Sheritra estaba soñando. Harmin se inclinaba sobre ella, con una cinta escarlata sujetándole el pelo. El olor de su piel era un perfume caliente y almizclado que le invadía la nariz, debilitándola de ansias.
—Aparta las sábanas y déjame acostarme —susurraba—. Soy yo, Sheritra. Estoy aquí. Estoy aquí.
Ella alzó los ojos para verle, apenas iluminado por la lámpara de la mesilla, los ojos lánguidos de deseo. Pero algo estaba mal. La sonrisa de Harmin cambiaba y se hacía feroz. Sus dientes aumentaron en longitud y filo y, en un instante de horror, cayó en la cuenta de que lo que se inclinaba hacia ella era un chacal. Sobresaltada, dejó escapar un grito, y entonces notó que era de noche. La paz y el silencio de las horas sordas que precedían al amanecer se habían apoderado de la casa. Después, notó que Bakmut la sacudía suavemente.
—Tu hermano está aquí, Alteza. Está aquí —decía la muchacha.
Sheritra se pasó una mano por la cara.
—¿Hori? —preguntó, consciente de que estaba bañada en sudor—. ¿Ha vuelto? Hazle pasar, Bakmut, y trae enseguida comida y algo de beber.
La muchacha hizo un gesto de asentimiento y se perdió entre las sombras. Sheritra miró la lamparilla nocturna. Era obvio que Bakmut acababa de despabilar la vela, pues despedía una tranquilizadora columna de amarilla cordura en la oscuridad que se apretaba alrededor del diván. Sheritra se incorporó un poco más, ya plenamente despierta, y advirtió un movimiento tras la luz. Hori apareció al lado del diván y se dejó caer pesadamente junto a sus rodillas. Sheritra tuvo que ahogar un grito, su hermano estaba tan delgado que se le veían las costillas y le temblaba la cabeza. Su pelo, antes tan espeso y brillante, tan sano, yacía lacio contra su cuello y los ojos que volvió para estudiarla estaban tan opacos y hundidos como los de un viejo.
—Por todos los dioses, Hori —susurró—. ¿Qué te ha pasado?
—Creía que ya no volvería a verte —murmuró él, con voz ronda, dejándole ver sus lágrimas de fatiga—. Me estoy muriendo a causa de una maldición, Sheritra, una maldición de Tbubui, como la que arrojó al pobre Penbui. ¿Recuerdas?
Durante un momento de confusión, la muchacha no pudo comprender lo que le decía, hablaba como si delirase. Pero en un destello de lucidez volvió a ver el montón de basura, el brillo de algo, el estuche de estilos en sus manos intrigadas y el muñeco de cera.
—¡Penbuy! —exclamó—. ¡Por supuesto! ¿Cómo pude estar tan ciega? El estuche era de él. Tenía varios, debo de haber visto todos, en un momento u otro, sin que me llamaran la atención. Penbuy…
—Ella le echó una maldición mortal para que no trajera malas noticias de Coptos —susurró Hori—. Lee esto, Sheritra. Lee esto ahora mismo.
Le entregó varios rollos. El temblor de sus manos era tan pronunciado que se lo comunicó a Sheritra cuando ella cogió los papiros. La piel de sus dedos estaba seca y caliente. Hubiera querido tirar los manuscritos y llamar a su padre, el médico, despertar a los sirvientes para que le acostaran… pero percibió la desesperación en sus palabras y le obedeció, examinando con atención los rollos. Apenas había empezado a leer cuando Bakmut volvió con vino, ganso asado frío y melón.
—Trae más luz —ordenó ella, distraídamente.
Pero cuando la muchacha puso unas lámparas más grandes en los soportes de la habitación ya estaba abstraída en la lectura. Hori guardaba silencio. De vez en cuando se tambaleaba y en ocasiones se llevaba una jarra a la boca.
—¿Qué bebes? —preguntó ella de pronto, sin apartar la vista del papiro que tenía entre las manos.
—Amapola, Pequeño Sol —respondió él.
