—Penbuy —dijo a su escriba, que ahora se mantenía discretamente a su lado, con la paleta y la caja de plumas en la mano—, puedes comenzar a registrar lo que haya en los muros. Por favor, sé tan exacto como sea posible y cuida de no completar cualquier jeroglífico que falte con lo que tú imaginas. ¿Dónde está el esclavo de los espejos?
«Esto es siempre como arrear un ganado terco", pensó, en tanto se volvía para estudiar el gran sarcófago de granito, con su cubierta torcida. "Los esclavos temen a las tumbas; incluso mis sirvientes, aunque no se atrevan a protestar, se cargan de amuletos y murmuran plegarias desde que se rompen los sellos hasta que dejamos las ofrendas aplacadoras de comida. Bueno, hoy no tienen por qué preocuparse." Sus pensamientos volaban mientras leía inclinado las inscripciones del ataúd, a la luz de una antorcha sostenida por un esclavo. "Cada tercio de este día es favorable, para ellos al menos. Un día favorable para mí sería aquel en que encontrara una tumba intacta y atestada de pergaminos.» Sonriendo para sus adentros, se incorporó.
—Ib, trae a los carpinteros y haz que reparen los muebles y los coloquen en el lugar correcto. Haz traer también frascos de aceite fresco y perfume. Aquí no hay nada de interés, deberíamos estar camino de casa hacia el anochecer.
Su mayordomo le hizo una reverencia y esperó a que el príncipe le precediera por el sofocante pasillo y el breve tramo de escaleras. Khaemuast salió, parpadeando, junto al montón de escombros que sus excavadores habían arrojado en sus esfuerzos por descubrir la puerta de la sepultura. Aguardó a que sus ojos se acostumbraran a la cegadora blancura solar del mediodía. El cielo era un deslumbrante azul, sobre el amarillo puro de un desierto impertérrito e infinito que se encontraba a su izquierda y reverberaba a sus ojos.
A su derecha, la llanura de Saqqara mostraba las columnas desnudas, los muros derruidos y la mampostería caída de una ciudad de los muertos que había quedado en ruinas mucho antes, en las honduras del tiempo, y ahora poseía una solitaria y solemne belleza; todas las piedras, bien trabajadas, eran de un pálido color amarillento, y sus bordes afilados y sus largas y prolongadas líneas hicieron pensar a Khaemuast en alguna extraña vegetación inorgánica del desierto, tan severa y poco reconfortante como la arena misma. La pirámide roma y escalonada del faraón Unas dominaba la desolación. Khaemuast la había inspeccionado algunos años antes. Le habría gustado restaurarla, alisar sus empinados flancos armónicamente y revestir con blanca piedra caliza la cara simétrica. Pero el proyecto exigía mucho dinero, demasiados esclavos y campesinos reclutados, y mucho oro para proporcionar pan, cerveza y hortalizas a los trabajadores. Mas aun así, erosionada como estaba, imponía con su presencia. En su minuciosa investigación del monumento al Gran Faraón, Khaemuast no había podido hallar ningún nombre tallado en la superficie; por eso proporcionó a Unas poder y vida renovados gracias a las manos de sus propios maestros artesanos. Naturalmente, había añadido la inscripción: «Su Majestad ha ordenado que se proclame que el jefe de los maestros artistas, el setem-sacerdote Khaemuast, ha inscrito el nombre de Unas, Rey del Egipto Superior e Inferior, pues no se lo halló en la faz de la pirámide, ya que el setem-sacerdote príncipe Khaemuast amaba mucho restaurar los monumentos de los reyes del Alto y Bajo Egipto». Su Majestad, reflexionó Khaemuast mientras empezaba a sudar por el calor y su portador de dosel corría a protegerle, no se había opuesto a la extraña obsesión de su cuarto hijo varón, siempre que se brindara el debido crédito a él, Ramsés II, User-Maát-Ré, en cuestiones de autorización y debido reconocimiento a sí mismo, El Que Hizo que Todo Existiera. Khaemuast sintió, agradecido, que la sombra del dosel se extendía a su alrededor. Se dirigió con su sirviente hacia las carpas rojas y las alfombras donde sus guardaespaldas se incorporaron para hacerle una reverencia e instalaron su silla a la sombra. Le esperaba allí cerveza y ensalada fresca. Se dejó caer bajo los aleros de su tienda y bebió un largo sorbo de aquella cerveza oscura y agradable, mientras observaba a su hijo Hori desaparecer en el mismo oscuro agujero del cual él acababa de salir. Por fin Hori reapareció para supervisar a la fila de sirvientes que ya llevaban herramientas en los brazos y jarras de arcilla en los hombros.
