidos, un altar cerrado, unos cuantos arcones que contenían, sin duda, las vistosas ropas de la bailarina, y una puerta que, obviamente, conducía a los jardines comunes. Junto al diván, una esclava sentada en un banquillo narraba un cuento en alguna lengua extranjera (hurriana, probablemente) con una aguda voz de sonsonete. La pequeña paciente escuchaba arrobada bajo sus sábanas de hilo. Sus ojos negros reflejaban la luz de la lámpara de aceite que tenía a su lado. Al acercarse Khaemuast, dirigió una seca palabra a la muchacha y trató de levantarse, pero el príncipe la aquietó con un gesto.

—No se necesitan formalidades en el cuarto de los enfermos, a menos que sea para rogar a los dioses —dijo con amabilidad, mientras la esclava se retiraba a un rincón. Penbuy y Kasa ocuparon sus puestos—. Ahora, dime qué te ocurre.

La joven le miró con fijeza un instante, como si no le hubiera comprendido. Khaemuast se preguntó hasta qué punto dominaría el egipcio, pero al fin, echando una mirada de soslayo a los acompañantes, ella apartó las sábanas. Su cuerpo delicado estaba cubierto de un sarpullido intensamente rojo, desde el cuello hasta la exquisita curva de los tobillos. Después de observar con atención, Khaemuast se relajó con una mezcla de alivio y desilusión: alivio, por no verse forzado a pasar mucho tiempo en el harén a aquellas horas; desilusión, porque el caso no tenía nada de extraño o interesante. Llamó con un ademán al guardián de la puerta.

—¿Alguna de las otras mujeres ha presentado este sarpullido?

El hombre negó con la cabeza.

—No, Alteza.

Así pues, la dolencia no era contagiosa.

—¿Qué me dices de su dieta? ¿Come lo mismo que las otras?

—Muchas de las mujeres se hacen preparar la comida por separado, tal como les gusta —explicó el guardián, bien dispuesto—. Esta muchacha come de las cocinas del harén. Y te aseguro, Alteza, que los alimentos son muy frescos y de la mejor calidad.

Khaemuast indicó a Penbuy que no era necesario tomar notas.

—Por supuesto —asintió, con más aspereza de la que sentía. De pronto, no tenía deseos de calmar con tacto la preocupación del hombre—. El tratamiento es sencillo. Prepara un bálsamo con partes iguales de chufa, cebolla, incienso y jugo de dátiles silvestres. Haz que la esclava le unte la piel con él dos veces al día; en una semana desaparecerán el escozor y la inflamación. De lo contrario, mándame llamar. —Iba a salir cuando sintió que una mano le tiraba de la faldilla. Bajó la vista.

—¿No necesito también un hechizo, gran príncipe? —inquirió la bailarina, con fuerte acento—. ¿No practicarás ninguna magia conmigo?

Khaemuast observó con una sonrisa aquellos ojos negros y vivaces. Luego se sentó en el diván y tomó entre los suyos aquellos dedos finos.

—No, querida mía, no es necesario —le aseguró—. No hay evidencias de una enfermedad producida por el demonio. Probablemente has tomado demasiado sol o has estado nadando en agua sucia; hasta es posible que hayas rozado una planta que a tu cuerpo no le gusta. No te preocupes. La receta que he dado a tu guardián fue encontrada hace muchos años entre los remedios garantizados del templo de Osiris, en Abidos, y no puede fallar.

A manera de respuesta, ella presionó sus labios contra su mano. La impresión del contacto le cogió por sorpresa. Khaemuast se levantó precipitadamente.

—Cuida de que la unten de inmediato para que pueda dormir —fue su última orden, antes de salir al pasillo. Cruzó rápidamente las puertas y los jardines para subir a su litera, con la mente fija en la necesidad de darse el masaje postergado y dormir profundamente.

