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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (7 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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Khaemuast asintió, secretamente irritado. Su padre había puesto en sus manos casi todo el peso del gobierno. ¿Por qué no le permitía hacerse cargo de ello, simplemente, en vez de tratar de orientarle sutilmente hacia ciertos aspectos, como al niño a quien se enseña disciplina? Hizo una seña para que bajaran su litera y se dejó caer en los almohadones de seda.

—Muy bien —dijo, mientras sus portadores le levantaban—, una hora después de cenar envíame a Suti, a Paser, el sumo sacerdote de Amón, y a Piay. No te molestes esta noche cenaré a solas con él. —Dio una orden seca a Ib, que esperaba en silencio, junto al resto de los sirvientes—. Sirve el almuerzo cuanto antes y prepáralo tú mismo —pidió—. Luego descansaré.

Seti se apartó con el resto de la muchedumbre y los guardias rodearon las tres literas, precedidos por Ramose, que empezó a gritar la advertencia:

—Se acerca el gran príncipe Khaemuast de Menfis. ¡De bruces todos!

Khaemuast se reclinó en la litera y trató de calmar su fastidio por las manipulaciones de su padre, su egoísta deseo de encontrarse otra vez en su despacho de Menfis y su impaciencia ante todo lo que le desviaba de sus preocupaciones académicas, en lento crecimiento. «Me estoy convirtiendo en un viejo irascible", se dijo. Oía los ruidos de los pies en marcha y el súbito ladrido de un comandante tras la muralla norte del recinto, donde estaban las inmensas barracas militares y los patios de adiestramiento, que se extendían hasta el lago de la Residencia. "En otros tiempos, las exigencias del palacio y el templo eran importantes para mí, anteponía alegremente mi deber para con mi padre a todo lo demás; ahora, me parecen irritantes y sólo quiero que me dejen trabajar en mi legado a Egipto: mi cripta para los sagrados toros de Apis y mis restauraciones, sin interferencias de ese viejo astuto. ¿Por qué?" Se movió, inquieto, mirando sin ver a los grupos de cortesanos ociosos vestidos con transparentes paños blancos, que se postraban a su paso como ramas floridas dobladas por el viento, a la sombra de las arboledas que crecían ante la gran Casa del faraón. No halló respuesta para su pregunta, que sólo sirvió para intensificar su humor nervioso. La palabra "envejecer» se revolvía en su mente, con sarcasmo. Se habían detenido. Nubnofret le miraba desde fuera.

—Khaemuast, ¿ya te has dormido? —preguntó.

Parpadeó al ver su hermosa cara, exquisitamente pintada. De pronto, cobró conciencia de la hendidura que separaba sus pechos pesados, vestidos de amarillo. Bajó de su litera con un gruñido, con Nubnofret a su lado y Hori atrás, y comenzó a ascender los amplios peldaños. Casi de inmediato, llegaron a la fresca y agradable penumbra, que arrojaban las columnas coronadas de palmas, que se perdían a gran altura.

El palacio de Ramsés, complejo y desconcertante como una ciudad en sí mismo, había sido construido por el padre, Seti 1, y ampliado por el hijo hasta alcanzar su actual estado de abrumadora opulencia. La fachada, bajo las imponentes columnas, era de mosaicos de turquesa entrecruzados con lapislázuli, de modo tal que formaban una relumbrante red de azul oscuro y claro. Los suelos y los muros estaban cubiertos con azulejos vidriados, que formaban intrincadas representaciones de la vida animal y vegetal del Delta, o de un deslumbrante yeso blanco salpicado de colores intensos. Las puertas, que requerían dos hombres para abrirse o cerrarse, despedían un persistente aroma de costoso cedro del Líbano que se hacía presente en los cientos de habitaciones, y tenían incrustaciones de electro y plata o chapa de oro batido.

Había flores por doquier, esparcidas bajo los pies, arracimadas en las paredes, en forma de guirnalda en las columnas y en las personas por igual, como en una eterna primavera. Cualquiera podía perderse durante días enteros en aquella refulgente vastedad, y Ramsés ponía cuidado en proporcionar esclavos solamente para guiar y orientara los visitantes y huéspedes por los interminables salones. Sus bibliotecas (la Casa de la Vida, donde se guardaban mapas, pesos y medidas oficiales, cartas del cielo y claves para los sueños, lugar donde se efectuaba todo el trabajo científico, y la Casa de los Libros, que contenía todos los archivos) eran famosas en el mundo entero y hervían siempre de eruditos de todas las nacionalidades. Sus festines eran igualmente célebres por la exótica abundancia de la comida, la habilidad de los músicos y la gracia y belleza de los danzarines.

En el centro residía Ramsés, Rey de Reyes, Hijo de Amón, Hijo de Set, cuyas riquezas superaban los sueños de casi todos sus súbditos, omnipotente y altanero, Dios Viviente del único país del mundo que realmente importaba. Khaemuast, que marchaba tras la resonante voz de Ramose, se sintió impulsado una vez más a una renuente admiración hacia aquella casa. Sabía orientarse muy bien, pues había crecido en ella; ya no le parecía un mágico milagro, como cuando era niño, pues no ignoraba el peso piramidal de la minuciosa organización que conservaba sus flores frescas, su comida abundante y sus sirvientes siempre a mano, pero la concepción en si misma de todo no dejaba nunca de maravillarle.