Ella asintió con la cabeza y continuó leyendo. Por fin dejó que el último papiro se enroscara con un susurro. Hori se volvió hacia ella y los dos se miraron en silencio.
—Imposible —siseó la muchacha—. Nunca. —Había en ella una fría furia.
—Piénsalo, Sheritra. Examinemos racionalmente las pruebas.
—Lo que sugieres no es racional, Hori —insistió ella.
Su hermano se apartó bruscamente y todo su cuerpo se estremeció con el gesto, sin que pudiera dominarlo.
—Ya lo sé —reconoció—. Pero yo he estado en esa tumba, Sheritra. El cuerpo ha desaparecido. El bibliotecario se mostró horrorizado e incapaz de comprenderlo. El agua representada en los muros… —Se interrumpió con un esfuerzo evidente—. ¿Puedo tratar de convencerte?
Sheritra recordó su sueño, extraño y atemorizador.
—Muy bien. Pero no deberías hablar tanto, estás muy enfermo. Creo que ella te ha envenenado, y en ese caso necesitas que papá te dé un antídoto.
Él río sin aliento, dolorosamente.
Él no puede ayudarme. Esa mujer asesinó a Penbuy con una maldición mortal y está haciendo lo mismo conmigo. ¿Tanto te cuesta entenderlo?
—Disculpa, Hori. Continúa. —Lanzó disimuladamente una mirada a Bakmut. Si lograba que la muchacha trajera a su padre, tal vez Hori se salvara, pero no quería agotar a su hermano discutiendo con él—. Al menos, come algo —sugirió.
Hori se volvió hacia ella, con los labios contraídos en una mueca febril.
—Antef me dio sopa hasta que ya no pude retenerla —dijo. Con un escalofrío de verdadero temor, Sheritra percibió el miedo en su voz—. No tengo tiempo para comer, pedazo de tonta. ¡Despierta de una vez! ¡Me estoy muriendo! ¡Deja que te convenza!
Ella se echó atrás, pero luego le cogió una mano.
—Está bien —balbuceó.
—¿Crees, para empezar, que esto es obra de papá? ¿Que él desató algo perverso al pronunciar las palabras escritas en el rollo sin saber lo que decía?
—Lo intentaré.
—Bueno. Déjame tumbarme, Sheritra. Dame esa almohada. Gracias. Ante todo, acepta que Tbubui mató a Penbuy por arte de magia y que ahora me está matando a mí. A Penbuy le asesinó porque papá hubiera dado crédito a cualquier evidencia que él trajera de Coptos. Papé le respetaba y conocía su inteligencia, y aunque el relato le hubiera parecido demencial, habría plantado las dudas en la mente de papá. En cuanto a mí… —Encogió un hombro frágil—. Ya estoy completamente desacreditado a los ojos de papá. Creo que ella se limita a degustar el poder y le sabe dulce. Está segura de que no puedo hacerle daño y no necesita eliminarse, lo hace porque quiere. Si existe otro motivo, no lo hallo.
Se hizo el silencio. Sheritra vio que su frente se cubría de sudor y comprendió que había callado para reunir fuerzas. Aguardó, mientras él se limpiaba la cara con las sábanas arrugadas. Las palabras siguientes la cogieron por sorpresa.
—Sheritra, ¿a qué se parecen los sirvientes de Tbubui? Piénsalo bien.
Negros, totalmente silenciosos, obedientes al segundo… La muchacha meneó la cabeza, desconcertada.
—Son raros —replicó—, pero no les encuentro parecido con nada.
—Bueno, tal vez tú no has visto tantas tumbas como yo cuando ayudaba a papá —reconoció Hori, sombríamente—. Pero ¿no son como. rhawabiis, Sheritra?
Shawabtis… Los esclavos de madera que se enterraban con los difuntos de la nobleza para que cobraran vida ante una palabra mágica de su propietario. Eran mudos portadores de vino y comida, obedientes tejedores de hijo, de oscuras manos infalibles para amasar el pan, abrochar un collar, delinear con kohol los ojos cansados o hundir el fino pincel en los frascos de cosméticos; tan delicados, tan exactos, siempre con la inexpresiva cara de madera con la cual habían sido tallados. A Sheritra se le erizó la piel.
