Bakmut hizo otra reverencia y se retiró. La puerta se cerró con un chasquido, pero Khaemuast no lo percibió. Ya había bajado la cabeza.
Pronto tuvo varias frases resueltas, pero su significado se le escapaba todavía. Un jeroglífico podía representar la silaba de una palabra o una palabra en si, y hasta un concepto entero reducido a ese símbolo; en cuanto a los signos en si, aunque superficialmente reconocibles, resultaban ambiguos. Jugó con combinaciones, cubriendo papiro puesto en su paleta con su propia escritura, fina y firme, pero, tras haber agotado todas las posibilidades, seguía sin tener idea de lo que se hallaba ante su vista.
Empezó a susurrar las palabras, señalándolas mientras tanto con el extremo estilo, pensando que podía tratarse de asirio antiguo, a juzgar por el sentido que encontraba. Lo que si tenían era una cadencia familiar, desconcertante. Empezó otra vez, esta vez casi canturreándolas. Decididamente, las frases poseían un ritmo. Había hecho todo lo posible en la primera parte del rollo, hasta el sitio en que se veía un espacio en blanco, antes de que la fina inscripción negra volviera a comenzar.
Dejó de canturrear y se le ocurrió de pronto que el ritmo le resultaba familiar porque las palabras eran partes constitutivas de un hechizo; como los magos sabían, los encantamientos tienen, al ser pronunciados, una cadencia especial de la que la poesía carece. «He estado cantando un hechizo de algún tipo", pensó, reclinándose en el asiento con un escalofrío de aprensión. "Ha sido una estupidez por mi parte dar voz y, por tanto poder a algo que no comprendo. No tengo ni idea de lo que acaba de surgir de mi boca.»
Aguardó un momento hasta dominarse por completo, recorriendo con la vista la habitación silenciosa. La pequeña lámpara de su escritorio parpadeaba, con el aceite ya casi agotado. La más grande emitía aún hacia arriba una llama estable, pero no lo haría mucho tiempo si no la espabilaba. El profundo y apacible silencio de la noche se había vuelto más denso en toda la casa. Khaemuast consultó la clepsidra una vez más y quedó espantado: faltaban tres horas para el amanecer.
Envolvió apresuradamente el pergamino en el paño limpio y salió deprisa, apretando el paso para llegar a las habitaciones de Sheritra. La puerta estaba entreabierta y dentro ardía todavía una lámpara, arrojando una pálida luz al corredor. Khaemuast abrió del todo la puerta. Bakmut se había quedado dormida esperándole, en un almohadón colocado junto al umbral. Pasó por su lado para entrar en el cuarto interior. Sheritra dormía acurrucada entre un montón de sábanas desordenadas, respirando pausadamente. El rollo que había estado leyendo mientras le esperaba yacía en el suelo.
Khaemuast la observó, avergonzado. «Es la segunda vez que te fallo, mi Pequeño Sol", pensó, con tristeza. "Pese a toda mi cháchara, no soy mucho mejor que tu madre. Lo lamento mucho.»
