—Mi sobrino me pidió que pasara a verle —dijo.
—¿Su sobrino?
—Adán Barrera.
—Claro.
«Mi tío es poli», pensó Art. Así que este es «Tío».
—Adán me engañó para que subiera al cuadrilátero y me enfrentara a uno de los mejores pugilistas que he visto en mi vida —explicó Art.
—Adán se cree que es representante —dijo Tío—. Raúl se cree que es entrenador.
—Lo hacen bien —dijo Art—. César podría llevarles muy lejos.
—Yo soy el dueño de César —dijo Barrera—. Soy un tío indulgente, dejo jugar a mis sobrinos, pero pronto tendré que contratar a un representante y a un entrenador de verdad para César. No se merece menos. Será campeón.
—Adán se llevará una decepción.
—El aprendizaje de un hombre comporta enfrentarse a la decepción —dijo Barrera.
Bien, nada de bromas.
—¿Es verdad lo que me ha dicho Adán de que está teniendo dificultades profesionales?
¿Cómo responder a eso?, se preguntó Art. Sin duda. Taylor emplearía un tópico como «hay que lavar la ropa sucia en casa», pero tendría razón. Se cabrearía como una mona si se enterara de que Barrera estaba aquí, hablando con un agente inferior.
—Mi jefe y yo no nos entendemos siempre.
Barrera asintió.
—La visión del señor Taylor puede ser algo estrecha. Vive obsesionado por Pedro Avilés. El problema de su DEA es que es, y perdóneme, muy norteamericana. Sus colegas no entienden nuestra cultura, la forma en que funcionan las cosas, la forma en que tienen que funcionar.
El hombre no se equivoca, pensó Art. Nuestro planteamiento, cuando menos, ha sido torpe y patoso. Esa puta actitud norteamericana de «Sabemos cómo hay que hacer las cosas», «Apártese de mi camino y deje que hagamos el trabajo». ¿Y por qué no? Funcionó muy bien en Vietnam.
—Lo que nos falta en sutileza, lo compensamos con falta de sutileza —contestó Art en español.
—¿Es usted mexicano, señor Keller? —preguntó Barrera.
—Mestizo —dijo Art—. Por parte de madre. De hecho, es de Sinaloa, Mazatlán.
Porque, pensó Art, me va bien jugar esta carta.
—Pero usted se crió en el
barrio
—dijo Barrera—. ¿En San Diego?
Esto no es una conversación, pensó Art, sino una entrevista de trabajo.
—¿Conoce San Diego? —preguntó—. Vivía en la calle Trece.
—Pero no se metió en ninguna banda...
—Boxeaba.
Barrera asintió, y después se puso a hablar en español.
—Ustedes quieren acabar con los
gomeros
—dijo—. Nosotros también.
—Sin falta.
—Pero como boxeador —dijo Barrera—, usted sabe que no puede ir directamente por el KO. Tiene que atraer al contrincante a su terreno, llenarle el cuerpo de golpes, acorralarle. No se va por el KO hasta el momento preciso.
Bien, no es que haya conseguido muchos KO, pensó Art, pero la teoría es correcta. Los yanquis queremos ir por el KO a las primeras de cambio, y el hombre me está diciendo que aún no ha llegado el momento.
Me parece bien.
—Lo que está diciendo me parece muy sensato —dijo Art—. Pero la paciencia no es una virtud norteamericana. Creo que si mis superiores vieran algún progreso, algún movimiento...
—Es difícil trabajar con sus superiores —interrumpió Barrera—. Son...
Busca la palabra.
Art acaba por él.
—Falta gracia.
—Groseros —admite Barrera—. Exacto. Si, por otra parte, pudiéramos trabajar con alguien
simpático, un compañero
, alguien como usted...
Así que, piensa Art, Adán le ha pedido que me salvara el culo, y ha decidido que vale la pena hacerlo. Es un tío indulgente, deja jugar a sus sobrinos, pero también es un hombre serio, con un objetivo muy concreto en mente, y yo podría ayudarle a alcanzar ese objetivo.
Me parece bien, una vez más, pero la maniobra es delicada. ¿Una relación clandestina a espaldas de la agencia? Estrictamente
verboten
. ¿Me asocio con uno de los hombres más importantes de Sinaloa y no digo ni pío? Una bomba de relojería. Podrían despedirme de la DEA para siempre jamás.
Pero ¿qué puedo perder?
Art sirvió un poco más de whisky a cada uno, y luego dijo:
—Me encantaría trabajar con usted, pero hay un problema.
Barrera se encogió de hombros.
—¿Y qué?
—No estaré aquí —siguió Art—. Me van a trasladar.
Barrera sorbió su whisky, fingiendo que le gustaba, como si fuera bueno, cuando ambos sabían que era una mierda barata.
