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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (4 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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Sólo su despacho privado escapó a la coacción de su esposa. Lo colmaba su propio desorden, aunque Penbuy mantenía escrupulosamente ordenada la biblioteca contigua en la que se guardaban los pergaminos. Aquí Khaemuast podía escapar y sentirse en paz.

Cruzó a grandes pasos ante las puertas cerradas de su dormitorio, donde un sirviente soñoliento permanecía en cuclillas en su banqueta, y entró en su despacho. Allí relumbraban varias lámparas de fino alabastro de color miel. Le esperaba su silla, apartada del escritorio. Cuando iba a sentarse con un audible suspiro de alivio, Ib llamó a la puerta y entró haciendo una reverencia. Depositó una bandeja en la mesa y levantó el paño de hilo para descubrir un humeante trozo de ganso relleno, pescado frito, pepinos frescos y una redoma de vino, sellada por el propio viñador de Khaemuast en su viñedo de las afueras de Menfis. El príncipe le despidió con un ademán y comió con apetito. Cuando estaba terminando, le anunciaron a Penbuy. Con un vuelco en el corazón, Khaemuast vio que el escriba dejaba varios pergaminos sobre el escritorio.

—No me lo digas —gruñó—: las negociaciones matrimoniales se han interrumpido otra vez.

Penbuy se las compuso para asentir en medio de una reverencia. Se apresuró a sentarse en el suelo, cruzó las piernas y se colocó la paleta sobre las rodillas.

—Mucho me temo que sí, príncipe. ¿Te leo los pergaminos mientras acabas de comer?

Khaemuast le respondió lanzándole uno y volvió a su pila de tortas calientes.

—Comienza —ordenó.

Penbuy desenrolló el pergamino.

—«Del Poderoso Toro de Maát, Hijo de Set, User-Maát-Ré, Setep-en-Ré Ramsés, saludos a Khaemuast, su hijo favorito. Se requiere cuanto antes tu presencia en el palacio de Pi-Ramsés. El asunto del tributo de los khatti, incluido el despacho de la novia khatti para el Poderoso Toro, necesita tu atención inmediata como consecuencia de una carta de nuestro enviado Huy, que en este momento está en la corte de Hattusil. Ven pronto al norte con las alas de Shu.» —Penbuy levantó la vista—. Tiene el sello real —agregó, dejando que el pergamino se enrollara con un leve susurro. Lo dejó a un lado y tomó su pluma—. ¿Quieres responder, príncipe?

Khaemuast hundió los dedos en el cuenco de agua y se reclinó en el asiento, cruzando los brazos. La guerra entre los khatti y Egipto había terminado hacía ya veintiocho años; el tratado oficial databa de doce años atrás. La última batalla, librada en Kadesh, estuvo a punto de ser el fin de Egipto como nación independiente a consecuencia de una serie de desastres menores, pero acumulados: espías mal informados, divisiones militares mal localizadas y comandantes ineptos. Pero Ramsés insistía aún en retrataría en todos sus monumentos y sus templos, flagrantemente, como un brillante éxito de Egipto y el golpe demoledor para los khatti. En realidad, los khatti habían tendido una inteligente emboscada al ejército egipcio en todo su poderío, obligándolo casi a la huida. La batalla había sido un jaque mate en el que ninguno de los bandos avanzó un centímetro.

Catorce años después, ya serenados los ánimos, se firmó y selló el Gran Tratado, para exhibirlo en Karnak. Incluso así, Ramsés insistía en considerar a Kadesh una victoria egipcia y una derrota khatti; el tratado, a su modo de ver, era un acto de desesperada sumisión por parte de Muwattali.