Volvió a su despacho. El pergamino estaba aún donde lo había dejado: un inocuo cilindro amarillento entre los restos de sus intentos de traducción. Nada en el cuarto había cambiado. «Bueno, cualesquiera que hayan sido los hechizos que he entonado inadvertidamente, no han tenido efecto en mí ni en mi entorno", se dijo con alivio. "Probablemente se tratará sólo de una receta para aliviar el constipado, cosida a la mano de un hombre que padeció ese trastorno durante toda su vida y temía seguir sufriéndolo en el mundo venidero, si no llevaba consigo esa preciosa panacea." Khaemuast sonrió para si, pero el mudo chiste no alteró la sensación depresiva y culpable que le colgaba como un peso del corazón. "Soy el más grande historiador de Egipto",pensó, más sereno. "Si no soy capaz de traducir ese rollo, no habrá nadie que pueda. De nada serviría mostrarlo a ninguno de mis colegas, pues ninguno tiene más conocimientos que yo. Además… »
Recogió el pergamino para llevarlo a la biblioteca, cogiendo también la lámpara. «Además, querrían saber dónde lo conseguí. Penbuy estaba en lo cierto: soy un ladrón, aunque bienintencionado. Haré que lo copie cuanto antes para volver a coserlo a los dedos del príncipe y postergaré la traducción de la otra mitad hasta que la copia haya sido hecha. Estoy demasiado exhausto y frustrado como para intentarlo ahora." "¿Y demasiado temeroso?", se burló su mente, mientras él cerraba el arcón donde había guardado el rollo. "Has tenido suerte. ¡Cantar un hechizo que no comprendías! La otra mitad podría llamar a un demonio o provocar una muerte en la familia, si volvieras a cometer una estupidez semejante.»
Necesitaba desesperadamente dormir, pero le quedaba todavía algo por hacer antes de tenderse en su diván para buscar refugio en la inconsciencia. El encantamiento que había entonado le asediaba por lo desconocido de sus consecuencias, necesitaba protegerse de cualquier daño que hubiera podido hacer. Cerró con llave la puerta de la biblioteca a su espalda y abrió el arcón donde guardaba sus medicinas. Estaba lleno de cajas y frascos cuidadosamente rotulados. Tomó una caja y sacó de ella un escarabajo seco. Los escarabajos oscuros eran útiles para ciertas enfermedades comunes, por lo que tenía docenas de ellos guardados allí, pero para su objetivo de aquella noche necesitaba el iridiscente escarabajo dorado que reflejaba la luz en la palma de su mano.
Cogió un cuchillo para retirar, con suavidad, la cabeza y las alas, y luego depositó el cuerpo en una pequeña urna de cobre. Con torpeza, pues de ordinario contaba con un ayudante para aquellas tareas, encendió un trozo de carbón en la parrilla portátil y cubrió el cadáver disecado con un poco de agua de la jarra que Ib mantenía siempre llena. Cuando rompió a hervir, sacó de otro arcón un pequeño frasco sellado y rompió con disgusto su duro lacre rojo, pues el aceite de la serpiente apnent era carísimo y muy difícil de conseguir.
Depositó en una taza de alabastro las alas y la cabeza, y luego, murmurando los encantamientos requeridos, los cubrió con el aceite. El agua ya estaba hirviendo. Durante unos instantes, observó el cuerpo del insecto, casi sin peso, agitarse en el agua. Luego, lo retiró con un par de pinzas, mientras sus labios recitaban la continuación del hechizo, y lo depositó en un baño de aceite de oliva. Con cuidado, volcó el agua sobre el carbón, que siseó despidiendo vapor. Por la mañana completaría el hechizo para alejar cualquier brujería o encantamiento maligno, combinando los dos aceites con su contenido, para beber la mezcla resultante. Su ansiedad era tal que hubiera deseado hacerlo de inmediato, pero las partes del escarabajo debían macerarse durante un determinado número de horas antes de ser ingeridas, a fin de que proporcionasen la protección necesaria.
Para entonces Khaemuast estaba tan fatigado que, al echar la llave a los arcones y la puerta de la biblioteca, se sentía como flotando. Llegó a sus habitaciones casi tambaleándose. Todo estaba oscuro. El esclavo de la noche debía de estar tendido dentro, junto a la puerta, sobre una esterilla de paja. Sin molestarse en despertarle, buscó a tientas su diván, se quitó la faldilla y las sandalias y se derrumbó entre las sábanas, que olían vagamente al agua de loto con que las enjuagaban. Se durmió de inmediato. Por la mañana, después de las abluciones, las plegarias y el desayuno, tomado en la bendita intimidad de sus habitaciones, volvió a la biblioteca. Allí tomó más carbón para encender nuevamente una pequeña fogata y, continuando de memoria el encantamiento iniciado la noche anterior, vertió el cuerpo del escarabajo, con su baño de aceite, en la taza que contenía la cabeza y las alas. Ya no se sentía perseguido ni temeroso. Luego puso la taza sobre las brasas y aguardó a que los aceites hirvieran. Sabia que, para que el hechizo alcanzara su máximo poder de protección, debía abstenerse de mantener relaciones sexuales durante siete días. La práctica de la magia requería frecuentemente sacrificios de aquel tipo, que resultaban molestos para muchos de sus colegas. Pero una semana sin sexo importaba muy poco a Khaemuast.
