La muerte llama a todos a sí,
y ellos se acercan con el corazón trémulo,
y están aterrorizados por miedo a ella.
Poco después del desayuno amarraron ante los peldaños de la finca de Khaemuast. Los sirvientes se diseminaron inmediatamente, dirigiéndose cada uno a sus tareas. Sheritra acudió corriendo a recibirlos al oír el alboroto, y se abrazaron intercambiando cariñosos saludos antes de dirigirse al jardín. Los barcos ya estaban siendo descargados, y más tarde serían sacados del agua para inspeccionarlos y efectuar las reparaciones necesarias. Khaemuast se dejó caer en la hierba junto a Sheritra, a la sombra de los sicomoros, con una exclamación de placer. Su fuente goteaba aún cristal en el cuenco de piedra. Sus monos, tras contemplar su llegada con altanero aburrimiento, habían vuelto a holgazanear junto al sendero. Su vieja y cómoda casa volvía a darle la bienvenida con sus muros bañados por el sol y sus flores ordenadas. Dentro se adivinaba una frenética actividad. En un momento, Ib le preguntaría si deseaba que le sirvieran el almuerzo en el jardín o en su pequeño comedor. Y Penbuy, recién lavado, le estaría esperando en su despacho. Contemplé a su hija, que recibía sus regalos con exclamaciones, su feo rostro arrebatado de entusiasmo. Por una vez, Nubnofret no la agobió con amonestaciones y consejos, y dejó que se encorvara sobre las brillantes joyas, la cascada de lienzos y los adornos que llenaban su regazo.
Al fin apareció Ib, aproximándose con paso digno y sin prisa desde la parte trasera de la casa. Venía acompañado por Penbuy y, a pesar de la distancia que los separaba, Khaemuast observó que a duras penas contenía una emoción violenta. Nubnofret, que no solía dejarse alterar por esas cosas, levantó también la vista. Hori se puso de pie.
—Alteza, ¿comerá la familia aquí o en el comedor? —preguntó Ib.
Khaemuast no respondió, apenas oía la pregunta. Toda su atención estaba fija en Penbuy, el escriba, que temblaba con los ojos centelleantes.
—¡Habla! —ordenó Khaemuast.
Penbuy no necesitó más invitación.
—¡Han encontrado otra tumba en la planicie de Saqqara, Alteza! —barbotó—. Los trabajadores habían comenzado a despejar el templo solar de Osiris Neuser-Ré, a fin de prepararlo para cumplir tus órdenes de restauración y de improviso apareció una roca de gran tamaño. El capataz ha tardado tres días en hacerla retirar y ¡OH!, debajo de ella había un tramo de escaleras.
Khaemuast sonrió pese a la aceleración de su pulso, no era habitual que Penbuy perdiera su aplomo de aquel modo.
—¿Han despejado los escalones? —preguntó.
—Si, y al pie…
El escriba hizo una pausa efectista.
—¡Dilo de una vez, Penbuy! —exclamó Hori—. Te escuchamos. Con toda la atención. ¡Somos tus cautivos!
—Al pie hay una puerta sellada —concluyó Penbuy, triunfalmente.
—Es demasiado pedir que los sellos sean los originales —observó Hori. Pero su voz sonaba a pregunta. Miró a Khaemuast, que se levantaba.
—¿Qué opinas tú? —preguntó éste a su escriba.
Penbuy se encogió de hombros, retornando ya su acostumbrado decoro.
—Los sellos parecen originales —respondió—, pero otras veces hemos encontrado también falsificaciones muy hábiles, príncipe. Lo siento, me he dejado atrapar por la emoción del momento. Tu capataz de obras opina que en verdad hemos encontrado una tumba intacta.
Nubnofret suspiró ostentosamente.
—Será mejor que envuelvas la comida del príncipe y se la entregues a los sirvientes que van a acompañarle, Ib —dijo.
Khaemuast le echó una mirada agradecida y llena de humor.
—Lo siento, querida hermana —se disculpó—. Hoy debo, cuando menos, inspeccionar el hallazgo. Ib, haz que traigan las literas. ¿Vienes conmigo, Hori?