Despedidos ya Penbuy y los soldados, cuando estuvo tras las puertas cerradas y custodiadas de su propia habitación interior, permitió que Kasa le quitara la peluca negra, cuyas puntas le cubrían los hombros, desenroscara sus pendientes de turquesa favoritos y librara sus brazos y dedos de anillos y brazaletes. La faldilla fue retirada y puesta a un lado. Con un amplio suspiro de cansancio y placer, Khaemuast se tendió en el diván, boca abajo, entre las blandas almohadas, y sintió gotear el aceite de oliva, caliente y perfumado, del cuenco de Kasa sobre su espalda. Cerró los ojos. Durante un rato se entregó al placer que le producían las fuertes manos de Kasa, que masajeaban sus músculos, agarrotados por las tensiones del día. Por fin el sirviente dijo:

—Con tu perdón, príncipe, no se te nota bien ni a la vista ni al tacto. Tu piel, esta noche, tiene la consistencia del queso de cabra. Los músculos se están poniendo fláccidos y feos. ¿Puedo recomendarte algo?

Khaemuast rió entre dientes con la boca sepultada entre los almohadones.

—¿Que el médico acepte sus propios consejos? —observó—. Recomienda lo que quieras, amigo mio, y yo te diré si tengo tiempo o deseos de obedecer. Como ya sabes, tengo treinta y siete años. Nubnofret también me importuna con respecto a mi envejecimiento. Pero en verdad, mientras el cuerpo me permita cumplir con mis funciones y no impida mis placeres, prefiero no molestarlo.

Los dedos tiesos de Kasa se le hundieron súbitamente en los músculos. El príncipe percibió su desaprobación.

—Para escurrirse por tumbas viejas y trepar pirámides hace falta un estado físico que estás perdiendo con celeridad, Alteza —objetó el sirviente, sentencioso—. Porque te amo, te lo ruego: ordena a Amek que te haga practicar la lucha, el tiro de arco y la natación. Tú bien sabes, Alteza, que estás descuidando una buena constitución.

Khaemuast iba a responder bruscamente cuando, de pronto, su mente se llenó con la imagen de la pequeña bailarina enferma. No había observado conscientemente su cuerpo, limitándose sólo a su dolencia, pero en ese momento recordó su vientre plano y tenso, las suaves líneas de sus músculos bajo la piel de las piernas y la leve curva de las caderas, donde no se acumulaba la grasa. La visión le hizo sentir viejo y melancólico, vagamente vacío. «Estoy cansado», se dijo.

—Gracias, Kasa —logró pronunciar—. Guarda el aceite, quítame la pintura de la cara y las manos, y trae la lámpara nocturna. Por favor, di a Ib que mañana no debe molestarme con ruidos al preparar el equipaje.

Y se sometió a los expertos cuidados de su sirviente personal. Por fin la puerta se cerró, dejándole a solas con el familiar parpadeo de la diminuta llama, aprisionada en su jarra de alabastro, y las densas sombras del cuarto, que se movían con lentitud. Empujó los almohadones para que cayeran al suelo y alargó la mano hacia el cabezal de ébano (Shu sosteniendo el cielo) para ponérselo bajo el cuello. Nuevamente cerró los ojos y se dejó llevar, aún apresado por la curiosa tristeza que le producía, al recuerdo de la pequeña concubina de su padre y su cuerpo perfecto. «¿Por qué me preocupa esto?", se preguntó difusamente. "¿Qué había en esa muchacha, vista un momento tan brevemente, que ha podido abrir en mí este torrente de reflexiones?»

De pronto lo supo y se despertó por completo. Por supuesto. Le había hecho pensar en la primera mujer de su vida: una niña, en realidad, de trece años apenas, dueña de unas piernas largas y ágiles, del inicio de dos pechos firmes que, por entonces, eran sólo unos pezones oscuros; se endurecieron de manera sorprendente bajo su lengua curiosa. Volvía a degustaría ahora, como si la hubiera poseído sólo una hora antes. Había sido una entre las muchas esclavas que los sirvientes más augustos del faraón empleaban para diversas tareas fáciles. Khaemuast, que por entonces tenía sólo quince años, había entrado en el salón de recepciones para cenar con trescientos invitados de su padre. Recordaba el picante olor de los conos perfumados que se fundían, el aroma de las flores de loto, amontonadas por doquier, y el estruendo de las risas, que se sobreponía a los corteses arpegios de los músicos.

