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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

El pequeño vampiro (3 page)

BOOK: El pequeño vampiro
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—¡Claro!

—Bien, ocurrió en un... —empezó el vampiro, pero se interrumpió de pronto—. ¿No oyes nada? —susurró.

—Sí —dijo Anton.

Un automóvil se aproximó y se paró. Sonaron las puertas del coche.

—¡Mis padres! —exclamó asustado Anton.

De un salto el vampiro estuvo en el alféizar.

—¿Y mi libro? —acertó a preguntarle Anton—. ¿Cuándo...?

Pero el vampiro ya había extendido su capa y flotaba en el aire: una oscura sombra ante el claro halo de la luna.

Rápidamente, Anton corrió los visillos y se deslizó bajo la manta. Oyó cómo abrían la puerta de la casa y su padre decía:

—Ya lo ves, Helga. Todo en calma.

Segundos después, Anton estaba ya durmiendo.

Sabiduría de padres

Aquella noche Anton tuvo un sueño: ¡estaba solo en una llanura infinita, y corría! No podía descubrirse en ninguna parte ni siquiera el rastro de una vivienda humana; no había calles ni caminos; sólo un par de árboles achaparrados extendían sus secas ramas hacia el negro cielo. Gigantescos cráteres se abrían en la tierra cubierta de ceniza y escoria. ¡Por todas partes había huesos, brillantes y grandes huesos, y al correr entre ellos Anton intuía lleno de pavor cuál era el destino que le esperaba también a él!

Y de repente, mientras corría, ¡notó que algo había empezado a perseguirlo! Algo hacia lo cual no se atrevía a volverse le iba pisando los talones. Jadeando y siseando se le acercaba cada vez más. Ya sólo le separaban unos pocos metros de Anton. Entonces vio ante sí una montaña. ¡Si conseguía llegar hasta allí estaría salvado!

El horrible graznido de su perseguidor se hacía más fuerte. Ya notaba el cálido aliento del monstruo en sus espaldas. Una vez más Anton hizo acopio de todas sus fuerzas y corrió... ¡pero en vano! Con un grito se desplomó en el suelo y permaneció tumbado sin moverse, con los ojos fuertemente cerrados. Ahora... ahora sí que le debía de haber alcanzado el monstruo.

—Hola, Anton —dijo entonces una voz familiar y muy ronca—; ¡corres como si te persiguiera el diablo en persona!

Siguió una risa gutural, ronca y resonante, y en realidad..., era el pequeño vampiro que estaba en cuclillas junto a él. Sus poderosos y blancos dientes resplandecían.

—Y yo sólo quería contarte la historia del nuevo guardián del cementerio —se rió.

—¡Ah, ésa! —dijo Anton sacudiéndose, avergonzado, el polvo de los pantalones.

—Pues bien —dijo el vampiro—, ¡era un martes, y aquel martes era, precisamente, trece!

No siguió adelante, pues en ese momento lo interrumpió una voz.

—¡Anton, a desayunar! —exclamó el padre.

—Sí —gruñó Anton adormilado.

—¿Qué opináis realmente de los vampiros? —preguntó Anton cuando estaba sentado a la mesa del desayuno untándose miel en el pan.

Aunque parecía que estuviera ocupado con empeño en untar el pan, observaba, no obstante, muy atentamente las caras de sus padres. En primer lugar cambiaron una mirada de sorpresa, después empezaron a hacer gestos. «No me toman en serio —pensó Anton—, seguro que piensan que soy un crío. ¡Si ellos supieran!»

—Vampiros —dijo la madre reprimiendo una sonrisa—. ¿Y a qué viene eso?

—Ah —dijo Anton—. Antiguamente hubo, sin embargo, algunos.

—Antiguamente —dijo el padre—. Entonces la gente creía en las cosas más disparatadas. Por ejemplo, en las brujas.

—¡Brujas! —repitió desdeñoso Anton.

—Otros creían en enanos, en fantasmas, en hadas... —dijo la madre.

—Os olvidáis de Papá Noel —dijo colérico Anton, y revolvió tan violentamente en su taza que el cacao salpicó el mantel—. Pero os voy a decir una cosa: lo de los vampiros es completamente, completamente diferente.

—¿Ah, sí? —dijo burlón el padre.

—¡Sí, señor! —repuso Anton—. Y el que piense que sólo hay vampiros en los libros...

—... o en las fiestas de disfraces —se rió su madre para dentro.

—... ése está o ciego o sordo —continuó Anton alzando la voz; hizo después una pausa y, finalmente, dijo en voz baja y misteriosa—: ¡O es muy, muy irreflexivo!

—Me das auténtico miedo —se rió la madre.

—Qué raro que no nos hayamos encontrado nunca con ninguno, ¿no? —dijo el padre dirigiéndose a la madre.

—Ay —dijo Anton de buen humor—, eso sucede algunas veces antes de lo que uno cree.