Khaemuast sabía, sin necesidad de mirar, que su nutrido cortejo fijaba también los ojos en Hori. Era, sin lugar a dudas, el miembro más hermoso de su familia: alto y muy erguido, tenía un andar desenvuelto y gracioso, y su porte altivo conseguía no caer en lo arrogante ni en lo altanero. Sus ojos grandes, de pestañas negras, reflejaban una cualidad traslúcida, de modo que el entusiasmo, o cualquier otra emoción fuerte los hacía centellear. Sobre los pómulos altos se tensaba una delicada piel parda, que solía presentar bajo los ojos imponentes unos huecos violáceos de aparente vulnerabilidad. En reposo, el rostro de Hori era juvenil, contemplativo, pero al sonreír se partía en unos profundos surcos de placer intenso que le apartaban de sus diecinueve años y tornaban súbitamente su edad indefinible. Tenía unas manos grandes y hábiles, pero también ingenuamente atractivas. Le agradaba todo lo mecánico. De pequeño, había enloquecido a sus niñeras y preceptores con sus preguntas y su malhadada costumbre de desarmar cuanto aparato tuviera a mano. Khaemuast consideraba una gran suerte que Hori se hubiera aficionado también al estudio de las tumbas y monumentos antiguos; y asimismo, aunque en menor grado, al desciframiento de las inscripciones en piedra o de los preciosos pergaminos que su padre coleccionaba. Era el asistente perfecto: ansioso de aprender, capaz de organizar, y siempre dispuesto a asumir muchas de las tareas pesadas que hubieran correspondido a su padre en sus exploraciones.
Pero no era por eso que el joven atraía los ojos de todos los presentes. Hori permanecía felizmente ignorante del fuerte magnetismo sexual que desprendía, al que nadie era inmune. Khaemuast había observado sus efectos una y otra vez, con silenciosa e irónica apreciación, teñida de pena. «Pobre Sheritra", pensó por milésima vez, apurando la cerveza y aspirando el embriagador y húmedo frescor de la ensalada. "Oh, mi pobre y poco agraciada hijita, siempre tras la sombra de tu hermano, siempre pasada por alto. ¿Cómo puedes amarle tanto, tan sin reservas, sin celos ni dolor?" La respuesta, también familiar, surgió inmediatamente: "Porque los dioses han puesto en ti un corazón puro y generoso, así como han concedido a Hori la falta de egocentrismo que le salva de la excesiva vanidad de los hombres inferiores, tal vez igualmente hermosos».
Los sirvientes salían en ese momento de la tumba en busca de otra carga. Hori volvió a hundirse en la oscuridad. En lo alto, dos halcones pendían inmóviles en el aire feroz y sin aromas. Khaemuast se adormeció.
Varias horas después, despertó en su jergón, dentro de su tienda. Kasa, su sirviente personal, vertió agua sobre él y le secó con pequeños toques. Después, salió a ver el resultado de los trabajos de sus servidores. El montículo de tierra, arena y escombros que habían hecho junto a la tumba había mermado y los hombres devolvían con palas los restos a su sitio. Hori, en cuclillas a la sombra de una roca, conversaba despreocupadamente con Antef, su servidor y amigo; sus voces eran claras, pero ininteligibles. Ib y Kasa se consultaban respecto al pergamino que enumeraba los presentes que colocar alrededor del príncipe difunto. Penbuy, al ver que su amo apartaba la solapa de la tienda, acudió rápidamente con un fajo de papiro bajo el brazo. Le ofrecieron más cerveza y un plato de tortas de miel, pero Khaemuast las desechó con un gesto.