La muchacha se aproximó a él con una reverencia, para deslizar una guirnalda de azulinas por su cabeza. Cuando se puso de puntillas para hacerlo, Khaemuast sintió que sus pechos desnudos le rozaban el torso y su aliento cálido, sin perfume, le envolvía la cara. Luego ella se apartó y repitió su reverencia. Más tarde, algo ebrio y arrebatado por el calor de la noche, la buena comida y las atenciones especiales de su padre, la vio pasearse entre los invitados, repartiendo los pequeños obsequios dorados que llevaba en una bandeja. Entonces se acercó a ella, le quitó la bandeja para entregársela a un muchacho que pasaba y se la llevó al jardín, impaciente.

La noche era cerrada y muy negra, como los ojos de la niña, como el triángulo de vello áspero que sus dedos torpes exploraron desesperadamente por debajo de la fina faldilla. Copularon detrás de una mata, casi a la vista de un soldado que montaba guardia. Luego ella rió infantilmente y, tras reacomodarse la ropa, escapó corriendo.

Khaemuast recordó que no habían cruzado una sola palabra. Con la mirada fija en las sombras silenciosas del cielo raso, gimió con suavidad al desvanecerse el recuerdo. Sin duda ella no ignoraba quién era él, y él nada sabia ni le importaba de ella Sólo perseguía la sensación, aquella noche, y ahora el cerebro le devolvía el movimiento de sus músculos bajo las manos, la boca, el sabor levemente agrio de su lengua contra la suya, sus ojos negrísimos, cargados de pasión, fijos en los suyos antes de que él cediera a la lascivia.

La había olvidado hasta entonces. Había poseído a otras muchachas: junto al río, en el atardecer; en el calor de las aplastantes tardes de verano, tras los graneros; en sus propias habitaciones, siguiendo un impulso repentino. A los dieciséis se casó con Nubnofret y cuatro años después le nombraron gran sacerdote de Ptah en Menfis. Así empezó la obra de su vida. A partir de entonces los mensajes urgentes de los sentidos se tornaron más débiles, menos frecuentes, fueron superados por pasiones más fuertes.

«Tristeza por lo que ya no es, si, lo comprendo", pensó, mientras se preparaba una vez más para dormir. "Pero ¿y el vacío, y la pérdida? ¿Por qué? El único hoyo que ansío colmar es el que guarda el Pergamino de Thot. Y silos dioses lo permiten, lo hallaré y tendré el poder que va con él. Pobre pequeña bailarina hurriana, ¿cuántas veces ha despertado mi padre el deseo en ese delicioso cuerpo tuyo? ¿Sientes hambre de él día tras día o giras y giras para alejar el fuego?»

Se deslizó en la inconsciencia y los recuerdos no le siguieron.

CAPITULO 2

¡Cuán bienamado es él, nuestro victorioso gobernante!

¡Cuán grande es nuestro Rey entre los dioses!

¡Qué afortunado es, el Señor que está al mando!

A la mañana siguiente, despertó tarde. Ib, siguiendo sus órdenes, había mantenido lejos de su puerta el ajetreo del inminente viaje, de modo que pudo consumir su habitual desayuno ligero de fruta, pan y cerveza, y caminar hasta la casa de los baños sin que nadie le molestara. El resentimiento empezó a invadirle cuando bajó del pedestal de piedra, con los brazos extendidos para que Kasa pudiera secarle. No quería ir al norte, no quería pisar con primoroso cuidado en el frágil laberinto de las negociaciones, ni quería ver, en realidad, a su padre; pero se dijo que su madre, cuando menos, le saludaría con efusividad. Y buscaría tiempo para visitar las estupendas bibliotecas de Ramsés.

