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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (10 page)

BOOK: El poder del perro
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Unos diez minutos después, Eddie Friel entra.

Eddie Friel es un tipo grandote.

Se sienta, ve a O-Bop y dice en voz muy alta:

—Eh, pelopolla.

O-Bop no se incorpora ni se da la vuelta. —¡Eh! —chilla Eddie—. Estoy hablando contigo. Lo que tienes en la cabeza es vello púbico, ¿verdad? Todo rizado y rojo.

Callan ve que O-Bop se da la vuelta.

—¿Qué quieres?

Intenta hablar como un tío duro, pero Callan percibe que está asustado.

¿Por qué no? Callan también.

—He oído que tienes un problema conmigo —dice Friel.

—No, no tengo ningún problema —dice O-Bop. Callan piensa que es la respuesta más inteligente, pero Friel no se queda satisfecho.

—Porque si tienes un problema conmigo, aquí estoy.

—No, no tengo ningún problema.

—Eso no es lo que me han dicho —dice Friel—. Me han dicho que andabas por el barrio dando la tabarra con que tenías un problema con algo que hice.

—No.

Si no fuera una de esas tardes de agosto criminales de Nueva York, es probable que la discusión hubiera acabado entonces. Mierda, si Liffey tuviera aire acondicionado, es probable que hubiera terminado entonces. Pero no tiene, tan solo un par de ventiladores en el techo que remueven el polvo y las moscas muertas, así que la cosa no acaba como debería.

Porque O-Bop está acojonado del todo. Es como si las pelotas se le hubieran caído al suelo, y no hay necesidad de seguir insistiendo, pero Eddie es un sádico.

—Eres un gilipollas mentiroso.

Al final de la barra, Mickey Haggerty levanta al fin la vista de su Bushmills.

—Eddie, el chico ya te ha dicho que no tiene ningún problema —dice.

—¿Alguien te ha preguntado algo, Mickey? —dice Friel.

—No es más que un crío, por el amor de Dios —dice Mickey.

—Entonces, no debería hablar como un hombre —dice Friel—. No debería ir por ahí hablando de que ciertas personas no tienen derecho a dirigir el barrio.

—Lo siento —lloriquea O-Bop.

Su voz tiembla.

—Sí, lo sientes —dice Friel—. Lo sientes mucho, cabronazo. Miradle, está llorando como una nena, y este es el gran hombre convencido de que ciertas personas no tienen derecho a dirigir el barrio.

—Escucha, ya he dicho que lo siento —lloriquea O-Bop.

—Sí, oigo lo que me dices a la cara —dice Friel—, pero ¿qué dirás cuando te dé la espalda, eh?

—Nada.

—¿Nada? —Friel saca una 38 de debajo de la camisa—. Ponte de rodillas.

—¿Qué?

—¿Qué? —le imita Friel—. Que te pongas de rodillas, cabronazo.

O-Bop es pálido, pero Callan ve ahora que está blanco. Ya parece muerto, y tal vez lo esté, porque da la impresión de que Friel va a ejecutarle de un momento a otro.

O-Bop está temblando cuando se baja del taburete. Tiene que apoyar las manos en el suelo para no caerse, antes de ponerse de rodillas. Y está llorando, grandes lagrimones brotan de sus ojos y ruedan sobre su cara.

Eddie tiene esa sonrisa de hiena en la cara.

—Basta ya —dice Callan a Friel.

Friel se vuelve hacia él.

—¿Quieres participar en la fiesta, chico? —pregunta Eddie—. Tienes que decidir con quién estás, con nosotros o con él.

Callan mira fijamente hacia abajo.

—Con él —dice Callan, al tiempo que saca una 22 de debajo de la camisa y dispara dos veces a Eddie el Carnicero en la cabeza.

Eddie pone una expresión de absoluta incredulidad. Mira a Callan como diciendo «¿Qué coño?», y después se desploma. Está tendido de espaldas sobre el sucio suelo cuando O-Bop le quita la 38 de la mano, la introduce en la boca de Eddie y empieza a apretar el gatillo.