El joven asintió.
—Pero te lo ruego, padre, ¡no hagamos incursiones hoy! ¡Ni siquiera he tenido tiempo de lavarme!
—Eso depende de lo que encontremos. —Khaemuast ya estaba preocupado y hablaba con aire distraído. Una nueva tumba, nuevas inscripciones, nuevos conocimientos, nuevos pergaminos… «No te ilusiones", se dijo, severamente. "Las posibilidades de que haya algo nuevo son muy pocas. Mi horóscopo dice que el último tercio de este día será muy malo y se refiere también al resto de mi familia. Por eso dudo de que este descubrimiento aporte algo valioso.»
De pronto se apoderó de él el deseo de ordenar a Penbuy: «Haz que vuelvan a cubrir la entrada con tierra y arena. Mi proyecto más urgente es trabajar para Osiris Neuser Ré, a quien le debo su restauración». Pero ganaron su curiosidad y su entusiasmo creciente. Neuser-Ré podía esperar. Llevaba cientos de hentis esperando, sin duda tendría paciencia uno o dos días más. Amek se acercaba ya, seguido por los portadores de literas, que llevaban sus cargas plegadas.
—¿Hay algún asunto urgente en mi escritorio? —preguntó Khaemuast.
Penbuy negó con la cabeza.
—Bien. Te compensaré por esto de algún modo, Sheritra —prosiguió, volviéndose hacia su hija.
Pero ella, muy sonriente, se acercó a la cara la gasa azul que él le había regalado.
—Ya estoy acostumbrada —rió—. Que te diviertas, padre. Que encuentres algo maravilloso.
Algo maravilloso. De pronto, Khaemuast desbordaba de expectación juvenil. Besó la fría mejilla de Nubnofret, llamó a Hori con un gesto y subió a su litera. Pronto se halló balanceándose en dirección al templo de Neith, en el distrito de Ankh-tawy. El estómago le gruñía de hambre y los lienzos que se había puesto aquella mañana, en el barco, estaban caídos y pegajosos por el sudor. Pero no importaba. Una vez más se iniciaba la cacería.
Cuando descendió de la litera en la revuelta planicie de Saqqara, que se horneaba bajo el sol de la tarde, estaba además sediento. Los sirvientes trabajaron apresuradamente, unos levantaron la pequeña tienda que usaba siempre y otros encendieron una fogata para cocinar. El sufrido Ib estaba ya dando indicaciones para preparar la mesa de campamento, a fin de servir el retrasado almuerzo. Hori se acercó a su padre, pisando trabajosamente sobre la arena.
—¡Fiu! —exclamó—. ¡Saqqara es un horno en cualquier estación del año! Por favor, padre, domina tu lujuria una hora y ten piedad de mi. Antes que nada necesito comer, pero también quiero estar contigo cuando examines los sellos. Supongo que eso es la entrada.
Señaló la calurosa extensión de escombros sobre la que yacía el destrozado templo de Osiris Neuser-Ré. Junto a él, sobresaliendo apenas de la muralla exterior, resquebrajada y rota, se veía un gigantesco canto rodado y un desordenado montón de arena oscura y piedras. Khaemuast se volvió de mala gana hacia la tienda y la mesa, colocada ya a la sombra de un flameante toldo y cargada de comida. Ib esperaba tras su silla, cruzado de brazos.
Khaemuast y Hori comieron con apetito, conversando tranquilamente, pero al fin el diálogo murió. El joven cayó en un humor distraído. Seguía con un cuchillo los pliegues del mantel con el mentón apoyado en la mano y los ojos bajos. El regocijo de Khaemuast se evaporó poco a poco y fue reemplazado por una creciente intranquilidad. Se reclinó en la silla, con la vista atraída por aquel agujero en el suelo del desierto, momentáneamente abandonado. Parecía llamarle y lanzarle una advertencia, todo al mismo tiempo. Apartó de su mente aquellas sensaciones y se volvió para acabar la cerveza y enjuagarse los dedos. Pero pronto su mirada volvió a aquel ominoso tajo en la soleada realidad del desierto y, a su pesar, imaginó que era un portal hacia el mundo inferior, desde el cual soplaba un viento frío.