—¿Shawabtis? —repitió—. ¡Qué ridículo, Hori!
—¿Tú crees? Bien, no importa. Fijate en esto. —Sacó de su cinturón una bolsita y la abrió con dedos temblorosos. El pendiente relucía apenas en la penumbra sobre su palma pegajosa—. Toma. Sopésalo. Pálpalo. Represéntate el que encontraste en el joyero de Tbubui. Dudabas, ¿verdad, Sheritra? Un maestro artesano puede hacer una copia bastante aproximada de algo tan antiguo, pero existen pequeñísimas claves que revelan su verdadera edad. El oro no tendrá vetas púrpuras tan visibles ni estará tan madurado por el uso; el engarce de la piedra estará más fresco y el seguro no tendrá las marcas que deja la presión de los años contra la piel. Tu primera reacción, al verlo, fue miedo de que se tratara del pendiente original. Pues bien, tenias razón. Tbubui tenía uno. Perdió el otro al salir del túnel.
Sheritra estaba dando vueltas a la joya entre los dedos, y al oírle se la entregó bruscamente.
—¡Basta, Hori! ¡Me asustas! —exclamó.
—¡Bien! —exclamó él, enérgicamente—. Voy a asustarte un poco más. Trataré de ser coherente, de poner todo esto en el orden debido. ¿Tienes agua aquí?
Ella se inclinó sin comentarios y le sirvió un poco. Su hermano bebió deprisa y luego se llevó la jarra de amapola a los labios y tomó un largo sorbo.
—Te vas a matar con eso —reprochó Sheritra. Pero al instante cayó en la cuenta de lo que estaba diciendo. Él se limpió la boca con el dorso de la mano y la miró de soslayo.
—Mi cuerpo ya está empezando a no reaccionar a la droga —dijo—. Cada vez necesito más cantidad para dominar el dolor, pero no creo que me haga falta mucho tiempo más.
Ella abrió la boca para protestar, pero Hori la acalló.
—Nada de mentiras, Pequeño Sol. Déjame continuar, tengo mucho que decir y pocas fuerzas con que hacerlo.
La joven le observó sumisamente con el corazón dolorido. Las sombras le oscurecían la mitad de la cara y teñían el resto de melancolía. «Es cierto", pensó de pronto, "Va a morir». La atravesó el pánico, pero habló con voz serena.
—Sigue, queridísimo.
—Papá los despertó al robar el Pergamino, que les pertenecía por derecho, y balbucear el encantamiento en su ignorante estupidez. ¿Recuerdas que los sarcófagos de la cámara interior no tenían tapa? Apostaría cualquier cosa a que ellos ordenaron dejarlos abiertos con la esperanza de que alguien irrumpiera en la tumba y, al ver el rollo cosido a la mano de un sirviente, se sintiera lo bastante intrigado para leerlo en voz alta, sin saber, desde luego, que Nene-fer-ka-Ptah y la princesa Ahura yacían en la misma sepultura, tras un muro falso. Llegan a Menfis y buscan un sitio donde ocultarse, tal vezmientras se reponen. ¿Estás bien, Sheritra?
Respondió con una sonrisa forzada. Una parte de ella aceptaba los argumentos con una afirmación aterrorizada, pero segura y, sin embargo, Harmin, su amor, estaba involucrado en ello, y no se atrevía a creer por miedo a que la vida se le hiciera añicos. Se ciñó la sábana a los hombros con la sensación de que el cuarto estaba cada vez más frío, tratando de escuchar a Hori sin dejar intervenir a su imaginación. No quería ver mentalmente aquellos cadáveres antiguos, disecados, tambaleándose por la cámara interior en la estigia oscuridad, mientras recobraban la flexibilidad y las fuerzas, para luego arrastrar sus miembros entumecidos a lo largo del túnel.