Ahora Hattusil, el hijo de Muwattali, ofrecía a Ramsés una de sus hijas para cimentar unas relaciones amistosas entre las dos grandes potencias. Pero el altanero Ramsés, nunca dispuesto a admitir nada parecido siquiera a la debilidad por parte de un gobernante que era también un dios, interpretaba ese gesto como de apaciguamiento y sumisión. Por su parte, los khatti habían sufrido en tiempos recientes una sequía desastrosa que los había debilitado y temían que Egipto aprovechara esa situación momentánea para despojarlos de sus campiñas. Por lo tanto, ansiaban sujetar a Ramsés a los términos del tratado por medio de un matrimonio diplomático. Peor aún, según pensaba Khaemuast mientras empezaba a elaborar mentalmente la respuesta a su padre, Hattusil, en su prisa por abrir los brazos a su real hermano, había prometido a Ramsés una asombrosa dote de oro, plata, muchos metales en bruto, caballos sin límite, ganado, cabras y ovejas por decenas de millares. Tanto el príncipe como la burlona corte egipcia tenían la impresión de que Hattusil estaba dispuesto a trasladar toda Khatti a Egipto junto con su hermosa hija. Ramsés lo había aprobado. Era un tributo por la derrota de su padre en Kadesh.

—¿Príncipe? —pronunció Penbuy, suavemente.

Khaemuast volvió a la realidad y se disculpó.

—Perdona, Penbuy. Puedes comenzar. Los saludos habituales, no puedo perder el tiempo en enumerar correctamente todos los títulos de mi padre. Luego: «Con respecto a la llamada de mi gracioso Señor, estaré en Pi-Ramsés con toda celeridad, para colaborar en la resolución de las proyectadas nupcias de Su Majestad. Si Su Majestad desea dejar los intercambios oficiales de mutua confianza y las negociaciones por la dote en manos de éste, su indigno hijo, en vez de continuar calentando el caldo con sus sagradas pero indudablemente conflictivas opiniones, tal vez podamos servir pronto una aceptable sopa. Mi amor y reverencia van hacia el Hijo de Set con este pergamino».

Khaemuast se recostó en su silla.

—Dáselo a Ramose para que lo entregue a un mensajero, preferiblemente a uno que sea lento e inepto.

Penbuy sonrió fríamente, raspando aún el papiro con su pluma.

—En verdad, príncipe, ¿te parece necesario ser tan… tan…?

—¿Directo? —concluyó Khaemuast por él—. No se te paga por criticar el tono de mis cartas, descarado. Sólo por escribirlas y utilizar la ortografía correcta. Dámela para que la selle.

Penbuy se levantó con una rígida reverencia y puso el pergamino en el escritorio. Apenas Khaemuast retiró su anillo del lacre, la puerta se abrió sin previo aviso y Nubnofret entró en la habitación. Penbuy se inclinó hasta el suelo inmediatamente y ella, sin prestarle atención, se acercó a su esposo y le dio un beso indiferente en la mejilla. Wernuro, su servidora personal, permanecía mansamente atrás, con la cabeza inclinada. Khaemuast se levantó disimulando una sonrisa; por centésima vez, pensó que Nubnofret sabia mantener firmemente en su sitio a todos los que trabajaban para ella.

—Veo que ya has comido —comentó su esposa.

Vestía una de las túnicas sueltas e informales que gustaba usar por las noches, cuando no había invitados. Los voluminosos pliegues de hilo escarlata caían alrededor de sus amplias curvas, atados a un costado con un cinturón y unas borlas de oro. De su lóbulo derecho pendía una pesada ankh de jaspe rojo y oro, que se meció suavemente contra su rostro exquisitamente pintado cuando levantó la vista hacia Khaemuast. Se había quitado la peluca y su cabello castaño rojizo, que le llegaba al mentón, formaba un marco perfecto a su ancha boca pintada de naranja y sus párpados empolvados de verde.