—Decid a Ib que estaré listo para hacer la ofrenda de alimentos para el ka de este príncipe en cuanto haya echado una última mirada al interior —indicó.
Seguido por Penbuy, que caminaba respetuosamente tras sus sandalias, caminó hacia la entrada ya pequeña, bajo un cielo que se bronceaba suavemente. La luz roja empezaba a desplegar estandartes en la arena, y el desierto tomaba un color rosa tras él, albergando sombras cada vez más densas. Los trabajadores se inclinaron a su llegada, pero Khaemuast no les prestó atención.
—Ven tú también —indicó a su escriba, por encima del hombro—, por si deseo hacer algún comentario en el último momento.
Pasó a duras penas por la puerta medio cerrada y avanzó a lo largo del corredor. Le seguía la última luz del sol, arrojando unas largas y llameantes lenguas coloreadas, de una cualidad tan densa que Khaemuast sintió deseos de recogerlas y acariciarlas. Sin embargo, no penetraban hasta el ataúd en sí, en la parte de dentro del pequeño cuarto atestado. Penbuy se detuvo en un sitio donde había aún luz para su paleta. Khaemuast cruzó la línea casi palpable que dividía los dedos del crepúsculo de la tiniebla eterna del silencio y miró a su alrededor. Los esclavos habían hecho un buen trabajo. La banqueta, la silla, las mesas y la cama estaban nuevamente en la posición que habían ocupado durante generaciones y había unas jarras nuevas contra los muros. Los shawabtis habían sido lavados y el suelo, barrido de los desechos abandonados por los ladrones desconocidos.
Khaemuast, con un gesto aprobador, avanzó hacia el ataúd e insertó un dedo en la abertura que dejaba la tapa torcida. Tuvo la impresión de que el aire era más frío dentro que en el resto de la tumba y apartó el dedo deprisa, raspando con los anillos el duro granito.
«¿Me observas?", pensó. "¿Acaso tus antiguos ojos tratan vanamente de atravesar la densa oscuridad que hay sobre ti para buscarme?" Deslizó lentamente la mano sobre la fina capa de polvo que se había acumulado a lo largo de los siglos, cayendo invisible y suavemente desde el cielo raso para quedar así, intacta hasta aquel momento. Ninguno de sus sirvientes se atrevía a lavar un sarcófago y en esta ocasión él había olvidado hacerlo personalmente. "¿Cómo será", continuaron sus pensamientos, "verse reducido a piel seca y marchita, a huesos vendados que yacen inmóviles en la oscuridad, observado por los ojos ciegos de mis propios shawabtis, sin escuchar nada, sin ver nada?»
Khaemuast permaneció concentrado en sus pensamientos, tratando de absorber la atmósfera de pathos y otredad mezclados, lo inasible de un pasado que siempre le atraía susurrándole cosas de épocas más simples y grandiosas, mientras los últimos rayos del sol pasaban del rojo a un escarlata mohíno y empezaban a ralear. En realidad, no sabía qué buscaba en sus vagabundeos por los mudos escombros del pasado. Tal vez fuera el significado del aliento en su propio cuerpo, del latir de su corazón: un significado que podía trascender las revelaciones de los dioses, aunque los amaba y los reverenciaba. Era la necesidad de saciar la sed sin nombre que le poseía desde la niñez y que, en su juventud, había conjurado en él lágrimas de alguna fuente misteriosa que hablaba de soledad y destierro. «Pero no me siento solitario ni infeliz, desde luego" se dijo, mientras Penbuy tosía cortésmente como advertencia. Las sombras de la tumba empezaban a serpentear hacia él con un mensaje: salir. "Amo a mi familia, a mi faraón a mi bello y bendito Egipto. Soy rico, he triunfado y tengo una vida plena. No es eso… nunca ha sido eso…» Se volvió bruscamente, antes de que una oleada de depresión le abrumase.