O-Bop chilla y profiere obscenidades.

Billy Shields levanta las manos.

—Yo no tengo ningún problema —dice.

Little Mickey levanta la vista de su Bushmills.

—Deberíais pensar en iros —le dice a Callan.

—¿Dejo la pistola? —pregunta Callan.

—No —dice Mickey—. Tírala al Hudson.

Mickey sabe que el río Hudson, entre la calle Treinta y ocho y la Cincuenta y siete, alberga más ferrarla en el fondo que, digamos, Pearl Harbor. Y la poli no va a dragar el fondo para encontrar el arma que mató a Eddie el Carnicero. La reacción en Manhattan Sur será algo así como: «¿Alguien ha apiolado a Eddie Freil? Oh. ¿Le apetece a alguien este último pedazo de chocolate glaseado?».

No, el problema de estos chicos no es la ley, el problema de estos chicos es Matt Sheehan. No será Mickey el que vaya corriendo a ver a Big Matt para contarle quién se ha cargado a Eddie, porque Mickey no le debe ninguna lealtad a Sheehan.

Pero Billy Shields, el camarero, perderá el culo por hacer méritos con Big Matt, de modo que estos chicos podrían optar por colgarse de ganchos de carne para ahorrar esfuerzos a Matt. A menos que sean capaces de quitar de en medio a Matt antes, cosa que no harán. Así que estos chicos están muertos, pero no deberían quedarse a esperar.

—Marchaos ya —les dice Mickey—. Marchaos de la ciudad.

Callan guarda la 22 debajo de la camisa, pasa una mano por debajo del codo de O-Bop y le levanta del suelo.

—Vámonos —dice.

—Espera un momento.

O-Bop busca en los bolsillos de Friel y saca un fajo de billetes arrugados. Le pone de costado y saca algo del bolsillo trasero.

Una libreta negra.

—Vale —dice O-Bop.

Salen por la puerta.

La poli llega unos diez minutos después.

El tío de Homicidios pasa por encima del charco de sangre que forma un gran halo rojo alrededor de la cabeza de Friel, y después mira a Mickey Haggerty. El tío de Homicidios acaba de ascender desde Cajas Fuertes y Pisos, de manera que conoce a Mickey. Mira a Mickey y se encoge de hombros como diciendo: «¿Qué ha pasado?».

—Resbaló en la ducha —dice Mickey.

No se van de la ciudad.

Lo que hacen es salir del pub Liffey, seguir la sugerencia de Mickey Haggerty, llegarse hasta el río y tirar las armas.

Después cuentan el fajo de Eddie.

—Trescientos ochenta y siete pavos —dice O-Bop.

Una decepción.

No van a ir muy lejos con trescientos ochenta y siete pavos.

De todos modos, no saben adónde ir.

Son chicos de barrio, nunca han estado en otra parte, no sabrían qué hacer, qué no hacer, cómo actuar, cómo arreglárselas. Deberían tomar un autobús para ir a algún sitio, pero ¿cuál?

Entran en una tienda de la esquina y compran un par de litronas de cerveza, y se meten debajo de un contrafuerte de la autopista West Side para pensar.

—¿Jersey? —dice O-Bop.

Es más o menos el límite de su imaginación geográfica.

—¿Conoces a alguien en Jersey? —pregunta Callan.

—No. ¿Y tú?

—No.

Donde conocen gente es en la Cocina del Infierno, de modo que acaban bebiendo un par de litronas más y esperan hasta que oscurezca, y luego vuelven al barrio. Entran en un almacén abandonado y duermen allí. Por la mañana temprano van al apartamento de la hermana de Bobby Remington, en la calle Quince.

Bobby se está peleando una vez más con su padre.

Abre la puerta, ve a Callan y a O-Bop y les hace entrar.

—Joder —dice Bobby—, ¿qué habéis hecho, tíos?