Tenía treinta y cinco años y conservaba una belleza madura pese a las finas arrugas que (Khaemuast lo sabia) empezaban a abrirse en abanico por sus sienes, bajo el kohol negro, y los leves surcos que rodeaban aquellos labios tentadores. Pero ella habría descartado aquella voluptuosidad, de haber tenido conciencia de poseerla. Nubnofret, enérgica, eficiente y llena de sentido común, navegaba por entre los arrecifes y los bajíos de las cuentas domésticas, el adiestramiento de los sirvientes, la atención a las visitas de su esposo y la crianza de sus hijos, con la consumada facilidad de la mujer adicta al deber. Era intensamente leal a Khaemuast, por lo cual él le estaba agradecido. Sabía que aunque su esposa necesitaba tenerle bailando sin peligro la danza que ella componía, le amaba mucho, pese a su aguda lengua. Llevaban veintiún años de un matrimonio seguro y reconfortante.

—¿Tuviste buena suerte hoy, Khaemuast?

Él meneó la cabeza, sabiendo que preguntaba por cortesía y no por interés. Su afición le parecía denigrante para un príncipe de la realeza.

—En absoluto —replicó tocándose la mejilla que ella le había besado; estaba húmeda por la alheña recién aplicada—. La tumba era antigua, pero estaba dañada por el agua y la incursión de los ladrones. Es imposible saber cuándo ocurrieron esos desastres. Penbuy examinó un par de pergaminos, que a estas horas deben de estar archivados en la biblioteca, pero mi reserva de conocimientos sigue siendo la misma.

—Lo siento —repuso ella, con sincera pena. Su mirada bajó a los rollos que Khaemuast sostenía en la mano—. ¿Hay un mensaje del Delta? ¿Problemas en el paraíso matrimonial? —Los dos se sonrieron—. Tal vez debiéramos mudarnos a Pi-Ramsés hasta que se consumaran los planes del faraón. Casi has gastado nuestra barcaza con tanto ir y venir.

Khaemuast sintió una súbita ternura hacia ella. No le había pasado desapercibido el matiz de nostalgia de su voz, apenas discernible.

—Te gustaría, ¿verdad? —observó con gentileza—. ¿Por qué no llevas a Hori y a Sheritra al norte, durante uno o dos meses? Mi padre no necesita de mi constantemente, Nubnofret. Por el momento, los asuntos de Egipto son pura rutina, aparte de las negociaciones matrimoniales, y estoy en libertad de continuar algunos de los proyectos que he iniciado en Saqqara.

Señaló su silla. Nubnofret se dejó caer en ella y empezó a picotear los restos de la comida. Él reconoció la expresión de tozudez en su cara.

—Mis arquitectos y yo estamos trabajando en unos planos nuevos para el cementerio de los toros de Apis —prosiguió— y tengo dos restauraciones en marcha: una, en la pirámide de Osiris Sahuré y la otra, en el templo solar de Neuser-Ré. Yo…

Ella levantó una mano, con un trozo de ganso ya frío; hizo un ademán y se lo introdujo en la boca.

—Hace tiempo que he dejado de sentirme ofendida por tu insistencia en anteponer las piedras muertas a tu familia viva —dijo con serenidad—. Si tú no quieres ir a Pi-Ramsés, aquí nos quedaremos todos. Sabes que te sentirías muy solo si te dejáramos al cuidado de los sirvientes.

Era cierto. Khaemuast se sentó en la esquina de la mesa y cruzó los brazos.

—En ese caso, haz que los sirvientes empaqueten unas cuantas cosas y ven mañana conmigo. Mi padre necesita otro diplomático para deshacer todos los problemas que indudablemente ha causado. No dejará también de pedirme que le examine y le recete algo, y a cualquier otra persona que según su imaginación, pueda requerir de mis servicios. Además, me gustaría visitar a mi madre.

Nubnofret masticaba pensativamente.

—Muy bien —decidió al fin—. Hori también querrá venir, pero Sheritra preferirá no mezclarse con la corte. ¿Qué vamos a hacer con ella, Khaemuast?

—Sólo es tímida —respondió él—. Ya se le pasará. Debemos darle tiempo y tratarla con dulzura.