Los aceites hervían ya y despedían al aire el aroma levemente amargo de la serpiente apnent. Utilizó las pinzas para retirar la taza y la dejó en el antepecho de una ventana, para que se enfriara un poco, mientras las brasas se consumían. El preparado debía ser bebido muy caliente; era preciso vigilarlo para que no perdiera demasiado calor.
Después de entonar en voz alta el resto del hechizo, tomó la taza y bebió deprisa, dejando que el cuerpo del escarabajo, ya pesado, se le deslizara con el aceite por la garganta. «Ya he deshecho mi tontería de anoche", pensó, con el corazón aligerado. Volvió a su despacho para recoger la pila de papiros en los que había estado trabajando. "Penbuy puede encargarse de archivar estos garabatos con su copia del rollo, pero no cederé en mis intentos de traducirlo. Hasta ahora no me ha derrotado ningún escrito antiguo y éste no será la excepción.»
—¡Penbuy! —llamó, sabiendo que su escriba estaría ya aguardando ante la puerta para llevar a cabo la tarea del día—. Puedes pasar. ¿Qué cartas han llegado del Delta?
Cuando hubo terminado de dictar las respuestas necesarias, Khaemuast recordó que debía disculparse con su hija y fue a buscarla. La encontró en la pequeña antecámara que conducía a la entrada trasera de la casa, observando a la serpiente doméstica, que estaba bebiendo la leche que le dejaban siempre allí. Le saludó con una sonrisa.
—Creo que está agradecida —comentó—. Cuando acaba, hace una pausa y mira a su alrededor, a ver si hay alguien cerca. De lo contrario, se limita a alejarse. Lo sé porque a veces me escondo para observarla.
Khaemuast la besó en la suave frente.
—Quiero disculparme por lo de anoche, Sheritra —dijo, contrito—. Me dejé absor ber tanto por cierto trabajo que me olvidé completamente de ti. No soy el mejor de los padres, ¿verdad?
—Te perdono —dijo ella, con burlona solemnidad, apuntándole con un dedo—, pero para purgar esto tendrás que leerme esta noche el doble de tiempo. Oh, padre —prosiguió—, ya no soy una niña que tiene rabietas o llora hasta quedar dormida cuando la descuidan. Lo comprendo perfectamente.
«Pero a veces lloras hasta quedarte dormida", pensó él, mirándola, mientras la muchacha volvía su atención a la serpiente, que permanecía inmóvil, con el hocico sumergido en la espuma blanca. "Me lo dijo Bakmut, en uno de sus informes sobre ti. Lloras por tu propia ineptitud, enojada contigo misma. Yo también te comprendo perfectamente.»
—Hoy he pensado hacer una pequeña aventura —propuso—. Tengo intenciones de escapar algunas horas y volver justo a tiempo para devorar el primer plato de la cena. ¿Quieres acompañarme?
Ella le sonrió con aire cómplice.
—Mamá quiere que le toque mis lecciones de laúd —respondió—. Si no me encuentra, mañana me dirá unas cuantas cosas. —Ahuecó los labios—. Pero ya estoy acostumbrada a eso. Me encantaría acompañarte, padre.
—Bien. Te esperaré después de la siesta, en la parte trasera del jardín.