En ocasiones había experimentado una supersticiosa ansiedad al abrir una tumba. A los muertos no les gustaba que se los molestara. Pero él siempre dejaba junto a los sarcófagos las debidas ofrendas para el ka del difunto, hacia reparar las pertenencias rotas y renovar las provisiones y veía reponer la tierra sobre aquellos lugares de descanso con satisfacción, sabiendo que los Osiris le estaban agradecidos.
Pero esto era diferente. El miedo corría hacia él, deslizándose invisiblemente sobre la reverberante arena amarilla, como la misma Epap, la serpiente demoníaca. Una vez más, sintió la tentación de ordenar que cubrieran la tumba. Pero se levantó, dio un golpecito a Hori en el hombro y abandonó la agradable sombra del toldo.
Con Hori a su lado, seguido por Ib y Penbuy, pronto llegó a los peldaños. Los notó calientes bajo sus sandalias, aunque en algunos sitios la piedra se mantenía todavía muy oscura y manchada por la humedad de los siglos. Eran cinco. Khaemuast se detuvo ante una pequeña puerta de roca, cuadrada y lisa, que en otros tiempos había estado cubierta de yeso blanco. A su izquierda se vela una soga parda, ya medio podrida, que se anudaba intrincadamente a unos ganchos metálicos profundamente incrustados en la puerta y la piedra circundante. El grueso nudo estaba cubierto por una bola de lodo y cera, ya seco y casi deshecho. Khaemuast se inclinó un poco más, sintiendo el aliento ligero de Hori sobre el cuello. El joven silbó.
—¡El chacal y nueve cautivos! —exclamó—. Si la tumba hubiera sido profanada y vuelta a sellar, padre, la impresión sería una tosca imitación del signo de la Casa de los Muertos, quizá hasta un simple emplasto de barro. Y mira esa cuerda, tan antigua que bastaría rozarla para que se deshiciera.
Khaemuast asintió. Su mirada recorría atentamente la puerta. No había señal alguna de que alguien la hubiera forzado para entrar, aunque el yeso se había desprendido en varios lugares y en otros presentaba un pálido color pardo. Desde luego, que la puerta estuviese intacta no significaba que la tumba no hubiera sido asaltada. Los ladrones siempre habían sido ingeniosos en sus esfuerzos por llegar a los tesoros sepultados junto a los nobles. De pronto, Khaemuast descubrió que deseaba que el interior no estuviera intacto, que hombres más débiles y tercos que él hubieran atraído sobre si, allá dentro, el aguijón de la ira, que hubieran desangrado los antiguos hechizos destinados a proteger a quien yacía en la oscuridad, detrás de aquella puerta misteriosa.
—Tengo miedo, príncipe —dijo Ib—. Este lugar no me gusta. Hasta ahora nunca habíamos encontrado un sello intacto. No deberíamos cargar con la culpa del primer pecado.
Khaemuast replicó, sin dejar de estudiar la áspera superficie que tenía ante sí:
—Nosotros no somos ladrones ni profanadores. Nunca he cometido sacrilegio contra los muertos a quienes estudio. Sabes que volveremos a sellar la puerta, dejando muchas ofrendas para el ka, y que pagaremos a los sacerdotes para que oren por el propietario. Siempre lo hacemos. —Se volvió para encararse con su mayordomo. Los ojos de Ib estaban entre sombras y su expresión era adusta—. Nunca te he visto así, Ib. ¿Qué ocurre?
Entonces vio que no sólo Ib se encontraba así. Penbuy apretaba la paleta contra su pecho desnudo, mordiéndose el labio.
—Esta vez no es como las otras, Alteza —balbuceó Ib—. Anoche, cuando volvíamos en el barco, soñé que bebía cerveza caliente. Es un presagio terrible. El sufrimiento va a caer sobre nosotros.
