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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (6 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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Nubnofret vivía indicándole continuamente que se irguiera, pues sus hombros se curvaban sobre el pecho, casi tan plano como el estómago. Ella se esforzaba por caminar con más apostura y gracia para evitar los dardos de su madre, con frecuencia venenosos, pero de nada servia. Su cara era un agradable óvalo de boca expresiva y generosa, con los ojos grandes y brillantes, pero la nariz ramésida se había desbocado y se imponía sobre los otros rasgos del rostro.

Una muchacha más descarada y desenvuelta hubiera podido convertir esas desventajas en triunfos, pero Sheritra era tímida, sensible y reservada. Quienes la conocían bien (su padre, Hori, su servidora y compañera Bakmut, los otros miembros de la servidumbre y unos pocos amigos de toda la vida) la amaban por su inteligencia y generosidad, su bondad y su gentileza. «Pero ¡OH, Amón!", pensó Khaemuast, ocultando su consternación para besarla en la frente, bajo el espeso cabello castaño y ondulado, "se ruboriza por todo, mi dulce inadaptada. ¿Dónde está el príncipe que se la lleve?».

—No sé cómo está la muchacha hoy —respondió—, pero no he tenido noticias del guardián de la puerta. Por lo tanto, presumo que estará mejor. ¿Has decidido acompañarme a visitar a tu abuelo e investigar en los mercados de Pi-Ramsés?

Sheritra meneó la cabeza una sola vez, en una áspera negativa.

—No lo creo, padre. Bakmut y yo disfrutaremos teniendo la casa para nosotras solas. Dormiré hasta muy tarde, haré que me lean todos mis pergaminos favoritos mientras como, y nadaré y hurgaré con los jardineros entre las flores.

Hablaba demasiado deprisa, apartando la vista. Khaemuast la tomó de la barbilla para mirarla a los ojos castaños, ansiosos.

—No te haría daño pasar unas cuantas horas en la corte —dijo, suavemente—. Si te enfrentaras a quienes temes, tu timidez empezaría a desaparecer, querida mía. Pronto tu madre empezará a hacer algo más que mencionar un compromiso matrimonial para ti. Cuando menos, deberías saber cómo son los jóvenes de sangre noble antes de que se te propongan sus nombres.

Ella se desprendió de sus dedos calientes.

—No es necesario —replicó sin alterarse—. Sabes que tendrás que pagar una dote más grande de la acostumbrada para deshacerte de mi, príncipe, y me es en absoluto indiferente casarme o no. Como nadie va a amarme, poco me importa en qué lecho acabe.

Su dolorosa franqueza era inquietante.

—Hori viene con nosotros —insistió su padre, tratando aún de persuadirla. No quería zarpar dejando atrás aquella herida.

—¡Por supuesto! —sonrió ella—. Las mujeres se lo comerán con los ojos, pero él no se dará cuenta. Los mozos susurrarán a su espalda sin que él les preste la menor atención. Él y Antef recorrerán los mercados en busca de maravillosos inventos extranjeros que desarmar. Después de conversar con el abuelo, que le idolatra, desaparecerá en la Casa de la Vid, como tú desaparecerás en la Casa de los Libros, y sólo saldréis para comprarme un regalo muy caro.

Le chispeaban los ojos, pero tras aquel brillo Khaemuast advirtió el desencanto sobre sí misma que leía en ellos con tanta frecuencia. Le dio otro beso.

—Lo siento, Pequeño Sol —se disculpó—. No quiero empujarte a nada que te incomode.

Ella hizo una mueca.

—Mi madre se encarga de empujarme por los dos. Que lo pases estupendamente en la mágica ciudad del faraón, padre. Creo que Hori ya está a bordo del Amón-es-Señor; harías bien en darte prisa.

Irguió la espalda y abandonó la habitación, mientras Khaemuast, con el corazón dolorido, abría su altar en honor de Thot, llenaba el incensario e iniciaba sus plegarias matinales.

