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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro en peligro (5 page)

BOOK: El pequeño vampiro en peligro
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A tan sólo un par de pasos de distancia vio la vieja capilla. A Geiermeier le gustaba ocuparse a menudo de aquella capilla y Anton supuso que era allí donde guardaba sus herramientas para luchar contra los vampiros: sus estacas, su martillo y sus provisiones de ajo. ¡Brrrr! ¡Para Anton lo mejor era esfumarse antes de que pudiera aparecer por allí Geiermeier! Extendió los brazos por debajo de la capa y echó a volar.

En casa comprobó con alivio que sus padres aún no habían regresado de la visita a la familia Dósig.

Luego se dejó caer en la cama, volvió la cabeza hacia la pared... y un instante después ya estaba durmiendo.

No del todo mentira

Domingo por la mañana... Anton se despertó y parpadeó. Tenía la sensación de venir de muy lejos. Como entre niebla vio que alguien estaba de pie junto a su cama: su madre.

Volvió a cerrar los ojos y gruñó:

—¿Por qué me despiertas tan temprano?

—¿Temprano?

Ella se rió burlonamente.

—En otras familias hace ya tiempo que están comiendo.

—¿Qué hora es entonces?

—Las doce y media.

Anton se sobresaltó muchísimo. Las doce y media: ¡aquello era su récord hasta ahora!

—¿Qué es lo que pasó aquí anoche?

La voz de su madre sonó cortante.

—¿Aquí? ¿Por qué?

—Estuviste fuera, ¿verdad?

Anton se rascó la cabeza.

—Hummm,.., sí.

Realmente ignoraba cómo se había enterado ella, pero era evidente que mentir no tenía ningún sentido.

—Quería respirar aire puro.

—¡Respirar aire puro..., ya, ya! —repitió ella airada—. Eso es completamente nuevo.

—Me dolía la cabeza.

—¿Quieres que te diga lo que yo creo?

Al mirarle los ojos de ella echaban chispas. Anton se sentó completamente desfallecido.

—Yo creo que ibas a reunirte con tus amigos.

—¿Con qué amigos?

—Con esos... ¡vampiros! ¿Por qué otra tazón, si no, ibas tú a andar vagando en la oscuridad?

Anton no sabía qué tenía que contestar a aquello. Por hacer algo siguió rascándose.

—¡Deja ya de una vez de rascarte la cabeza! —exclamó indignada su madre—. ¡Más vale que me cuentes qué has hecho para ensuciarte de tal manera los zapatos y embadurnarte los pantalones de barro!

Cogió los zapatos de Anton, que estaban delante de la ventana, y los pantalones, tirados en el suelo, y los balanceó de un lado a otro delante de él.

Con espanto Anton comprobó que tenían la misma pinta que si se hubiera rebozado en el fango.

—Yo... —empezó a decir, y se atascó.

—¿Sí? —preguntó ella.

Bajo su inquisitiva mirada Anton se puso primero colorado y luego pálido; hasta que de repente se le ocurrió la idea salvadora..., una excusa que no era del todo mentira:

—He estado entrenándome... para la fiesta deportiva.

—¿Fiesta deportiva?

Ella le miró fijamente, sorprendida y desconcertada.

—¡Sí! El viernes tenemos la fiesta deportiva y yo tenía que prepararme.

—¿Precisamente el sábado cuando ya era de noche?

—Bah —dijo con ligereza—, es que el programa de la televisión era tan aburrido...

Luego aún se acordó de otra cosa más:

—Y el litro de leche también me lo bebí para la fiesta deportiva..., para ganarme un diploma. Vosotros queréis que gane un diploma, ¿no?

Su madre le lanzó una mirada colérica. Sin duda intuía que Anton no le había contado toda la verdad. Pero, naturalmente, eso ella no lo podía demostrar.

—Tienes el desayuno en la cocina —dijo ella, completando irónicamente—: ¡deportista!

—Enseguida voy —sonrió Anton—; tengo que ponerme fuerte..., ¡para el viernes!

En realidad no podía soportar las fiestas deportivas: correr tontamente por todo el barrio, saltar a un hoyo lleno de arena y tirar por el aire un balón de goma lleno de arena...: aquello no era de su agrado. ¡Lo único bueno era que ese día no había clase!

La receta

Sea como sea, Anton también tuvo libre el lunes. Allí estaba, de mal humor y sin nada en el estómago, en el laboratorio de la doctora Dosig mirando cómo la asistente le extraía sangre. Lo hizo con mucha habilidad y apenas le dolió.

—¿Qué hacen ustedes realmente con la sangre? —quiso saber Anton.

—La analizamos —respondió ella.

—¿Y después?

—Se tira.

—¡Qué pena!

—¿Pena?

Levantó la cabeza y examinó a Anton medio sorprendida, medio divertida.