Khaemuast deseaba decirle que no fuera tonto, pero aquel sueño era en verdad algo a tomar en serio. Las palabras de Ib habían desatado nuevamente el miedo en él, pero intentó que su expresión no lo demostrara.
—Perdóname, príncipe —intervino Penbuy—, pero yo también tengo mis dudas respecto a esta tumba. Hoy, cuando quise cumplir mis devociones matinales a Thot, mi patrono, el incienso no se encendió. Lo reemplacé por granos frescos, pensando que los viejos podían estar contaminados, pero no hubo forma de prenderles fuego. Después, me atacó un temblor que no me permitió moverme durante un rato. —Se adelantó con una expresión tensa—. ¡Pasa por alto esta tumba, te lo ruego! ¡Habrá otras!
La intranquilidad de Khaemust iba en aumento.
—¿Hori? —consultó.
Su hijo sonrió.
—Yo he dormido bien y he rezado mis plegarias en paz —respondió—. No es mi intención restar importancia a estos presagios, amigos míos, pero sólo ha transcurrido la mitad del día; bien puede ser que no guarden ninguna relación con esta tumba. ¿Abandonarías un hallazgo como éste? —agregó, presionando a su padre—. ¡No me digas que tú también has recibido advertencias!
La mente de Khaemuast se llenó lentamente de la imagen del anciano, el pergamino en sus dedos trémulos, el fuego de la antorcha que ennegrecía, resecaba… «Advertencias, no", pensó, "pero si una premonición, un estremecimiento de aprensión en mi ka».
—No —dijo, pausadamente—, y no voy a rehusar este regalo de los dioses, por supuesto. Soy un hombre honrado y hago el bien en Egipto. Ofreceré al ka de quien habite esta tumba muchos objetos preciosos a cambio de lo que podamos ver. —Se irguió para tocar la soga y unos trozos diminutos le cayeron entre los dedos como cascajo fino—. Ib, llama a mi maestro albañil y haz que cincelen esta puerta.
Tiró de la cuerda con fuerza y ésta se partió. El sello se quebró en dos, con un pequeño ruido, y cayó en el polvo, a sus pies. Él retrocedió un paso, sobresaltado. Ib retrocedió por los escalones tras una reverencia silenciosa. Hori acercó la nariz a la piedra caliente, para examinar la grieta que se abría entre la puerta y la roca. Khaemuast y Penbuy se sentaron Juntos en un peldaño, a esperar al maestro albañil y sus aprendices.
—No es común encontrar una puerta, en vez de un simple agujero relleno de escombros —comentó el escriba.
Pero su amo no respondió, luchaba contra su propio temor. Cuando llegó el albañil con sus ayudantes, los otros se refugiaron bajo sus sombrillas. Desde donde estaba sentado, casi atontado por el calor de la tarde, Khaemuast veía la línea oscura que los cinceles iban haciendo en el contorno de la puerta. Una hora después, el albañil se acercó y se arrodilló ante él, cubiertos de polvo blanco el pecho brillante y desnudo, y las toscas piernas y manos.
—Alteza, la puerta está lista para ser forzada —dijo—. ¿Deseas que la abra?
Khaemuast asintió y el hombre se fue. Pronto se oyó el crujir de las palancas en la piedra. Hori fue a sentarse en cuclillas ante su padre y juntos observaron en silencio aquel enorme cuadrado que salía poco a poco, revelando un vacío negro cada vez más amplio. Al fin, Honi se movió.
—Aquí viene —dijo, en voz baja, y Khaemuast se puso tenso.
Una fina voluta de aire empezó a brotar de la abertura, elevándose en el cielo límpido. Era de un tono gris muy leve. Khaemuast, al ver estremecerse el horizonte a través de ella, imaginó que su olor llegaba hasta él, húmedo, insoportablemente rancio, con un dejo de osario casi imperceptible. El olor le era conocido, pues había atacado sus fosas nasales en muchas ocasiones similares, pero esta vez creyó descubrir en aquel torrente incesante una virulencia especial.