—¿De veras? —exclamó la madre con un sobresalto fingido.

—Ya veréis —dijo Anton, metiéndose en la boca el resto de su pan.

—Yo sólo veo que mi taza está vacía —se rió la madre—; por favor, sírveme más té, Anton.

El padre se puso de pie y cogió la tetera. Mientras servía le guiñó un ojo a la madre.

«Ya se os pasará la risa», pensó Anton. Satisfecho, se recostó en su silla y pensó en el sábado siguiente.

La punta misteriosa

El sábado empezó como de costumbre. Después del desayuno el padre se fue de compras. La madre se había lavado el pelo y ahora estaba ocupada en instalar el secador. Anton la ayudaba a ello.

—¿Vais a ir de nuevo al cine? —preguntó con acentuado desinterés mientras conectaba en el enchufe de detrás del sofá el cable prolongador.

—Puede ser —dijo la madre—, pero quizá papá tenga que irse otra vez a la oficina.

—¿A la oficina otra vez? — exclamó estupefacto Anton.

—Bueno —dijo la madre poniéndose el casco sobre la cabeza—, no importa. Tampoco puedo ir sin él al cine.

—Ah, bueno —dijo aliviado Anton.

Al pensar que su madre pudiera quedarse en casa le había corrido un escalofrío por la espalda, pues, en definitiva, ¡esperaba visita!

La madre, entre tanto, había encendido el aparato y Anton huyó del ruido refugiándose en su habitación, donde había preparado todo para el visitante nocturno. De la estantería habían desaparecido libros enteros que podían desagradar al vampiro: los últimos dos tomos de King—Kong, los tebeos de Tarzán y los libros de Supermán. En su lugar había ahora dos libros nuevos: uno de ellos, en cuyas pastas negras se veía un gigantesco murciélago, llevaba en letras rojas brillantes el título
Vampiros: Las doce historias más terribles
. El otro, con una encuadernación lila, se llamaba
La venganza de Drácula
. Anton había colocado los dos libros de forma que el vampiro tuviera que verlos necesariamente. Del armario colgaba un póster que Anton mismo había pintado la noche anterior. Mostraba a un vampiro en el preciso momento de levantarse de la tumba. Particularmente logrados encontraba Anton el rostro, pálido como el de un muerto, con los ojos ensombrecidos de negro a su alrededor y la roja boca, ya medio abierta, de la que salían los colmillos, agudos como cuchillos.

—¡liih! —había gritado la madre al descubrir el cuadro—. ¿Tienes que pintar esas cosas tan horribles?

—¿Cómo que horribles? —había respondido Anton mientras repintaba cuidadosamente los dientes con algo de blanco opaco para que brillaran con más fuerza aún.

—¡Pero mira esa cara! —había exclamado la madre—. ¡Con eso vas a tener pesadillas!

«Seguro que al vampiro le va a gustar», se había consolado Anton.

Satisfecho, observaba ahora su obra. ¡También los túmulos del fondo, con sus lápidas ladeadas y sus cruces, creaban un ambiente admirablemente horripilante!

¿Debería incluir quizá un par de murciélagos más? Realmente eran difíciles de pintar. Tomó de la estantería el libro con las doce historias más terribles de vampiros y observó el murciélago de la cubierta. Repugnante sí que era, y también le iba bien a su cuadro..., pero Anton prefirió retrasar la decisión hasta el día siguiente y se echó entonces cómodamente en su cama.

Había empezado a leer la primera historia del libro el día anterior. Trataba de una fiesta de disfraces a la que los invitados se habían presentado con todos los disfraces que se pueda imaginar... y uno había ido de vampiro. Su disfraz era tan bueno que todos huían y se asustaban de él. Cuando a medianoche tuvieron que quitarse los disfraces, él se quedó tal como estaba, y de repente todos se dieron cuenta de que... ¡no estaba disfrazado en absoluto!

Mientras Anton leía, regresó su padre, sonó dos veces el teléfono, la aspiradora zumbó, corrió agua en la bañera..., pero a Anton no le molestó nada. Sólo al resonar un potente y prolongado grito de dolor apartó la vista de su historia y escuchó con atención.

«¿Ha sido en nuestra casa?», pensó.

—¡Mi pie! —oyó entonces quejarse a su madre.

—¡Pero, bueno, ¿cómo es que te subes a la silla de tijera? —dijo el padre—. ¿Para qué tenemos la escalera?

—Sí—dijo enojada la madre—, ¡ahora, cuando ya es demasiado tarde!

—Intenta andar.

—¡Ay!

—Mueve el pie.

—¡No puedo!

—¿Te pasa algo, mamá? —gritó Anton desde el pasillo.

—Sí, me he torcido el pie —contestó la madre.

—¿Es grave? —preguntó Anton.