—¿Sabes entonces un uso mejor?

—¿Yo? —sonrió irónicamente Anton—. ¿Por qué yo?

La asistente le quitó la aguja del brazo y eso le dolió.

—¡Ay! —gritó Anton.

—¿Te he hecho daño? —preguntó ella.

—Bah, estoy acostumbrado a sufrir —dijo él.

Ella se rió.

—Bueno, pues hasta la próxima vez.

—¡Mejor no! —dijo Anton entrando al trote en la consulta, donde su madre ya había tomado asiento junto al escritorio de la doctora Dósig.

—¡Aquí viene nuestro deportista! —le saludó la doctora Dósig.

—¿Deportista? —gruñó Anton frotándose el lugar del pinchazo, sobre el que llevaba un esparadrapo.

—Sí. Ya me ha informado tu madre de con cuánto celo te preparas para vuestra fiesta deportiva.

—Ah, sí.

Ella le sonrió a Anton indicándole la silla que había inmediatamente delante de su escritorio.

—¡Siéntate, anda!

De mala gana Anton se dejó caer en la silla tapizada. Tenía la sensación de que le esperaba un largo y agotador interrogatorio.

La doctora Dósig hizo «clic» con su bolígrafo.

—¡Bueno, Anton, entonces cuéntame qué tal te va!

—¿A mí? ¡Fenómeno!

—¿Ningún problema?

Volvió a hacer el ruidito del «clic» con su bolígrafo.

—Sólo me duelen los ojos de vez en cuando —dijo Anton confiando en no ponerse colorado.

Vio que su madre y la doctora Dósig cambiaban una mirada de sorpresa.

—¿Tus ojos? —preguntó luego la doctora Dósig—. ¿Qué molestias tienes?

—Bueno...

Anton se había preparado con anterioridad muy bien lo que iba a decir. ¡Pero hacerle creer un embuste a una doctora era más difícil de lo que había pensado!

—Me arden tanto... Y hace poco, en el colegio, no pude leer como es debido porque me escocían mucho.

—¡¿Por qué no me lo has dicho?! —exclamó la madre de Anton con un tono lleno de reproche.

—Yo..., es que es sólo a veces y por eso se me había olvidado.

La doctora Dosig anotó algo antes de levantarse.

—¡Vamos a ver entonces!

—¿No hará daño? —exclamó Anton.

—No.

Tuvo que mover en varias direcciones los ojos.

—No veo nada de particular —observó la doctora Dósig—. ¿No será que lees demasiado?

—Sí: ¡esas condenadas historias de vampiros! —dijo la madre de Anton con una cólera mal disimulada.

—¿Historias de vampiros?

La doctora Dósig aguzó el oído. Dirigiéndose a Anton preguntó:

—¿Te gusta leer esas historias?

Contra su voluntad tuvo que sonreír irónicamente.

—Si.

—¿Y crees que hay también vampiros en la vida real?

—Eso no lo cree nadie —dijo Anton, y tuvo que volver a sonreír irónicamente.

Al parecer su respuesta había satisfecho a la doctora Dósig. Ella le asintió a la madre de Anton y dijo:

—¿Lo ve usted? Sabe distinguir muy bien la fantasía de la realidad.

Escribió algo nuevamente. Luego le tendió a Anton una hoja: una receta.

—Para tus ojos —explicó—. Te he recetado unas gotas. Te las echarás en cuanto los ojos te vuelvan a arder.

Anton miró cautivado la receta intentando descifrar la letra.

La primera letra podría ser una «T»...

Latiéndole el corazón preguntó:

—¿Y cómo se llaman las gotas?

Aquello era un poco descarado..., pero tenía que hacerlo.

—«Tulli-Ex» —contestó la señora Dosig.

—¿«Tulli-Ex»? —repitió Anton lleno de decepción.

—¿Querías otras? —preguntó asombrada la doctora Dosig.

—Ejem..., ¿podría usted, quizá..., recetarme lágrimas del diablo?

—¿Cómo dices? ¿Lágrimas del diablo?

La doctora Dósig se rió extrañada.

—Nunca he oído hablar de ellas. No, te pondrás las «Tulli-Ex», que son suaves y se toleran bien.

—¡Lágrimas del diablo! —exclamó la madre de Anton—. ¡Eso seguro que lo ha leído en uno de sus libros de terror!

La doctora Dósig puso delante suyo el bolígrafo encima de la mesa. A todas luces el examen había concluido.

Anton sintió cómo su cuerpo se relajaba.

—¿Y el cuadro sanguíneo? —preguntó su madre.

—No lo tendré hasta mañana. Vuelva, por favor, a llamarme entonces por teléfono.

La doctora Dósig se levantó y Anton, aliviado, siguió su ejemplo.

—Bien, entonces llamaré mañana.

