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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro en peligro (7 page)

BOOK: El pequeño vampiro en peligro
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Anton acudió al armario. Cuidadosamente enrollados había allí varios pares.

—¿De qué color los quieres?

—Negros. O no..., rojos, ¡rojo sangre!

Anton le arrojó un par de calcetines de color rojo brillante. Se los había hecho su abuela pero no se los había puesto nunca porque no quería andar por ahí pareciendo una cigüeña.

El vampiro soltó un silbido entre dientes.

—¡Qué cosa más bonita! —graznó, e inmediatamente después aterrizaron sus negros calcetines de vampiro delante de los pies de Anton.

A Anton le hubiera gustado tener unas tenazas para cogerlos. Se tapó la nariz y cogió los calcetines con la punta de los dedos. Se encontraban tan llenos de mugre que estaban ya completamente tiesos, y olían de una forma..., ¡sencillamente indescriptible!

Pero, con todo, ahora tenía algo que presentarle a su madre. Llevó los calcetines al cuarto de baño y los dejó caer con un profundo suspiro en la cesta de la ropa sucia. Luego exclamó hacia la sala de estar:

—Ya he encontrado los calcetines que olían tan mal.

—Estupendo —respondió la madre—. ¿Y dónde están ahora?

—En la cesta de la ropa sucia.

—Bueno. Entonces los lavaré mañana. ¡Qué duermas bien!

—Sí. ¡Buenas noches!

Se avecina algo terrible

Cuando Anton regresó a su habitación no se veía a Rüdiger. Cerró la puerta y entonces salió el pequeño vampiro de debajo de la cama.

—¿Ya está el aire despejado? —preguntó con voz ronca.

—Sí —dijo Anton, y añadió-—: ¡Ya no están tus calcetines!

—¡Cierto! —sonrió irónicamente el vampiro.

Se sentó en la cama, estiró las piernas y movió los dedos de los pies con sus nuevos calcetines rojos.

—¡Realmente son endiabladamente bonitos!

—A Olga seguro que le habrían gustado también —bromeó Anton.

—¿A Olga?

El vampiro se levantó encolerizado y miró a Anton con ojos fulgurantes. Luego volvió a derrumbarse y murmuró con voz apagada:

—No hables de Olga. Con ello me estas hurgando en una herida que aún sigue sin estar curada.

Anton reprimió una risa. Nadie, a excepción de Rüdiger, podría comprender nunca cómo se podía enamorar alguien de una señorita vampiro tan arrogante y afectada como Olga von Seifenschwein.

El pequeño vampiro resopló y luego se frotó los ojos con sus huesudas manos.

—No hablemos del pasado —dijo ronco—. El presente ya es suficientemente malo.

—¿Por qué? —preguntó preocupado Anton.

—El cementerio... Se avecina algo terrible.

—¿Te refieres a lo que Geiermeier y Schnuppermaul tienen previsto?

El vampiro miró sorprendido a Anton.

—¿Sabes tú algo de eso?

—Oí cómo hablaban entre ellos. Decían que iban a transformar el cementerio en un jardín y que entonces se acabaría de una vez con...

Anton se interrumpió.

—¿Con qué? —inquirió Rüdiger.

—¡Con vosotros los vampiros!

—¡Eso confirma mis peores temores! —dijo el vampiro con voz de ultratumba.

—¿Qué es lo que ha pasado? —quiso saber Anton.

—Acababan de llevar dos grandes vehículos al cementerio. Y Geiermeier y Schnuppermaul estaban allí frotándose las manos.

—¿Qué clase de vehículos?

—Máquinas de construcción, creo. ¿Entiendes tú de máquinas?

—Humm,.., sí.

—-iEstupendo! —se alegró el vampiro—. Eso es lo que yo pensaba. Sí, y por eso...

Hizo una pausa muy significativa. Anton preguntó impaciente:

—¿Qué?

—¡Por eso tienes que ayudarnos!

—¿Que yo tengo que ayudaros? —respondió Anton imitando el tono exigente del pequeño vampiro—. ¿Y qué pasa si no quiero?

Rüdiger le miró desconcertado.

—¿No quieres?

—Bueno, podría ser —dijo Anton gozando del desconcierto del vampiro. Muy dignamente añadió—: Yo no dejo que nadie me mangonee, ni siquiera tú.

—Per...dona —tartamudeó el vampiro. Luego preguntó apocado—: Pero, ¿seguirás siendo amigo nuestro, no?

—Sí, claro.

—¿Y quizá no...? Quiero decir..., ¿no podrías quizá... ayudarnos?

Se notaba claramente lo difícil que le resultaba al vampiro pedirle algo a Anton.

Anton sonrió amplia e irónicamente.

—¡Ya que lo pides con tanta amabilidad!

—¡Gracias a Drácula! —exclamó el vampiro suspirando aliviado.

—¿Y qué es lo que tengo que hacer? —preguntó Anton.