—Muy bien, Penbuy. Que sellen la tumba —ordenó, ásperamente—. No me gusta el olor de este aire. ¿Y a ti?
Penbuy negó con la cabeza y corrió por el pasillo, mientras el príncipe le seguía con más lentitud. Toda la empresa le había dejado un gusto agrio en la boca, una sensación de futilidad. «Es sólo conocimiento muerto el que adquiero de los pergaminos y las pinturas de las tumbas", se dijo al salir al exterior. Pasó junto a los esclavos prosternados y oyó a sus espaldas otra vez el crujido de las palas en la tierra. "Viejas plegarias, antiguos hechizos, detalles olvidados para redondear mi historia de la nobleza egipcia; pero nada que pueda darme el secreto de la vida, el poder sobre todo. ¿Dónde está el Pergamino de Thot? ¿Qué oscuro nicho polvoriento oculta ese tesoro?»
El sol ya había desaparecido. En el cielo suave y aterciopelado comenzaban a cosquillear algunas estrellas. La cháchara y las risas de su cortejo se aceleraron bajo el súbito florecer de unas nuevas antorchas. De pronto, Khaemuast sintió deseos de partir hizo una seña a Ib y marchó hacia el interior de su tienda. Una lámpara de aceite parpadeaba ya junto al catre, arrojando un cordial fulgor amarillo. Se olía a perfume fresco Ib se adelantó para hacerle una reverencia.
—Di a Hori que se vista —indicó Khaemuast— y tráeme mi atuendo de gran sacerdote. Los acólitos pueden llenar los incensarios y prepararse. ¿Han bendecido ya las ofrendas de comida?
—Si —asintió Ib—. El príncipe Hori se ha encargado de las plegarias. ¿Quieres, Alteza, lavarte otra vez antes de vestirte?
Khaemuast sacudió la cabeza, súbitamente cansado.
—No, envíame un acólito y haré la purificación ritual. Con eso basta.
Aguardó en silencio hasta que apareció Kasa portando con reverencia el voluminoso atuendo de gran sacerdote, a rayas negras y amarillas, sobre los brazos extendidos; mantuvo la vista baja mientras un acólito ofrecía al príncipe un aguamanil lleno de agua perfumada y le ayudaba a desvestirse. Khaemuast inició con solemnidad el ritual del lavado, murmurando las plegarias adecuadas a las que el muchacho respondía. Las volutas del agridulce humo de incienso empezaron a rizarse entre las solapas de la tienda.
Por fin Khaemuast estuvo preparado. El acólito le hizo una reverencia y, después de recoger el aguamanil, se retiró. El príncipe alargó los brazos para que Kasa le deslizara la larga túnica por la cabeza y ambos salieron. Fuera les esperaba Hori, en su papel de sacerdote de Ptah, sujetando el largo incensario del que brotaban unas volutas grises. En unos platos de oro se veían las ofrendas de comida aplacadoras para el ka del príncipe cuya tumba habían perturbado cortésmente.
Se formó la pequeña procesión que avanzó con majestuosa gracia hasta la entrada de la tumba, ya invisible. Los esclavos permanecían de bruces. Khaemuast se adelantó y, tomando el incienso de manos de su hijo, inició los ruegos por la preservación del muerto, implorando al ka que no castigara a quienes se habían atrevido a contemplar un sagrado sitio de descanso. La oscuridad era ya completa. Khaemuast observaba sus propios dedos, largos y enjoyados, centelleando a la luz de las antorchas, dignificando las antiguas palabras con ademanes de respeto y apaciguamiento. Había celebrado cien veces la misma ceremonia, sin que los muertos se mostraran ofendidos por su entrometimiento ni siquiera una vez. Por el contrario, estaba convencido de que sus cuidadosas restauraciones y sus ofrendas acarreaban bendiciones para él y sus seres queridos, otorgadas por los kas de los príncipes muertos mucho tiempo antes y bastante olvidados.