Su flotilla se alejó de los peldaños del río una hora después del mediodía. El Amón-es-Señor llevaba a Khaemuast, Nubnofret y Hori; delante iban los guardaespaldas; atrás, los sirvientes domésticos. En el palacio de Ramsés, el Grande en Victorias, había siempre unas habitaciones dispuestas para Khaemuast y esclavos palaciegos para su servicio, pero él prefería ser atendido por su propio personal.

El día era cálido y despejado. Khaemuast permaneció en cubierta, reclinado contra la barandilla, contemplando con pena los palmerales, el fondo de arena amarilla y las nítidas siluetas de las pirámides de Saqqara, que se perdían de vista. Nubnofret ya se había acomodado bajo un toldo añadido a la pequeña cabina, que ocupaba el centro del barco; estaba recostada en una montaña de almohadones, con una taza de agua en una mano y un abanico en la otra. Hori, de pie junto a su padre, con el codo apoyado contra el de Khaemuast y las manos cruzadas, comentó:

—Menfis tiene un bello paisaje, ¿verdad? A veces lamento que el abuelo haya trasladado al norte la capital del país. Comprendo la ventaja estratégica de asentar el gobierno cerca de nuestra frontera oriental, junto a un río que desagua en el Gran Verdor, para facilitar el comercio, pero Menfis posee la dignidad y la belleza de los gobernantes de antaño.

Khaemuast mantenía los ojos fijos en el ribazo, donde se deslizaba la verde confusión de la primavera. Más allá de la vida fecunda y brillante del terraplén, con su sofocante vegetación fluvial, sus pájaros cantores y rápidos, sus atareados insectos y, ocasionalmente, algún cocodrilo soñoliento de inmensa sonrisa, existía un rico suelo negro en donde los fellahin luchaban, hundidos hasta las rodillas, para sembrar la semilla fresca. Los canales de drenado estaban aún llenos de un agua mansa que reflejaba el intenso azul del cielo y se manchaba con la sombra de las altas palmeras. Las aldeas, cuando la ciudad se perdió de vista, eran adormecidas entelequias de barro y cal, salidas de un grato sueño; reverberaban en el calor de la tarde casi siempre desiertas, a no ser por dos o tres asnos que se espantaban ociosamente las moscas con el rabo y algún niño que corría tras una bandada de gansos blancos o se arrodillaba en el polvo, desnudo.

—Detestaría ver el Nilo atestado, desde el Delta a Menfis, con los barcos y los botes de mercaderes y diplomáticos —respondió a Hori—. La misma Menfis se tornaría cada vez más sucia, ruidosa y extensa, como era la Tebas imperial en los días de los últimos thotmésidas. No, Hori. Deja que Menfis sea una ciudad de paz con la que nutra mi visión.

Los dos intercambiaron una sonrisa. Durante el resto de la tarde navegaron alegre hogar de Ré, la ciudad de On, donde Khaemuast solía oficiar como sacerdote. Por fin viraron hacia el brazo oriental del Nilo.

Más allá de On, el río dejaba de ser una única fuerza poderosa y se desviaba en tres grandes cintas y dos o tres afluentes menores, hacia el Gran Verdor. El arroyo del oeste bordeaba el desierto. En su punto más septentrional regaba los viñedos más famosos de Egipto, donde se fermentaba el codiciado Buen Vino del Río Occidental. Las bodegas de Khaemuast guardaban en su interior una buena provisión de él y, aunque sus compatriotas solían dejarse seducir por los vinos exóticos que llegaban de lugares como Keftiu o Alashia, con un gran coste, él se mantenía fiel al botín rojo oscuro del Delta.

Por su centro fluía el gran río, pasando Buto, la más antigua de las capitales, ahora reducida a un templo y una pequeña población; luego, Tjeb-nuter y, por fin, la desembocadura en el Gran Verdor. Khaemuast y sus barcos tomaron rumbo nordeste, hacia las Aguas de Ré, que los llevarían a su destino.

