Y por último lo tapó todo con su atlas. ¡Su madre no tenía por qué enterarse de sus asuntos!
El resto del día fue más bien desconsolador.
A Anton no le dejaron leer ni ver la televisión tal como había anunciado ya su madre.
Cuando oscureció se puso su chandal, se guardó las «Tulli-Ex» en el bolsillo y entró en la sala de estar.
Naturalmente sus padres permanecían sentados delante de la televisión. Estaban viendo una de esas aburridísimas series familiares.
—¿Qué? ¿Ya estáis viendo otra vez la familia Bohnsack y sus amigos? —sonrió irónicamente Anton.
Su madre le lanzó una mirada enfadada.
—¿Te has echado las gotas?
—Sí. ¿Puedo irme abajo otra vez?
—¿Ahora? ¡Pero si fuera está ya completamente oscuro!
—Pero es que tengo que entrenarme para la fiesta deportiva. —Se mordió los labios..., como siempre que quería no reírse—. Y tampoco está tan oscuro. Además, sólo correré por la calle donde hay farolas.
—¿Y por qué no has corrido por la tarde, cuando había luz?
—He estado entrenándome en mi habitación —dijo Anton—. Flexiones de rodillas y..., ¿cómo se llama?..., aboyos sobre las manos.
—¡Apoyos sobre las manos! —corrigió el padre de Anton—. Bueno, a mí me parece estupendo que a Anton le hayan entrado ya de una vez ganas de hacer deporte. Y, ¿por qué no va a poder dar un par de vueltas delante de la casa? Al fin y al cabo ya no es un bebé.
—¡Exacto! —se alegró Anton.
—Bueno, si vosotros lo decís... —dijo mordaz la madre de Anton.
—¡Entonces hasta luego!
Anton hizo una flexión de rodillas para demostrar lo deportista que era y se fue hacia la puerta.
Dentro del ascensor sacó las «Tulli-Ex» del bolsillo. ¡Si tenía suerte, encontraría al pequeño vampiro por el camino, y entonces él podría darle las gotas a Anna!
En la explanada de delante de su casa Anton hizo un par de ejercicios que conocía de la clase de gimnasia: flexiones del tronco, tocarse la punta de los pies, giros de brazos, dar saltos. Mientras lo hacía miraba de reojo hacia arriba: al fin y al cabo era muy posible que sus padres le estuvieran observando.
Anton tenía la sensación de que las cortinas de la ventana de la cocina se habían movido ligeramente, aunque no estaba del todo seguro.
Se puso en movimiento.
Un hombre gordo que llevaba un portafolios venía frente a él y de mala gana tuvo que echarse a un lado.
—¡Eh, jovencito, esto no es un campo de deportes! —gruñó.
—Ah, ¿de verdad que no? —dijo Anton empujándole intencionadamente un poco al pasar.
—¡Maldito granuja! ¡Cómo te coja! —gritó echando a correr detrás de Anton un trecho, pero, naturalmente, no tuvo posibilidad alguna de alcanzarle.
—Debería hacer deporte como yo —le gritó Anton sonriendo maliciosamente.
—¡Espera y verás, buena pieza!
El hombre se quedó parado y tomó aliento.
—Algún día te atraparé, y entonces...
Anton ya no se enteró de lo que iba a hacer entonces, pues había cruzado la calle y desaparecido por un camino densamente cubierto de vegetación.
Se tomó un respiro detrás de un matorral. Sentía pinchazos en el costado...: señal de que él tampoco estaba demasiado en forma. Pero, con todo, había sido suficiente para escaparse del gordo. Este tipo de gente siempre pensaba que todo era suyo: el camino, la calle y el mundo entero. Además: ¡Anton no podía aguantar a esos tipos que llevaban portafolios!
—¡Bravo, muy bien hecho! —dijo entonces de repente una voz ronca al lado suyo.
Anton se dio la vuelta... y vio a Lumpi.
—¡Yo no te hubiera creído capaz de ello en absoluto!
—¿De... de qué? —tartamudeó Anton dando un paso atrás.
La cara de Lumpi estaba sembrada de pústulas rojas y parecía una paella. En la barbilla, entre la escasa barba, brillaba un gran esparadrapo embadurnado de sangre... ¡Brrrr!
—De ser tan valiente —explicó Lumpi avanzando dos pasos hacia Anton—. ¡Hay que ver cómo has atropellado al gordo!... ¡Sencillamente fenomenal! Tú no temes ni al mismísimo diablo, ¿no? —Puso sus grandes y poderosas manos sobre los hombros de Anton—. ¡Está bien que nos hayamos vuelto a ver por fin! —dijo con voz ronca, enseñándole a Anton sus impecables dientes.
—Sí, muy bien —balbució Anton intentando librarse del agarrón de Lumpi. Pero le sujetó tan fuerte como si lo hiciera con dos tornos.