—Iba a disparar a Stevie —explica Callan.

Bobby sacude la cabeza.

—No iba a dispararle. Iba a mearse en su boca, nada más. Eso es lo que afirman los rumores.

Callan se encoge de hombros.

—Da igual.

—¿Nos andan buscando? —pregunta O-Bop.

Bobby no contesta. Está demasiado ocupado bajando persianas.

—¿Tienes café, Bobby? —pregunta Callan.

—Sí, voy a prepararlo.

Beth Remington sale de su dormitorio. Lleva un jersey Rangers hasta los muslos. Tiene el pelo rojo enredado que le cae sobre los hombros. Mira a Callan.

—Mierda —dice.

—Hola, Beth.

—Tenéis que largaros.

—Voy a prepararles café, Beth.

—Eh, Bobby —dice Beth. Saca un cigarrillo del paquete que hay sobre la encimera de la cocina, se lo mete en la boca y lo enciende—. Encima que te dejo el sofá para pasar la noche, ahora aparecen estos tipos. Sin ánimo de ofender.

—Bobby, necesitamos alguna arma —dice O-Bop.

—Fantástico —dice Beth. Se deja caer en el sofá al lado de Callan—. ¿Para qué coño habéis venido aquí?

—No sabíamos adonde ir.

—Qué gran honor. —Se emborracha un par de veces, echa un polvo con él, y ya se cree que puede venir aquí cuando se mete en líos—. Bobby, prepárales una tostada o algo por el estilo.

—Gracias —dice Callan.

—No vais a quedaros aquí.

—Bien, Bobby —dice O-Bop—, ¿puedes encontrarnos algo?

—Si lo descubren, estoy jodido.

—Podrías acudir a Burke, decirle que es para ti —sugiere O-Bop.

—¿Qué estáis haciendo todavía en el barrio? —pregunta Beth—. Ya deberíais estar en Buffalo.

—¿Buffalo? —pregunta O-Bop sonriente—. ¿Qué hay en Buffalo?

Beth se encoge de hombros.

—Las cataratas del Niágara. Yo qué sé.

Beben café y comen tostadas.

—Iré a ver a Burke —dice Bobby.

—Sí, es justo lo que necesitas —dice Beth—, enemistarte con Matty Sheehan.

—Que le den por el culo a Sheehan —dice Bobby.

—Sí, ve a decírselo —dice Beth. Se vuelve hacia Callan—. Lo que necesitáis no son pistolas, sino billetes de autobús. Tengo un poco de dinero...

Beth es cajera en el Loews de la calle Cuarenta y dos. De vez en cuando, vende una entrada del cine, además de la suya. Así que ha ahorrado algo.

—Tenemos dinero —dice Callan.

—Pues largaos.

Se largan. Llegan hasta el Upper "West Side, matan el tiempo en Riverside Park y van a ver la tumba de Grant. Después vuelven hacia el centro. Beth les cuela en Loews y se quedan sentados en el anfiteatro todo el día, viendo
La guerra de las galaxias
.

La jodida Estrella de la Muerte está a punto de estallar por sexta vez, cuando Bobby aparece con una bolsa de papel y la deja a los pies de Callan.

—Buena película, ¿eh? —dice, y se va tan rápido como ha llegado.

Callan acerca el tobillo a la bolsa y palpa el metal.

Entran en el lavabo de caballeros y abren la bolsa.

Una 25 antigua y una 38 especial de la policía, igualmente antigua.

—¿Qué pasa? —dice O-Bop—. ¿No tenía trabucos?

—Los mendigos no pueden elegir.

Callan se siente mucho mejor con una pistolita en el cinto. Es curioso que la eches de menos tan deprisa. Te sientes ligero, piensa. Como si pudieras echarte a volar. El metal te ancla en la tierra.

Se quedan sentados en el cine hasta que está a punto de cerrar, y después regresan con cautela hasta el almacén.

Una salchicha polaca les salva la vida.