—Sí —dijo la madre—, de momento no puedo apoyarlo en el suelo.

Anton oyó cómo su madre iba cojeando por el pasillo hasta la sala de estar, y mientras él se ponía de pie y volvía a colocar el libro en la estantería, pensó si ella podría ir al cine con un pie torcido... «Depende —pensó—. Si es el pie derecho..., con él sólo tiene que pisar el acelerador...»

Pero era el pie izquierdo el que tenía la madre apoyado encima de la silla delante de sí y el que observaba con una mirada de dolor.

—¡Qué mala pata —dijo ella—, ahora se va a poner completamente hinchado!

—Podrías ponerte compresas frías —propuso Anton.

—Una buena idea —dijo el padre.

—¿Voy a la farmacia? —preguntó Anton.

—¡Sería muy amable por tu parte! —se alegró la madre.

—Hombre, se da por supuesto —dijo Anton.

—Bueno —gruñó el padre—, tampoco es tan por supuesto. Aún me acuerdo de cuando tú...

—Deja de criticar —lo interrumpió la madre. A Anton le dijo—: Pregunta, por favor, qué es lo mejor para las torceduras.

El caso es que Anton se pasó la tarde enrollando al tobillo de su madre paños fríos empapados en acetato de aluminio. Hacía mucho que su padre se había ido a la oficina y Anton dijo por décima vez:

—¡Seguro que ahora tu pie está muchíííísimo mejor!

—Casi podría tener la impresión de que quieres deshacerte de mí esta noche —dijo la madre.

—¿Y eso por qué? —exclamó Anton intentando dar a su voz un tono de indignación.

—Bueno —dijo la madre riéndose—, de papá no tienes nada que temer: está en la oficina. Pero conmigo no habías contado y ahora intentas curarme por todos los medios.

—Pero, mamá... —dijo Anton.

Pero su protesta resultó poco convincente.

—Sea como sea..., ya me he decidido de todas maneras —añadió sonriendo la madre—: ¡Me quedo en casa!

Anton notó cómo se ponía pálido.

—¿Y sabes una cosa? Vamos a pasar una velada muy agradable, ¡nosotros dos solos!

De repente, a Anton se le hizo un nudo tan grande en la garganta que no pudo articular ningún sonido.

—Anton —dijo la madre—, ¿tan mal te parece?

—Nnn... no —tartamudeó.

—Nos hacemos té, jugamos al «Endemoniado»... ¡Ah, pero si es magnífico! —se entusiasmó ella—. O también podemos ver la televisión, si quieres. ¿Es por eso por lo que estás tan asustado? ¿Estás pensando que no te voy a dejar ver la televisión?

—No —dijo Anton en voz baja.

—¿Qué es entonces?

—Nada —murmuró mirando por la ventana: ¡ya empezaba a oscurecer!—. Me voy a mi habitación —dijo—, quiero leer.

¡Ahora, naturalmente, se había echado todo a perder! ¡Si solamente supiera cómo podía prevenir al vampiro...! ¡Si hubiera solamente una posibilidad de comunicarse con él! Anton se echó sobre su cama y enterró la cabeza bajo la manta.

Se sintió abandonado por todo el mundo, desamparado y triste. ¡Llevaba una semana esperando aquella noche!

Entonces golpearon en la ventana..., al principio tan suavemente que Anton pensó que se había equivocado. Pero entonces volvieron a golpear, y como alcanzado por un rayo saltó de la cama, corrió a la ventana y echó los visillos a un lado: ¡en el alféizar estaba sentado el vampiro! Sonreía y hacía señas a Anton de que le dejara entrar. Con un rápido vistazo atrás Anton se aseguró de que la puerta de su habitación seguía cerrada como antes; entonces abrió la ventana. Su corazón latía rápido y con fuerza, y sus manos temblaban cuando levantó el cerrojo.

—Hola —dijo el vampiro—, me alegro de verte.

—¡Pssst! —susurró Anton—. ¡El enemigo está al acecho!

—Ah, vaya —dijo el vampiro.

—Mi madre —susurró Anton— se ha torcido el pie.

Realmente el vampiro no parecía estar especialmente intranquilo. Más bien miraba con ojos resplandecientes a la puerta y se relamía.

—¿No irás acaso a...? —tartamudeó Anton.

La sospecha que surgió de pronto en él era tan horrible que no se atrevió a expresarla. Pero el vampiro lo había entendido. Puso cara de abochornado y dijo:

—No, no, no te preocupes. Además, ya he comido.

Al mismo tiempo soltó una sonora carcajada que hizo estremecerse de horror a Anton.

En ese momento, el vampiro se fijó en los libros.


Vampiros: Las doce historias más terribles
—leyó, y agradablemente sorprendido preguntó—: ¿Es nuevo?

Anton asintió.

—Y ese de ahí también:
La venganza de Drácula
.

—¿
La venganza de Dráculo
?

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