—¡Con dulzura! —resopló Nubnofret—. Ya la mimáis demasiado, tanto Hori como tú. En este mismo instante te está esperando para darte las buenas noches, pero le he dicho que no debe contar contigo esta noche.

Se lamió los dedos y chasqueó con ellos. Wernuro cobró vida inmediatamente y se aproximó a la mesa; sumergió en el cuenco de agua el paño de hilo que cubría el plato y empezó a limpiar cuidadosamente la mano grasienta de su ama.

—¿Por qué?

—Porque han traído un mensaje del harén que el faraón tiene aquí. Una de las concubinas está enferma y solicita que acudas. —Se levantó de la silla y se acercó a la puerta—. Buenas noches, esposo mío.

—Buenas noches, Nubnofret. Que duermas bien.

Ante una seca palabra de la mujer, la puerta se abrió. Los esclavos porteros se inclinaron ante ella, que salió seguida por Wernuro, y Khaemuast quedó a solas.

Contra su voluntad, abandonó el despacho y entró en su biblioteca. Se detuvo junto a un gran arcón y sacó una llave del cinturón para abrirlo. Al levantar la tapa, un agradable olor a hierbas secas inundó el cuarto. Khaemuast volvió al despacho con una cajita y llamó a Kasa y a Penbuy.

—Ramose —recordó al jefe de heraldos, que había acudido a su llamada—, envía mis disculpas a Amek, si ya se ha retirado a sus barracas, pero necesito inmediatamente dos guardaespaldas. Debo ir a la ciudad.

Una hora después le hacían entrar en el harén de Menfis, entre deferentes reverencias. Era una casa grande y bien amueblada, con ventiladas habitaciones para las muchas mujeres que habían provocado el capricho de Ramsés, quien con frecuencia las compraba sólo para olvidarse luego de ellas. En general, llevaban una vida indolente, con todas sus necesidades atendidas y nada que hacer, aparte de chismorrear, pelear entre si, cuidar sus estupendos cuerpos y comparar impresiones sobre su distante dueño. Empero, algunas de ellas atendían negocios propios en Menfis y las tierras de cultivo circundantes. Se les permitía salir del harén, debidamente acompañadas, y podían administrar sus propias fincas o sus pequeñas industrias. Algunas supervisaban el hilado del lino; otras poseían viñedos o granjas; y unas pocas prosperaban traficando con artículos exóticos por caravana y por mar.

Khaemuast no se interesaba en absoluto por ellas, exceptuando el estudio de sus enfermedades. Había escrito un tratado sobre las enfermedades especiales de las mujeres que constituía una especie de libro de texto para los otros médicos, pero las mujeres, como vehículos de placer, le dejaban impávido. Las pasiones del pasado y de la mente le resultaban mucho más embriagadoras.

Saludó al guardián de la puerta del harén con más brusquedad de la que pretendía y el hombre se prosternó inmediatamente, apretando la frente contra las sandalias del príncipe en el antiquísimo gesto de suprema sumisión, mientras se disculpaba profusamente por haberle molestado. Khaemuast, impaciente, le indicó que se levantara.

—El faraón no querría que cualquier aprendiz examinara a una de sus mujeres —observó, mientras caminaban por un pasillo donde se alineaban, a intervalos regulares, unas elegantes puertas de madera de intrincado diseño, todas firmemente cerradas—. ¿Quién es mi paciente?

El guardián se detuvo ante la última puerta y Khaemuast esperó, seguido por Penbuy y Kasa. Los dos soldados de Amek se habían separado para apostarse en los dos extremos del largo corredor.

—Es una joven danzarina hurriana. El Poderoso Toro la vio bailar hace un año y la invitó a instalarse aquí. Es pequeña y callada, muy hermosa; ha estado enseñando algunos pasos de baile a las otras mujeres. —Abrió la puerta sin llamar y dio un paso atrás, respetuosamente—. Eso las mantiene entretenidas y les proporciona un poco de ejercicio. En su mayoría son muy holgazanas.

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