Para pasar la noche, amarraron las embarcaciones junto al Canal de Agua dulce, que había sido abierto hacia el este para que se uniera a los Lagos amargos. El sabor seco del desierto era ya apenas una brisa ocasional, sobrecogida por los olores más ricos y densos de las tierras cultivables del Delta. Los bancos de papiro se sacudían entre sí y susurraban, y sus tallos de color verde oscuro, sus plumas amarillentas, iban perdiendo color sin cesar a medida que Ra descendía por Occidente. Hasta ellos llegó el aroma delicioso de las huertas florecidas, que no quedaban a la vista. Por doquier se enmarañaba la vegetación, ora cultivada, ora silvestre.

Durante todo el día siguiente navegaron por entre la asombrosa variedad de plantas y pájaros que poblaba el Delta. A mediodía se detuvieron para comer el pescado fresco que acababa de pescar Hori. Luego continuaron deslizándose perezosamente, mientras Ré pasaba del blanco al oro, al rosado, al rojo. Cuando la noche cayó una vez más, las Aguas de Ré se habían convertido en las Aguas de Avaris, el templo levantado en Bubastis en honor de la diosa gata Bast había quedado atrás y el río comenzaba a poblarse.

Esa noche no durmieron bien. Continuamente se cruzaban con otros navíos, cuyas voces de alerta alteraban con regularidad el sereno Nilo. Khaemuast pasó algunas horas inquieto, sumido en unos sueños vívidos y decididamente desagradables, hasta que le despertaron los gritos de otra pregunta y otra respuesta brusca. Le dolía un poco la cabeza. Llamó a Kasa con suavidad, para no despertar a Nubnofret. Una vez lavado y vestido, dio órdenes de reanudar el viaje antes de que el sol llevara una hora encima del horizonte.

Justo antes de mediodía, la ciudad de Pi-Ramsés apareció a la vista por la derecha. Primero, las feas chozas de los más pobres, que ahora habitaban el emplazamiento de la Avaris original y parecían arracimarse en torno de los pilones pardos y las altas murallas del templo de Set. Luego, un montón de escombros. Khaemuast sabia que eran los restos de una ciudad de la Duodécima Dinastía. Hori y Nubnofret observaban una caravana de asnos que avanzaba trabajosamente por la orilla del río. Bestias, mercaderes y carreteros estaban polvorientos, la arena se adhería a las coloreadas mantas que cubrían la carga. «Mercancías del Sinaí", suputo el príncipe; "quizá oro de las minas de mi padre, que vienen para servir a nuevos embellecimientos de Pi-Ramsés».

Se volvió hacia las ruinas, que pasaban ya rápidamente. Allí estaba el gran canal que su padre había hecho excavar alrededor de la ciudad, congestionado ya por barcas de toda forma y tamaño. Los capitanes blasfemaban y discutían por un sitio. Khaemuast hizo una seña algo melancólica a su esposa y a su hijo, que se retiraron al anonimato de la cabina. Hubo una pausa. El príncipe sabía que su capitán estaba izando la enseña imperial azul y blanca. Al cabo de un momento la algarabía exterior se apaciguó y el barco volvió a avanzar. Los plebeyos cedían paso al gran hijo del faraón y Khaemuast navegó por las Aguas de Avaris en un espacio de respeto y reverencia. Nubnofret chasqueaba la lengua.

—Cada vez que hacemos este viaje están más violentos y vociferantes —comentó—. Ramsés debería hacer patrullar este cruce por los medjay, que saben organizar el tráfico. Hori, levanta un poco la cortina. Quiero ver qué está pasando.

Hori obedeció y Khaemuast esbozó una sonrisa interior. Nubnofret siempre quería ver lo que ocurría.