Tim Healey lleva esperándoles casi toda la puta noche y se está muriendo de hambre, de modo que envía a Jimmy Boylan a buscar una salchicha polaca.

—¿Con qué la quieres? —pregunta Boylan.

—Chucrut, mostaza picante, lo de siempre —dice Tim.

Boylan va y viene, y Tim devora la salchicha polaca como si hubiera pasado la guerra en un campo de concentración japonés, y justo cuando la robusta salchicha se está convirtiendo en gas en sus intestinos entran Callan y O-Bop. Están en el hueco de una escalera, al otro lado de una puerta metálica, cuando oyen que Healey se tira un pedo.

Se quedan petrificados.

—Joder —oyen decir a Boylan—. ¿Alguien se ha hecho daño?

Callan mira a O-Bop.

—¿Bobby nos ha vendido? —susurra O-Bop.

Callan se encoge de hombros.

—Voy a abrir la puerta para que corra un poco el aire —dice Boylan—. Joder, Tim.

—Lo siento.

Boylan abre la puerta y ve a los chicos parados.

—¡Mierda! —grita al tiempo que levanta la escopeta, pero lo único que Callan puede oír es el estruendo que estremece el hueco de la escalera, cuando O-Bop y él abren fuego.

El papel de plata se resbala del regazo de Healey cuando se levanta de la silla de madera plegable y busca su pistola, pero ve a Jimmy Boylan tambaleándose hacia atrás, y cómo pedazos de carne salen volando de su espalda, y pierde la valentía. Deja caer la 45 al suelo y levanta las manos.

—¡Acaba con él! —grita O-Bop.

—¡No, no, no, no! —chilla Healey.

Conocen a Fat Tim Healey desde siempre. Les daba monedas de veinticinco centavos para comprar tebeos. Una vez estaban jugando al hockey en la calle y Callan rompió sin querer el faro derecho delantero de Tim Healey, y este salió del Liffey y se rió.

—Me regalaréis entradas cuando juguéis con los Rangers, ¿vale? —fue lo único que dijo Healey.

Callan impide que O-Bop mate a Healey.

—¡Coge su pistola! —grita.

Grita porque le zumban los oídos. Su voz suena como si estuviera al otro extremo de un túnel, y le duele la cabeza una barbaridad.

Healey tiene mostaza en la barbilla.

Está diciendo algo acerca de que está demasiado viejo para esta mierda.

Como si hubiera una edad para esta mierda, piensa Callan.

Cogen la 45 de Healey y la escopeta de Boylan y salen a la calle.

Huyen.

Big Matty flipa cuando se entera de lo de Eddie el Carnicero.

Sobre todo cuando le dicen que han sido dos chicos que aún llevan los pañales recién cagados. Se pregunta adonde va a ir a parar el mundo, qué clase de mundo se avecina, cuando las nuevas generaciones no respetan la autoridad. Lo que también preocupa a Big Matty es la cantidad de gente que le pide clemencia para los dos chicos.

—Tienen que ser castigados —les dice Big Matt, pero le molesta que cuestionen su decisión.

—Sí, hay que castigarlos —le dicen—, tal vez romperles las piernas o las muñecas, expulsarles del barrio, pero no merecen la muerte por esto.

Big Matt no está acostumbrado a que le lleven la contraria. No le gusta nada. Tampoco le gusta que no haya chivatazos. Ya tendría que haber echado el guante a esos dos animales, pero han pasado días y corre el rumor de que siguen en el barrio (lo cual equivale a burlarse en su cara), pero nadie parece saber dónde.

Ni siquiera la gente que debería saberlo lo sabe.

Big Matt llega a replantearse la idea del castigo. Decide que lo más justo sería cortar las manos que han apretado los gatillos. Cuanto más lo piensa, más le gusta la idea. Dejar que esos dos chicos paseen por la Cocina del Infierno con dos muñones, a modo de recordatorio de lo que pasa cuando no muestras el debido respeto a la autoridad.

BOOK: El poder del perro
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