Ella hizo un gesto afirmativo y se sentó en cuclillas, pues la serpiente acababa de levantar la cabeza y la contemplaba perezosamente, con su fija mirada negra, sin parpadeos. Khaemuast las dejó.
Poco después de la siesta, él y Sheritra subieron a sus literas en el portón del jardín y, acompañados por Amek y cuatro soldados, partieron hacia el emplazamiento de la tumba. Mientras atravesaban meciéndose los distritos del norte de la ciudad, hablaron de asuntos sin importancia, contentos con su mutua compañía, riendo a veces con aire culpable. Khaemuast se dijo que Sheritra estaba casi bonita con sus tintineantes brazaletes de coralina que ceñían la carne morena y joven de sus brazos y con las trenzas negras de su peluca que se movían contra su grácil cuello.
En poco tiempo alcanzaron la sombra gris de los datileros, cuyas diminutas frutas verdes apenas empezaban a aparecer. Luego Saqqara se abrió ante ellos, por encima de, la breve colina que aislaba a las ruinas de modo tan sublime.
Cuando descendieron junto a la tumba, Hori los vio y agitó la mano con un saludo. Khaemuast ordenó a los portadores de las literas que se refugiaran a la sombra de las sombrillas mientras él y sus hijos descendían los peldaños para entrar en la agradable penumbra de la primera cámara. Penbuy, concluidas sus tareas en el despacho, se dedicaba a copiar las inscripciones. Los artistas de Khaemuast habían instalado allí sus caballetes para reproducir las bellas pinturas que cubrían casi la totalidad de los muros. Algunos de ellos estaban sentados en el suelo arenoso ante los arcones abiertos, tomando nota de su contenido. A la puerta permanecían pacientemente tres hombres, con unos espejos de cobre inclinados en ángulo para captar la luz del sol y dirigirla hacia dentro.
Sheritra contuvo el aliento.
—¡Esto es precioso! —exclamó—. ¡Qué detalles! El abuelo debería venir a verlos.
—No haría sino recordar la torpeza de sus propios artistas —señaló Hori, acertadamente—. Pero le enviarás copias de estos trabajos, ¿verdad, padre? —Como siempre. —Khaemuast cogió a Sheritra por el codo—. ¿Quieres ver a los muertos, querida?
Sheritra no se anduvo con remilgos. Asintió de buena gana y, flanqueada por su padre y Hori, agachó la cabeza para atravesar el bajo dintel de la puerta interior.
En el interior la luz era más suave y difusa. Los dos sarcófagos eran un bulto entrevisto y Thot, una presencia oscura y autoritaria. Los tres se acercaron a los cadáveres. Sheritra, sin decir nada, se inclinó sobre cada uno de ellos para mirarlos.
—Ella es la princesa Ahura —explicó Khaemuast—. No conocemos el nombre del príncipe. Su hijo no está aquí, obviamente. Tal vez cuando hayamos terminado los trabajos poseamos más información.
—Pobrecillos —dijo Sheritra, con suavidad—. Indudablemente, ha de ser maravilloso sentarse bajo el sicomoro sagrado, con los benditos muertos en el reino de Osiris, pero por mi parte, padre, me alegro mucho de que podamos subir pronto a nuestras literas para volver a casa y disfrutar del estupendo banquete de mamá.
—¡Qué glotona eres, Sheritra! —bromeó Hori.
Ella respondió con aire ligero. Khaemuast escuchaba su parloteo sin prestar mucha atención, recorriendo con la vista cuidadosamente los cadáveres. Todo estaba igual. Hasta las hebras que habían ligado el rollo a la mano del príncipe se rizaban como él recordaba haberlas visto el día anterior. Sintió que cierto alivio le recorría como el agua caliente, sin poder explicarlo. Se sintió feliz, joven, henchido de alegría.
—¿Cuánto falta para que termine el trabajo y podamos volver a sellar la tumba? —preguntó a Hori.