—Es un extraordinario cuento de fantasmas —aseguró, con firmeza—, pero nada más. Dices que salieron de la tumba por el túnel y llegaron a Menfis. Pero el túnel estaba bloqueado por una piedra, que sin duda los siglos habrían cubierto de arena. ¿Cómo salieron? ¿Por arte de magia?
—Tal vez. O gracias a algún poder maligno. Para empezar, habían hecho cavar ese túnel para poder escapar si alguien leía el Pergamino, de eso no tengo duda. Hasta es posible que dejaran las herramientas necesarias cerca de la entrada. ¿Cómo puedo saberlo? —Hori se revolvió en la almohada—. Lo cierto es que consiguieron una finca vacía, muy parecida a la casa que ocupaban en Coptos, hace cientos de años: aislada, silenciosa y sencilla. Tal vez eso calmara su sensación de desconcierto y nostalgia del hogar. Piensa en esa casa, Sheritra, su peculiar silencio, los ecos del palmar, la sensación de que dejas el mundo atrás cuando recorres ese suave sendero serpenteante. Y dentro, historia pura. Muebles sobrios y escasos, como salidos de una época lejana…
Su voz se redujo a un susurro e hizo una pausa para recobrarse antes de continuar.
—Pronuncian las palabras del ritual para animar a los. shawabtis, que debían estar con ellos en la cámara interior, y éstos comienzan a reparar la casa. Luego buscan al hombre que les ha robado el rollo. La tumba está abierta, llena de obreros que trabajan. Unas cuantas preguntas juiciosas les proporcionan la información deseada y entonces empiezan a tramar su venganza.
—Pero ¿por qué esa venganza? —interrumpió Sheritra. Cautivada por el relato, había olvidado por completo que hablaban de Sisenet y Tbubui—. Bastaba con robarlo y continuar viviendo donde estaban, sin llamar la atención. ¿Para qué enredarse deliberadamente con…? —Le falló la voz.
—¿Con nuestra familia? —concluyó Hori por ella—. No lo sé, pero presiento que hay un motivo y que no ha de ser agradable. No puedo analizar eso, Sheritra, este maldito dolor…
Había levantado la voz y su hermana percibió la histeria que él trataba de ocultar y le acarició el brazo. Quemaba de fiebre.
—Descubrí que el príncipe y su esposa murieron ahogados, y lo mismo le ocurrió a su hijo, pocos días después —prosiguió—. ¿Recuerdas el exagerado horror de Tbubui, el día en que temió caer por la rampa? ¿Has visto alguna vez nadar a Harmin, aun en las tardes más calurosas?
—No —susurró ella, con la voz reducida a un sibilante murmullo—. Pero ¿por qué metes a Harmin en esto, Hori? En esa tumba sólo había dos ataúdes. No es posible que te refieras a la misma familia.
—¡No me escuchas! —insistió Hori, desesperado—. Has leído los rollos. Tratamos con la magia más negra, Sheritra, y no estamos en el mundo de lo normal, lo racional. ¡Olvida la razón! Merhu, tu Harmin, se ahogó en Coptos y fue sepultado allá. Yo he estado en su tumba. Tampoco allí había tapa en el sarcófago y algo había salido, rompiendo el sello y excavando hacia fuera. Papá también le despertó y entonces él volvio a Menfis, donde estaban sus padres.
—No, no —le interrumpió ella, sacudiendo vigorosamente la cabeza—. Sisenet es tío de Harmin. Tbubui lo dijo.
Hori la miró, inerme. Tenía las comisuras de la boca ennegrecidas por la amapola y las pupilas tan dilatadas que ya no quedaba iris en ellas.
—Tbubui y Sisenet son marido y mujer —dijo lentamente, resaltando cada una de sus palabras como si las dirigiera a un niño—. Y Harmin es su hijo. El hijo, Sheritra.
Sé que esto es horroroso pero trata de afrontarlo, por favor.
La muchacha se apartó bruscamente.
—¡No me hagas esto, Hori! —suplicó—. Harmin es inocente. ¡Lo sé! Se mostró tan dolido, tan furioso cuando traté de hablarle de su madre… es…