Por el gesto contrariado de su madre se dio cuenta de que ella había esperado más de la visita al médico.

«Sí...», pensó complacido Anton, «uno nunca está seguro contra las sorpresas desagradables».

Anton se dio cuenta enseguida en el coche de cuánta razón tenía cuando su madre dijo:

—¡Por cierto, ahora ya se acabó eso de leer tanto!... ¡Y también tanta televisión!

—¿Eso por qué? —exclamó indignado Anton.

Ella sacó la receta de la guantera y se la pasó a Anton por delante de la cara.

—¡Por esto!

Anton se mordió los labios y no replicó.

¡Anda, que total no tenía que aguantar nada..., por Anna!

Durante el viaje estuvo pensando en las posibilidades que aún le quedaban para dar con las lágrimas del diablo. Podía, por ejemplo, preguntarle al profesor de biología..., o buscarlo en el diccionario..., o enterarse en una librería..., o llamar por teléfono al periódico. Pero las posibilidades no le parecían muy prometedoras.

De pronto su madre se aproximó a la acera y detuvo el coche. Anton se sobresaltó... y vio un gran letrero: Farmacia.

¡¿Cómo no se le habría ocurrido a él?!

Con un rápido movimiento se hizo con la receta.

—¡Iré yo! —declaró abriendo la puerta del coche.

¡Gracias a Dios su madre se quedó sentada y no le siguió!

Entró bastante nervioso en la farmacia. Estaba vacía..., a excepción de un hombre con aspecto simpático que llevaba una bata blanca y se hallaba detrás del mostrador escribiendo algo en un libro.

Sólo levantó la vista cuando Anton puso allí su receta. Luego sacó un paquete de uno de los estantes —«Tulli-Ex», llevaba puesto en letras impertinentemente grandes— y lo colocó ante Anton.

Pero Anton no se inmutó.

—¿Deseas algo más? —preguntó el farmacéutico un poco sorprendido.

Anton carraspeó.

—Yo..., eh, «Tulli-Ex» son gotas para los ojos, ¿no?

—¡Sí!

—¿Me las recomienda usted? Quiero decir, ¿usted se las echaría si...?

—¿Por qué no?

—Es que... —Anton respiró profundamente—. Me han dicho que hay unas gotas muy especiales..., un amigo me las ha recomendado...

—¿Y qué más?

El farmacéutico le observó sin ocultar su curiosidad.

—Se llaman lágrimas del diablo —explicó Anton.

—¿Lágrimas del diablo?

El farmacéutico se rió de tal manera que Anton pudo ver sus largos dientes amarillos.

—Nunca lo he oído. ¿Y eso son gotas para los ojos?

Anton asintió.

—Podría preguntarle a la computadora.

El farmacéutico encendió una pantalla. Después de un rato dijo:

—Lo que me suponía: «lágrimas del diablo» no existe. Tu amigo te ha tomado el pelo.

Señaló las «Tulli-Ex»:

—Prueba con éstas.

—Sí, gracias.

Anton se guardó el paquete y se marchó.

«Pobre Anna», pensó.

«Tulli-Ex»

En su habitación Anton abrió el paquete y sacó el pequeño frasco de plástico transparente. Con cautela dejó caer en su mano un par de gotas del claro líquido y lo olió.

«Tulli-Ex» no olía absolutamente a nada.

¿Serían las lágrimas del diablo igual de incoloras e inodoras? ¡Qué estúpido había sido de no preguntárselo a Anna! Si lo hubiera hecho, le bastaría llevar las «Tulli-Ex» diciendo que eran lágrimas del diablo.

¡Si Anna se lo creyera, quizá le sirvieran también las «Tulli-Ex»!

Anton sacó del paquete el prospecto, apretadamente escrito, e intentó leer lo que ponía allí sobre «Tulli-Ex». Aquello se hallaba plagado de extranjerismos y todo estaba expresado de forma muy complicada. Mas, con todo, Anton entendió que las gotas «Tulli-Ex» eran «extraordinariamente suaves» y que se podían emplear para cualquier afección de los ojos: desde ojos cansados e irritados hasta conjuntivitis.

El no sabía en realidad qué enfermedad de los ojos tenía Anna, pero seguro que las «Tulli-Ex» no le podían hacer daño.

Miró pensativo el frasco por todas partes..., y de repente tuvo una idea: lo único que tenía que hacer era quitar la etiqueta que ponía «Tulli-Ex». Entonces ya nadie podría decir con seguridad qué clase de gotas había en el frasco. ¡Y quizá consiguiera hacerle creer a Anna que eran sus anheladas lágrimas del diablo!

Anton aún se acordaba de cómo se quita una etiqueta desde la época en que coleccionaba sellos.

Entró en el baño y cogió una palangana con agua. Luego volvió a cerrar cuidadosamente el frasco y lo metió en el agua templada.

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