Por fin Ramose se detuvo ante dos altas puertas de plata, flanqueadas por dioses sentados que llegaban casi a la viga. Amón, emplumado, contemplaba serenamente el corredor pulido. A la izquierda, un Set de granito fulminaba con la vista al grupo, levantando agresivamente su nariz larga y aguileña. Khaemuast hizo una seña y las puertas giraron hacia dentro sobre un amplio suelo de turquesa sembrado de columnas, que lanzaba un suave resplandor azul en el interior. La familia entró y las puertas se cerraron con deferencia. Nubnofret entró en actividad de inmediato.

—Voy a refrescarme y luego iré a presentar mis respetos a la emperatriz y a la pricipal esposa real —dijo a Khaemuast—. Si me necesitas, ya sabes dónde encontrarme. Espero que no me hayan perfumado el agua con esa esencia tan fuerte que usaron la última vez. No soporto su olor, se lo dije, pero sin duda lo habrán olvidado…

Besó en el cuello a su esposo sin dejar de hablar y desapareció con su cortejo hacia sus propias habitaciones. Kasa e Ib, ya presentes, esperaban.

—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó Khaemuast a Hori.

El joven sonrió, rompiendo su cara en las grietas que aceleraban el corazón de todas las mujeres de la tierra, y entornó sus ojos traslúcidos, rodeados de kohol.

—Iré a los establos para inspeccionar los caballos —respondió a su padre—. Después, Antef y yo veremos con quién compartir algunas tazas de vino. ¿Puedo cenar esta noche con el abuelo?

—Por supuesto. Pero si te emborrachas, cuida de que al menos dos de mis soldados te acompañen a tus apartamentos. Hasta luego, Hori.

Observó un momento a su hijo, mientras salía al corredor; el suelo de color turquesa teñía con un suave resplandor sus fuertes piernas oscuras y la faldilla blanca. Luego, se volvió hacia Ib.

—¿Está preparada la comida?

El hombre asintió.

—Vamos, pues, comeré algo antes de dormir.

Las puertas se abrieron de par en par y entró en el lugar que había sido su segundo hogar durante más años de los que deseaba recordar. Primero había un cuarto pequeño y funcional, dedicado a los negocios y las recepciones de trabajo. En otros tiempos, cuando era mucho más joven y decididamente más frívolo, había sido un cuarto para el entretenimiento, pero ahora exudaba la severa atmósfera del trabajo y estaba escrupulosamente limpio. Más allá, se hallaba la alcoba para dormir, donde había un enorme diván con patas de león, unos incensarios de oro ante el altar de Amón, una mesa con cubierta de marfil y unas sillas con incrustaciones de ébano. El aroma de la comida humeante se mezclaba placenteramente con un leve perfume a cera de abejas fresca.

A Khaemuast le agradaba aquella habitación, exceptuando el hecho de que las voces levantaban unos leves ecos entre las paredes, dándole la sensación de dormir en un templo. «Pero todo Pi-Ramsés es un templo", pensó, mientras se dejaba caer al suelo en un almohadón, para que Ib le arrimara una mesilla. "Un templo a la divinidad de mi padre, un estallido de alabanza incesante a sus hazañas militares y su infalibilidad.» El pan todavía estaba caliente, recién salido de las enormes cocinas del faraón.

—Todo ha sido probado —comentó Ib.

Khaemuast comió con gusto. Después, se tendió en el blando colchón de su diván, se cubrió hasta la barbilla con la suave sábana y se quedó dormido sin más reflexiones.

Cuatro horas después, recién lavado y vestido con la túnica larga de los visires, dio la bienvenida al tesorero en jefe del reino, el sumo sacerdote de Amón y jefe de todos los escribas del templo. Escuchó con paciencia las monótonas cifras relativas a la distribución de impuestos entre los dioses, tanto extranjeros como locales. No pasó mucho tiempo sin que los funcionarios se trabaran en discusiones sobre qué templos merecían las mayores asignaciones. Khaemuast suspiró interiormente, lanzó una mirada subrepticia a la clepsidra y se dispuso a arbitrar sus exigencias con tanto tacto como pudiera. La tarea era importante, pues un leve desprecio a un dios extranjero podía provocar un incidente diplomático. Hizo lo posible por dedicar a ello toda su atención, pero le alivió mucho que sus decisiones fueran, finalmente, aceptadas. Tras algunos momentos dedicados a la conversación y a beber el vino, pudo despedir a los hombres. Al entrar a su alcoba tomó algunos granos de incienso, encendió el carbón del incensario alto y derramó la mirra en aquella brillante negrura. De inmediato, surgió una voluta de humo áspero, dulce y gris. Khaemuast abrió las puertas del altar, se postró ante la benigna sonrisa de Amón y así, tendido sobre el mosaico fresco, comenzó a orar.