De regreso a sus habitaciones, se sentó para que su cosmetólogo, bajo la mirada atenta de Kasa, le pintara la planta de los pies y la palma de las manos con alheña. Mientras la tintura anaranjada se secaba, escuchó a Penbuy, que le daba los mensajes del día. Eran pocos. Había llegado una carta del capataz que cuidaba su ganado en el Delta, anunciándole que había veinte nuevos terneros, nacidos y registrados. Sin embargo, el pergamino que le hizo la boca agua fue un rollo grande que Penbuy depositó con aire reverente sobre la mesa, junto a su diván.

—Los planos para el cementerio de los sucesivos toros de Apis están terminados y aguardan tu aprobación, príncipe —dijo el escriba, sonriendo ante el obvio deleite de Khaemuast.

Pero su amo, después de deslizar una mano sobre los papiros calientes, los dejó tristemente sin leer. Sería un premio al que aspirar cuando volviera a casa.

La alheña estaba seca y el cosmetólogo empezó a deslizar el negro kohol alrededor de los ojos de Khaemuast, mientras su joyero abría la caja que contenía sus collares. Khaemuast cogió un espejo de cobre y estudió con expresión crítica el trabajo del hombre, forzando los ojos para divisar los contornos de su cara. Su imagen le resultó reconfortante. «Tal vez esté un poco fláccido", pensó. "Ahora que he tenido tiempo de pensarlo voy a seguir el consejo de Kasa. Pero todavía soy un hombre apuesto." Acarició pensativamente con un dedo la línea de su mandíbula tensa y su cosmetólogo lanzó una exclamación de fastidio. "Mi nariz se parece a la de mi padre: es fina y recta. Nubnofret aún la elogia. Mi boca es un poco rígida, quizá, pero plena, gracias a mi madre. Los ojos, claros y bellos. Si, todavía puedo atraer a cualquier mujer de la corte… »

Divertido y perplejo, dejó el espejo con un golpe seco. «Qué pensamientos tan extraños", se dijo, sonriendo interiormente. "Khaemuast, poderoso príncipe de Egipto, el mozo que hay en ti dama hoy por tu atención. Hace mucho tiempo que no oyes su voz.».

Pero olvidó su yo juvenil, al acercarse a su joyero. Eligió unos brazaletes de electro, un pectoral de plata preciosa y cristales azules y varios anillos de oro. Cuando el hombre le estaba poniendo el último de los anillos, Ramose, su heraldo, anunció sonoramente desde la puerta:

—La princesa Sheritra.

Khaemuast se volvió con una sonrisa hacia su hija, que entraba apresuradamente.

—Anoche te eché de menos, padre —dijo Sheritra, dándole un abrazo rápido y desgarbado. Ruborizada, se puso después las manos a la espalda—. Mi madre me dijo que probablemente no podrías venir a darme las buenas noches, pero aun así te esperé levantada un rato. ¿Cómo está la concubina?

Khaemuast le devolvió el abrazo, disimulando la leve punzada de consternación que experimentaba siempre que la veía después de algún tiempo. Aquel tesoro suyo de quince años era toda huesos torpes y sin gracia. Las piernas resultaban demasiado largas para su pequeña estructura y con frecuencia tropezaba con sus propios pies. De niña, los sirvientes habían reído afectuosamente sus cabriolas inconscientes, pero ya no lo hacían, por cariño hacia ella. Los huesos de las descarnadas caderas asomaban penosamente, puntiagudos, bajo las ceñidas túnicas que usaba por terquedad, a pesar de que Nubnofret había intentado cien veces convencerla de que adoptara plisados y frunces más modernos y favorecedores. Era como si, conociendo sus muchas deficiencias físicas, hubiera decidido por puro orgullo no intentar competir en el mundo de las vanidades femeninas, por considerar que era indigno de ella.

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