—¡Ahora tienes un aspecto aún mejor que antes! —Lumpi le examinó con ojos relucientes y lentamente hizo correr su mirada por la cara de Anton hasta llegar a su cuello—-. ¡Tienes un aspecto sanísimo!
—¿Tú crees? Mi madre no piensa lo mismo.
—Ah, ¿de verdad? —A Lumpi se le notaba claramente que no creía una sola palabra de lo que decía Anton—. ¿Y qué es lo que dice entonces tu mamá?
—Me ha obligado incluso a ir al médico.
—Médico... ¡Qué asco! —Lumpi contrajo su ancha boca—. Hubiera debido mejor enviarte a mí. —Y con una ávida mirada al cuello de Anton añadió—: Un pequeño mordisquito mío puede hacer milagros, créeme.
Anton tuvo un gélido escalofrío. Subió los hombros y dijo:
—¡Yo... tengo anemia!
—-¿Qué? ¿Anemia? —gritó Lumpi, y escupió al suelo—. ¡Esa es la enfermedad más inútil y más desagradable que conozco!
Volvió a escupir lleno de repugnancia.
Luego su rostro adoptó una expresión taimada y ladina, y parpadeando le dijo a Anton:
—Sólo hay una cosa que no me creo: ¡que tengas tú esa enfermedad!
Anton se esforzó por permanecer completamente frío.
—¿Y por qué no? La doctora me mandó que me hicieran incluso un cuadro sanguíneo.
—¿Un cuadro... sanguíneo? —repitió Lumpi escuchando atentamente y con recelo el sonido de aquellas palabras. Luego su estado de ánimo cambió de nuevo y tronó—: ¿Y por qué la doctora? ¡Yo sí que puedo hacerte un buen cuadro sanguíneo!
Anton vio espantado cómo los ojos de Lumpi adoptaban ese brillo rígido...; era la mirada con la que los vampiros hipnotizaban a sus víctimas.
¡Anton tenía que hacer algo!
Con un presuroso movimiento sacó las «Tulli-Ex» del bolsillo y se las puso a Lumpi justamente debajo de la nariz.
Lumpi lanzó un resuello de fastidio.
—¿Eso qué es? —gruñó.
—¡Son gotas, para Anna!
—Anna, Anna... —murmuró con voz apagada Lumpi—. Ahora Anna ya no cuenta. Ahora ya sólo estamos nosotros dos..., ¡tú y yo!
Soltó un gruñido profundo y gutural —«como un animal salvaje», pensó Anton temblando—, luego abrió bruscamente su gran boca y fue a clavar sus dientes de vampiro en el cuello de Anton.
Pero en el último momento Anton le metió... ¡el frasco de «Tulli-Ex» entre los dientes!
Dando un chasquido la dentadura de Lumpi se cerró alrededor del frasco.
Así se quedó durante unos segundos. Luego, poco a poco, pareció empezar a darse cuenta de que había algo que no cuadraba. Abrió los dientes y se cayó el «Tulli-Ex».
—¿Qué ha pasado? —preguntó aturdido Lumpi.
—Sólo quería darte las gotas de Anna —dijo impetuosamente Anton recogiendo el frasco del suelo.
Aprovechando la evidente confusión de Lumpi le puso el «Tulli-Ex» en la mano y dijo:
—¡Toma! ¡Estas son las gotas para Anna!
Lumpi estaba como obnubilado..., con aquella mirada ausente y vitrea.
A Anton le conmovió de una forma muy extraña verle en tal estado. Sabía que Lumpi era uno de los vampiros más peligrosos e imprevisibles. Y ahora, de repente, se dejó sin resistencia alguna que le dieran el «Tulli-Ex» cogiéndolo como un niño bueno y obediente.
¿Sería por las gotas «Tulli-Ex»? ¿Habrían ofuscado a Lumpi a través del frasco? ¿O era que los vampiros se quedaban así siempre que creían tener delante una..., ejem..., víctima?
Anton no lo sabía. Lo único que sí tenía muy claro era que no podía perder más tiempo. Si Lumpi se despertaba de su estupor, a Anton seguro que le costaba el cuello... iY nunca mejor dicho!
Enérgicamente volvió a decir de nuevo:
—¡Y acuérdate de las gotas! ¡Son para Anna..., y muy importantes!
Luego Anton salió corriendo a toda velocidad. Corrió a lo largo del camino sin volverse una sola vez. Cuando llegó a la calle oyó tras él un ronco aullido.
—¿Anton? ¿Dónde estás?
Aquella era la voz de Lumpi y sonó muy colérica.
Era evidente que había vuelto en sí.
Anton corrió todo lo deprisa que pudo. ¡Con aquella velocidad —pensó— batiría todos los récords en la fiesta deportiva! Llegó a casa completamente sin respiración.
—Te debes estar entrenando ya para los Juegos Olímpicos, ¿no? —bromeó su padre.
—No —dijo jadeante Anton—. Ha sido entrenamiento de supervivencia.