—¿Sabe cuál es la verdadera diferencia entre Estados Unidos y México? —preguntó a continuación.
Art negó con la cabeza.
—En Estados Unidos, todo gira en torno a los sistemas —dijo Barrera—. En México, todo gira alrededor de las relaciones personales.
Y tú me estás ofreciendo una, pensó Art. Una relación personal de naturaleza simbiótica.
—Señor Barrera...
—Me llamo Miguel Ángel —dijo Barrera—, pero mis amigos me llaman Tío.
Tío, pensó Art.
La palabra posee una implicación más profunda en el español de México. Tío podría ser el hermano del padre, pero también podría ser cualquier pariente interesado en la vida de un crío. Va más allá de eso. Un tío puede ser cualquier hombre que te tome bajo su protección, una especie de hermano mayor, hasta una figura paterna.
Una especie de padrino.
—Tío... —empezó Art.
Barrera sonrió y aceptó el cumplido con una leve inclinación de cabeza.
—
Arturo, sobrino mío
... —empezó.
Tú no te vas a ningún lado.
Excepto hacia arriba.
El traslado de Art fue suspendido la tarde siguiente. Le llamaron al despacho de Taylor.
—¿Qué coño sabes? —le preguntó Taylor.
Art se encogió de hombros.
—Me han tirado de las orejas desde Washington —dijo Taylor—. ¿Es alguna mierda de la CIA? ¿Sigues en su nómina? ¿Para quién trabajas, Keller?, ¿para ellos o para nosotros?
Para mí, pensó Art. Trabajo para mí. Pero no lo dijo. Se comió su ración de mierda.
—Trabajo para vosotros, Tim. Dímelo, y me tatuaré «DEA» en el culo. Si quieres, me pondré un corazón con tu nombre encima.
Taylor le miró desde el otro lado del escritorio, sin saber si Art le estaba tomando el pelo o no, ni cómo reaccionar. Adoptó un tono de neutralidad burocrática.
—Tengo instrucciones de dejar que actúes a tu aire. ¿Sabes cómo veo yo esta situación, Keller?
—¿Como darme cuerda suficiente para ahorcarme yo solito?
—Exacto.
¿Cómo estaba tan seguro?
—Trabajaré para ti, Tim —dijo Art al tiempo que se levantaba para irse—. Trabajaré para el equipo.
Pero mientras salía no pudo resistir la tentación de canturrear, aunque en voz baja: «I'm an old cowhand, from the Rio Grande. But I can't poke a cow, 'cuz I don't know how...».
Una asociación pactada en el infierno.
Así la describiría Art más adelante.
Art Keller y Tío Barrera.
Se encontraban pocas veces y en secreto. Tío elegía sus objetivos con sumo cuidado. Art lo imaginaba construyendo, o, mejor dicho, deconstruyendo, mientras Barrera utilizaba a Art y a la DEA para quitar ladrillo tras ladrillo a la estructura de don Pedro. Un valioso campo de amapolas, después un invernadero, después un laboratorio, después dos
gomeros
de poca monta, tres policías estatales corruptos, un
federal
que estaba aceptando la
mordida
de don Pedro.
Barrera se mantenía al margen de todo, sin implicarse nunca de una manera directa, sin atribuirse jamás los méritos, utilizando a Art como un cuchillo para destripar la organización de Avilés. De todos modos, Art no era una simple marioneta. Utilizaba las fuentes que Barrera le proporcionaba para trabajar otras fuentes, obtener influencias, crear recursos en el álgebra de reunir información. Una fuente te consigue dos, dos te consiguen cinco, cinco te consiguen...
Bien, entre las cosas buenas también te consigue infinitas cantidades de mierda de los tipos de la DEA. Tim Taylor aplicó el tercer grado a Art media docena de veces: «¿De dónde sacas tu información, Art? ¿Cuál es tu fuente? ¿Tienes un soplón? Somos un equipo, Art. En el equipo no existen individualidades».
Sí, pero son necesarias para ganar, pensó Art, y eso es lo que estamos haciendo por fin: ganar. Aumentar nuestra influencia, enfrentar a un
gomero
con otro
gomero
, demostrar a los
campesinos
de Sinaloa que los días de la supremacía de los
gomeros
están llegando a su fin. Así que no le decía nada a Taylor.
Debía admitir que había algo de «Que te den por el culo, Tim, a ti y a tu equipo».
Mientras, Tío Barrera maniobraba como un maestro de la técnica en el cuadrilátero. Siempre avanzando, pero siempre con la guardia alta. Preparaba sus golpes y los lanzaba solo cuando el riesgo era mínimo. Dejaba sin aliento a don Pedro, le acorralaba y...