El capitán lanzó un grito, profiriendo una seca orden a los remeros, y el Amón-es-Señor inició su lento viraje a la derecha. Pronto las ruinas y el templo de Set se perdieron de vista y fueron reemplazadas por unos desgarbados árboles que amparaban a los habitantes de la ciudad deseosos de sombra y conversación. A la izquierda no había vegetación alguna, sólo una cacofónica y desagradable confusión de talleres, depósitos, graneros y almacenes, hervideros de vida diurna. Más allá, como Khaemuast sabia, estaban las cristalerías que daban fama a Pi-Ramsés. Junto al canal, otras partes de la ciudad. La zona siguiente era más tranquila, y estaba compuesta por modestas casas de comerciantes pintadas de blanco y pequeñas fincas de nobles menores, rodeadas de jardines y huertas. Los manzanos se hallaban en plena floración y su perfume envolvió al grupo en una niebla embriagadora, casi palpable; los pétalos claros se mecían en la centelleante superficie del agua, formando felpudos blancos contra la ribera.

El canal se había ensanchado formando un vasto estanque y la embarcación navegaba ya por un puerto atestado de barcazas de todo tamaño y descripción, en proceso de carga y descarga. Los marineros se reunían en los muelles a apostar, y los chiquillos se llamaban entre si o se arrojaban al agua revuelta, en busca de las baratijas que arrojaban los ociosos.

Pero pronto aquella confusión empezó a desvanecerse. El Amón-es-Señor aminoró la marcha al aproximarse al lago de la Residencia, los dominios privados del faraón, y los soldados que custodiaban su entrada interrogaron a los hombres de Khaemuast. Un momento después atravesaron por el estrecho camino que dejaban los botes armados de vigilancia y pasaron la muralla del sur, que protegía la intimidad de Ramsés. Bajo la sombra de unas huertas vibrantes, llegaron a los relucientes peldaños de mármol contra los que se mecía la barcaza del faraón. Había otros tres navíos amarrados a los postes blancos y azules. El capitán de Khaemuast impartió una serie de órdenes y el Amón-es-Señor chocó discretamente contra su lugar en el embarcadero. Nubnofret dejó escapar un suspiro de alivio. El ruido de la ciudad era ahora un zumbido apagado y sólo el cantar lírico de las aves perturbaba la sagrada paz.

—Espero que nos esperen las literas —comentó, levantándose con su acostumbrada gracia.

Se recogió las vestimentas e inclinó la cabeza para salir de la cabina. Hori y Khaemuast la siguieron. Los otros dos barcos estaban ya amarrados y los guardias del príncipe, distribuidos por los peldaños del amarradero, se mantenían en posición de firmes. Al pie de la escalinata los esperaba una pequeña delegación, cuyos miembros se prosternaron en el suelo mientras la familia caminaba por la rampa que había sido colocada. Seti, visir del Sur, hombre de gran elegancia y dignidad, se inclinó profundamente, rozando la piedra caliente con los extremos plisados de su faldilla blanca que le llegaba a las pantorrillas.

—Bienvenido, una vez más, a la Casa de Ramsés, el Grande en Victorias, Alteza —sonrió.

Llevaba su bastón de mando de oro y terminado en papiro. En las muñecas, al incorporarse, tintinearon los brazaletes de oro; sus manos fuertes, minuciosamente cuidadas, parecían vivas por los destellos del oro y la cornalina. Khaemuast le miró a los ojos, pardos y serenos, y le devolvió la sonrisa.

—Me alegro de volver a verte, Seti —replicó. Mientras Hori y Nubnofret recibían el renovado homenaje del cortejo del visir, compuesto por escribas, heraldos y mensajeros. A sus espaldas, se estaba recogiendo ya la rampa—. Confío en que el Rey de Reyes esté bien.

Seti inclinó su cabeza, llena de rizos negros.

—Tu padre está bien y ansioso de verte. Tus habitaciones han sido barridas y acondicionadas, príncipe. No dudo de que estarás cansado después del viaje. —Hizo un gesto y tres literas se adelantaron, en un torbellino de actividad—. El faraón ha dedicado las primeras horas de mañana a discutir contigo su contrato matrimonial; no necesita que estés presente en la cena de esta noche, aunque estás en libertad de comer con él si así gustas, por supuesto. Si no lo deseas y si no estás muy fatigado, te ruega que evalúes la estimación de impuestos para el año venidero que acaba de ingresar y los porcentajes que deben ser distribuidos entre Amón y Set.

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