—Bueno, estaría bien que tú... fueras mañana por la tarde al cementerio y trataras de averiguar algo allí por nosotros.

—¿Yo tengo que averiguar algo por vosotros?

—¡Tú al fin y al cabo eres una persona! Seguro que no despiertas sospechas.

—¿Tú crees?

—Sí. Sólo tienes que llevar una regadera y un rastrillo; así no llamarás la atención.

—Lo pensaré —gruñó Anton.

El vampiro le lanzó una mirada suplicante.

—¡Por favor!

—Bueno, está bien —dijo halagado Anton.

—¡Y yo mañana por la noche vendré a tu casa!

El vampiro se calzó los zapatos y se subió al alféizar de la ventana.

—Eh ¿por qué te ha entrado de repente tanta prisa? —preguntó Anton.

El vampiro sonrió maliciosamente.

—¿No lo oyes?

—No, ¿el qué? —repuso Anton.

—¡Mi estómago está gruñendo! —dijo el vampiro, y soltando una carcajada como un graznido se lanzó hacia la noche.

Eso te extraña, ¿no?

A la mañana siguiente a Anton le despertaron de una forma muy poco agradable. Su madre entró en la habitación, encendió la luz y exclamó:

—¿De dónde han salido estas cosas tan nauseabundas?

Anton parpadeó.

—¡Apaga la luz!

—¡Cuando me hayas dicho de quién son estos repugnantes andrajos!

Anton abrió los ojos con cautela..., aunque aquello realmente ya no era necesario, pues por el olor había reconocido qué era lo que su madre le estaba poniendo delante de la nariz: los calcetines negros de Rüdiger.

—¿Por qué? —preguntó poniendo gesto de no tener culpa de nada—. Me dijiste que pusiera aparte mis calcetines sucios, ¿no?

Llena de repugnancia dejó caer los calcetines.

—¿Tuyos? ¡Estas cosas apestosas no son tuyas de ninguna manera!

—Bueno —dijo Anton quitándole importancia—. Ahora sí.

—¿Cómo que ahora sí?

—Yo...; es que hemos hecho un cambio.

—¿Quiénes? Eso tienes que aclarármelo.

Anton gimió en voz baja. Apenas se había despertado y ya tenía que estar dando explicaciones.

—Rüdiger y yo —dijo—. Yo le he dado unos míos y él a cambio me ha regalado los suyos.

—¿A esto le llamas tú calcetines? —exclamó su madre—. Si no tienen más que agujeros... —Sacudió irritada la cabeza—.

¿Y qué calcetines le has dado tú a Rüdiger a cambio?

—Los rojos.

—No serán los de la abuela, ¿eh?

El sonrió irónicamente.

—Eso te extraña, ¿no?

—¡Increíble! ¡Cambia sus calcetines nuevos por una cosa como ésta! —Empujó con la punta del pie los calcetines de Rüdiger y contrajo el rostro—. ¡Y hay que ver cómo apestan! Anoche casi me puse mala en el baño.

Anton reprimió la risa.

—Tú querías calcetines sucios..., pues ya tienes unos.

Su madre se rió con arrogancia.

—¿Crees realmente que iba a molestarme yo en meter estos andrajos en la lavadora?

—¿Por qué no? —dijo Anton—. Tan sucios como están no puedo ponérmelos.

—Es que no te los vas a poner de ningún modo —repuso su madre.

Se inclinó y con un gesto de repugnancia volvió a levantar los calcetines. Luego se fue hacia la puerta.

—¿Qué vas a hacer con los calcetines? —preguntó Anton.

Ciertamente nunca había pensado en ponérselos alguna vez..., pero quería guardarlos porque, al fin y al cabo, eran auténticos calcetines de vampiro. ¡Pero fuera como fuera antes había que lavarlos!

—Los voy a tirar —dijo su madre.

—¿Tirarlos? ¿Y si Rüdiger no está de acuerdo?

Ella le miró con burla por encima del hombro.

—Yo creía que te los había regalado...

—Bueno, sí, pero...

—Y en caso de que Rüdiger necesite calcetines nuevos..., yo con gusto iré con él a comprarle unos.

—Yo no haría eso.

—¿Y por qué no?

—Porque Rüdiger no se lava nunca los pies.

¡Aquello fue ya demasiado para la madre de Anton! Soltó un grito de indignación y cerró la puerta tras ella.

Anton saltó de la cama, abrió de par en par la ventana y respiró profundamente. ¡Uf! ¡Qué bien sentaba después del mal olor! Luego se vistió y salió al pasillo.

Su madre estaba ante el espejo abrochándose los botones del abrigo.

—¿Ya te vas? —preguntó sorprendido.

—Sí. Quiero pasarme un momento por casa de la doctora Dosig antes de ir al colegio.

—¿Y qué es lo que vas a hacer en casa de la doctora Dosig?

—Preguntar cómo ha salido tu cuadro sanguíneo —y se dirigió a la puerta de la vivienda—. ¿O tienes algo en contra?