—¿Entrenamiento de supervivencia? —repitió en tono de censura su madre—. ¡Te apuntas a cualquier moda!
—¿Yo? —contestó Anton mirando con una sonrisa irónica las nuevas botas que llevaba su madre.
Se puso un poco colorada... y se volvió precipitadamente hacia el programa de televisión.
—Entonces me voy a la cama —dijo Anton.
—¿Así como estás? —preguntó con agudeza su madre.
Anton se miró de arriba a abajo: su chándal estaba empapado en sudor y lo tenía pegado al cuerpo.
—No. Primero me quitaré el chándal.
—¡No me refiero a eso!
—Y también las zapatillas de deporte —añadió de mala gana—. ¿Puedo irme ahora a mi habitación?
—¡No!
—¿Y por qué no?
—Porque primero vas a ir al baño.
—Pues haberlo dicho enseguida —gruñó Anton.
—¡Y allí te darás una ducha!
—¿Ducharme? ¿Ya a estas horas?
—Sí. Es imprescindible —opinó el padre de Anton—. ¡E y D es el lema de todo deportista!
—¿E y D? —refunfuñó Anton.
¡A saber lo que era aquello!
—¡Entrénate y dúchate! —explicó su padre soltando una sonora carcajada presuntuosa.
Anton no le encontraba ninguna gracia a aquella observación. Pero no se le ocurrió ninguna réplica y por eso se fue al cuarto de baño.
Mientras se desnudaba pensó si ducharse o simplemente dejar correr el agua. Pero casi seguro que su madre comprobaría las toallas..., así que lo más sencillo era meterse enseguida en la ducha.
Cuando sintió el potente chorro de agua caliente sobre la piel incluso le gustó. A grito pelado cantó
«Había una vez un barquito chiquitito»...
, hasta que alguien desde el otro lado dio golpes en la pared diciendo algo a voces.
Anton cerró la ducha y exclamó:
—¡Tiene usted razón, yo también estoy en contra de demasiado aseo!
Entonces se abrió la puerta del cuarto de baño.
—¿Te has vuelto loco? —le regañó su madre—. ¿Quieres que los vecinos se nos suban al tejado?
—¿Al tejado? —dijo Anton riéndose maliciosamente y mirando al techo—. Yo creía que encima de nosotros vivía todavía alguien.
Cerró enfadada la puerta.
—Bueno —dijo Anton echándose la toalla por los hombros—. ¡Algunas personas nunca están contentas con nada!
Iba a entrar en su habitación, cuando, de repente, su madre se precipitó al lado suyo.
—Tu ventana aún está abierta —exclamó ella desapareciendo dentro de la habitación de Anton.
—¿Qué? ¿Que mi ventana está abierta? —se hizo el indignado Anton y empezó a tiritar por si las moscas—. ¿Quieres que me constipe o qué?
—Volvía a apestar terriblemente —dijo ella cerrando la puerta de un empujón—. ¡Como me entere de dónde viene siempre ese olor!
Anton sabía qué era lo que apestaba de aquella manera. A pesar de que la ventana había estado abierta hasta hacía un momento ya volvía a oler como en una leonera.
—¿No tendrás acaso viejos calcetines sucios en el armario? —preguntó su madre haciendo ademán de ir a abrir la puerta del armario.
—¡Alto! —gritó Anton.
Ella titubeó.
—¿Por qué no voy a poder mirar dentro de tu armario?
—Porque... hay dentro regalos que estoy preparando para vosotros.
—¿Regalos? —preguntó desconfiada.
—Sí. Para Navidades.
Sólo era 22 de octubre todavía, pero a pesar de ello:
—¡Es que algunos empiezan muy pronto con sus preparativos! —dijo Anton riéndose irónica y desvergonzadamente.
Le creyera o no, el caso es que había conseguido disuadirla de su intención de revolver en su armario.
—Bueno, entonces busca tú mismo —declaró ella—. ¡Y espero que saques como poco cuatro pares de calcetines sucios!... ¡Aunque por la peste que hay deberían ser más de cincuenta pares! —añadió mordaz, abandonando la habitación.
—Calcetines sucios —gruñó Anton—; yo no sé hacer magia.
—¡Si necesitas calcetines aquí tienes! —oyó entonces decir a una voz ronca, ¡y luego vio cómo por debajo de su cama asomaba una mano flaca tendiéndole dos calcetines negros llenos de agujeros!
—Rüdiger, ¿eres tú? —balbució.
—Sí. —La mano con los calcetines se retiró—. Pero no me descubras.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Tengo que hablar contigo.
—En... enseguida. —El corazón de Anton aún seguía latiendo rápida e irregularmente de tanto como se le había metido el miedo en el cuerpo—. Yo..., primero tengo que llevarle los calcetines a mi madre.
—Si me das unos limpios te puedes quedar los míos —declaró el vampiro riéndose con voz ronca.
—¿Calcetines limpios? ¡No hay problema!