Al principio sus palabras eran sólo la formal letanía vespertina que pronunciaba todas las noches en la lejana Tebas, donde Amón se erguía en el centro del templo de Karnak, gobernando aquella ciudad como llevaba siglos haciendo. Pero no pasó mucho tiempo sin que la solemne cadencia del rito cediera paso a unas cuantas súplicas personales, vacilantes, y luego al silencio. Khaemuast permaneció con los ojos apretados, consciente de la sólida resistencia del suelo contra sus rodillas, sus muslos y sus codos, respirando una fina película de polvo y el olor de la cera de las abejas.

«Algo malo me ocurre, Amón", pensó a medias, rezó a medias. "No sé lo que es. En verdad, la agitación del descontento y de algo más, algo extraño y alarmante, es tan débil en los profundos rincones de mi ka que me pregunto si no estaré equivocado. Se trata acaso del principio de una enfermedad? ¿Necesito una purga, una semana de ayuno, un elixir? ¿Es por falta del ejercicio debido?»

Permaneció inmóvil, hurgando en si mismo. Un renuente disgusto hacia su padre, el palacio, la exhibicionista arrogancia de Pi-Ramsés, aquellos ministros importantes que se pasaban el tiempo moviendo papeles, comenzó a extenderse en él como el feroz sarpullido en el cuerpo de la pequeña bailarina, y él lo dejó crecer.

«Soy el mago y el médico más grande de Egipto", pensó otra vez, amargamente, "pero me mantienen abrumado de respeto sólo porque yo, a mi vez, tengo en estas manos las riendas del gobierno: estas manos que excavan, que buscan, que de buen grado cederían los limitados y tontos detalles de la administración, a cambio de sostener siquiera por una vez el Pergamino de Thot, la llave de todo el poder y toda la vida. A veces pienso que hasta cedería mi ka por la oportunidad de poseer los dos hechizos que contiene el pergamino, según se dice. Uno brinda el poder de la resurrección física al que lo pronuncia legítimamente; el otro otorga la capacidad de comprender el lenguaje de cuanto ser vive bajo el sol. Yo mando sobre todos los habitantes del reino, salvo mi padre, pero no mando sobre las aves, los animales… ni los muertos. Estoy envejeciendo, mis costumbres se fijan cada vez más y tengo miedo. Me estoy quedando sin tiempo, mientras en algún lugar, muy abajo en la tierra, están las palabras que me convertirían en el hombre más poderoso de cuantos Egipto ha conocido».

Se incorporó con un gemido, cruzó las piernas y fijó la vista en las doradas sandalias de Amón. «En otros tiempos, la búsqueda era como un juego, el ideal de un joven lleno de entusiasmo y preñado de grandes posibilidades. Jugué alegremente con eso mientras aprendía la medicina, formaba una familia y trabajaba con mi padre, seguro de ser el hombre más favorecido del mundo, seguro de que el pergamino caería en mi regazo como regalo de los admirados dioses. Después, inicié mis grandes obras de restauración y exploración y entonces el juego se convirtió en la causa última de todo cuanto hacia, en un pulso oscuro y constante de esperanza en mengua, en una creciente frustración que, gradualmente, dejó de ser un juego. Durante diecisiete años lo he buscado. He avanzado mucho en conocimientos, pero no lo he hallado.»

Empezaba a dolerle la espalda. Se puso de pie, desperezándose, y se agachó para cerrar el altar. «Thot, dios de la sabiduría que adoro", pensó, furioso, "¿por qué me niegas esto? Soy el único hombre digno de poseerlo, pero tú me lo ocultas como si yo fuera un ignorante campesino que pudiera dañarlo».

El cuarto le pareció frío. Se acercó a la clepsidra para contemplar el lento goteo y notó que ya era tarde. Con todo, estaba inquieto. Tomó bruscamente un manto de lana y salió, ordenando a los guardias apostados junto a su puerta que le siguieran. Se dirigió por los largos pasillos del palacio silencioso hacia la Casa de los Libros. El bibliotecario dormitaba junto a las enormes puertas dobles, le reconoció al despertar, le hizo una reverencia y le dejó pasar.

Khaemuast vagó durante dos horas por entre las hileras de rollos pulcramente catalogados, sacando uno de aquí, otro de allá e intercambiando algunas palabras con los pocos eruditos que preferían el estudio al sueño. Pero aquella noche el contacto con el papiro viejo no le tranquilizó como de costumbre, su contenido le parecía tan seco y carente de vida como la atmósfera misma de la biblioteca.

Se retiró bruscamente, decidido a intentar dormir, pues sabia que la jornada siguiente seria pesada. Pero se detuvo a la puerta de sus habitaciones. La voz de Hori surgía algo más allá, tras una rendija de luz amarilla, y Antef le respondía. Siguiendo un impulso, Khaemuast giró hacia la izquierda y se aproximó a las habitaciones de su esposa. El guardia apostado ante su puerta le saludó y llamó por él. Al fin apareció Wernuro, legañosa y despeinada, haciéndole una reverencia.

—¿Está tu ama aún despierta? —preguntó Khaemuast, secamente.

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