—¿Yo? —exclamó Anton intentando que ella no notara lo bien que le venía a él aquello—. ¡No!

Pero su madre era más lista de lo que él se había imaginado.

—Te crees que vas a poder sacar otra vez esos calcetines apestosos cuando yo me haya marchado, ¿eh? —dijo ella con una sonrisa—. ¡Pero puedes ahorrarte el trabajo!

Señaló una bolsa de plástico que llevaba junto a su cartera.

—Me llevo los calcetines y los tiraré de camino en una papelera.

—¿Los calcetines de Rüdiger? ¿A una papelera? —exclamó Anton.

Ella asintió con la cabeza.

—Nosotros no somos traperos.

Anton se mordió indignado los labios. Luego dijo:

—Puestos ya a ahorrar, ¡yo sé lo que podías ahorrarte tú!

—¿El qué?

El sonrió maliciosamente.

—El camino hasta la casa de la doctora Dósig.

Ahora le tocaba enfadarse a ella.

—¡Ya lo veremos! —replicó su madre.

Nuevas dificultades

Anton se salió con la suya: su sangre estaba en orden.

—Estás completamente sano —le informó su madre durante la comida.

Por la forma de decirlo Anton notó que no parecía demasiado contenta con el resultado.

—Completamente sano... —repitió él de buen humor—. ¡Tal como yo había dicho!

Volvió a servirse patatas..., ¡para que ella viera que también su apetito estaba «sano»!

Con la boca llena dijo complacido:

—¿Lo ves? Todo ese estúpido análisis no ha servido para nada.

—No diría yo eso —contestó su madre.

—¿Y por qué no?

—Porque la doctora Dósig nos ha mandado ahora a un psicólogo.

—¿A dónde?

Anton estuvo a punto de atragantarse con la patata.

—Mañana por la tarde vamos a un psicólogo..., a un médico psicólogo. He llamado antes por teléfono y me han dado hora.

—¿Qué? —gritó Anton—. ¿Sin preguntarme a mí?

Su madre se rió fríamente.

—¿Sabes tú acaso lo que es un psicólogo?

—¡Claro que sí! Por la televisión —y añadió iracundo—: Y yo no tengo ninguna gana de que un picoloco de ésos revuelva en mi vida afectiva.

Ella se rió.

—Tan malo no será. Además, yo estaré a tu lado.

Anton apartó el plato medio lleno y se levantó. ¡Se le habían quitado las ganas por completo!

—¿A dónde vas? —preguntó su madre.

—Emigro —gruñó.

En su habitación se sentó en la cama y lo primero que hizo fue meditar. Psicólogos. .. Era gente que metía sus narices en todo, sabelotodos que creían haber alcanzado la sabiduría. ¡Y a uno de esos iba a llevarle su madre! Lo mejor era emigrar de verdad. ¿Pero a dónde? Hoy día ya no se estaba seguro ni en la Cripta Schlotterstein...

Se acordó de lo que le había prometido al vampiro.

En algún sitio tenía que tener aún su cubo de arena y la pala.

Estuvo buscando hasta que, finalmente, los encontró detrás del montón de tebeos viejos dentro de su armario. Luego se deslizó de puntillas hasta la puerta de la vivienda. Oyó que de la cocina salía música. Sin que su madre se diera cuenta, abrió la puerta y la volvió a cerrar a sus espaldas.

Realmente no era su estilo marcharse así, a hurtadillas..., ¡pero después de todo, su madre también había llamado al psicólogo sin haber hablado antes con él!

Anton recogió su bicicleta del sótano, sujetó el cubo y la pala al portaequipajes y se puso en marcha. ¡Ojalá no se encontrara por el camino a nadie de su clase! De otro modo, al día siguiente en el colegio sólo habría un tema de conversación: ¡Anton todavía juega con la arena!

Devastadores del medio ambiente

Pero tuvo suerte: a excepción de una pareja enlutada de mediana edad, no se tropezó con nadie.

Dejó la bicicleta contra el muro del cementerio y entró cruzando el portón, que estaba abierto de par en par.

El cementerio ofrecía aquel día un aspecto aún más desolador que otras veces. Encima de las tumbas, en lugar de los coloridos ramos de flores del verano, ya sólo había tristes ramas de abeto, y casi todos los árboles y arbustos se habían quedado sin hojas. Ahora Anton podía ver incluso la casa de Geiermeier asomando entre los setos.

Y vio otra cosa más: algo grande y amarillo detrás de la vieja capilla...

¡Aquello tenían que ser los vehículos de construcción!

Mientras caminaba lentamente hacia la capilla se pusieron en marcha dos motores haciendo un ruido ensordecedor. Una terrible nube de gases quemados de color azul se le vino encima a Anton. Tosió. Realmente estos devastadores del medio ambiente no se arredraban ante nada... ¡Ni siquiera ante las tumbas de los muertos!

BOOK: El pequeño vampiro en peligro
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