El golpe del KO.
Operación Cóndor.
La batida masiva de soldados y aviones de apoyo, con bombas y defoliantes. Pero aún era Art Keller quien les indicaba dónde disparar, casi como si contara con un plano personal de todos los campos de amapolas, invernaderos y laboratorios de la provincia, lo cual era casi literalmente cierto.
Ahora Art se acuclilla en la maleza, a la espera del premio gordo.
Pese a todo el éxito de Cóndor, la DEA continúa concentrada en un único objetivo: capturar a don Pedro. Es lo único de lo que ha oído hablar Art: ¿dónde está don Pedro? Capturen a don Pedro. Tenemos que capturar al Patrón.
Como si tuviéramos que colgar la cabeza del trofeo en la pared, de lo contrario toda la operación sería un fracaso. Cientos de hectáreas de amapolas destruidas, toda la infraestructura de los
gomeros
de Sinaloa arrasada, pero aún necesitamos al viejo como símbolo de nuestro éxito.
Van por ahí corriendo como locos, en persecución de todos los rumores y chismes, pero siempre un paso atrás, o, como diría Taylor, un día tarde y con un dólar de menos. Art es incapaz de decidir qué desea más Taylor: capturar a don Pedro o que Art no capture a don Pedro.
Art había ido en jeep a inspeccionar las ruinas carbonizadas de un laboratorio de heroína importante, cuando Tío Barrera salió del humo con un pequeño convoy de fuerzas de la DFS.
¿La puta DFS?, se preguntó Art. La Dirección Federal de Seguridad es como el FBI y la CIA juntos, solo que más poderosa. Los chicos de la DFS tienen carta blanca para todo lo que hacen en México. Bien, Tío es un poli de Jalisco. ¿Qué coño está haciendo con un pelotón de la DFS de élite, y encima al mando? Tío se asomó de su jeep Cherokee y dijo con un suspiro:
—Lo mejor será ir a por el viejo don Pedro.
Ofrece a Art el trofeo más preciado de la Guerra contra las Drogas como si fuera una bolsa de colmado.
—¿Sabe dónde está? —preguntó Art.
—Mejor aún —contestó Tío—. Sé dónde estará.
Así que ahora Art está acuclillado en la maleza, a la espera de que el viejo caiga en la emboscada. Nota los ojos de Tío clavados en él. Se vuelve y ve que Tío consulta su reloj.
Art recibe el mensaje.
De un momento a otro.
Don Pedro Avilés está sentado en el asiento delantero de su Mercedes descapotable, mientras traquetea poco a poco sobre la carretera de tierra. Están huyendo del valle en llamas, subiendo la montaña. Si llega al otro lado, estará a salvo.
—Ve con cuidado —dice al joven Güero, que está conduciendo—. Cuidado con los baches. El coche es caro.
—Tenemos que salir de aquí,
patrón
—le dice Güero.
—Lo sé —replica con brusquedad don Pedro—, pero ¿teníamos que tomar esta carretera? El coche se estropeará.
—No habrá soldados en esta carretera —le dice Güero—.
Ni federales
, ni policía estatal.
—¿Lo sabes con certeza? —pregunta Avilés.
Otra vez.
—Me lo dijo Barrera —contesta Güero—. Ha dejado libre esta ruta.
—Más le conviene —dice Avilés—. Con el dinero que le pago...
Dinero para el gobernador Cerro, dinero para el general Hernández. Barrera va a recoger el dinero con la misma puntualidad que la menstruación de una mujer. Siempre, dinero para los políticos, dinero para los generales. Siempre ha sido así, desde que don Pedro era joven, cuando su padre le enseñaba el negocio.
Y siempre habrá estas redadas periódicas, estas purificaciones rituales procedentes de Ciudad de México, a petición de los yanquis. Esta vez es a cambio de una subida en el precio del crudo, y el gobernador Cerro envió a Barrera para que informara a don Pedro: «Invierta en petróleo, don Pedro. Venda el opio e invierta en petróleo. Pronto subirá. Y el opio...».
Así que dejé que esos jóvenes idiotas me compraran los campos de amapolas. Cogí el dinero y lo invertí en petróleo. Y Cerro dejó que los yanquis quemaran los campos de amapolas, haciendo el trabajo que el sol habría hecho por ellos.
Porque esa es la gran ironía: la Operación Cóndor se programó para ser lanzada justo antes de que llegaran los años de sequía. Lo ha visto en el cielo durante los dos últimos años. Lo ha visto en los árboles, la hierba, las aves. Los años de sequía se acercan. Cinco años de malas cosechas antes de que vuelvan las lluvias.
—Si los yanquis no hubieran quemado los campos —dice don Pedro a Güero—, lo habría hecho yo. Renueva el suelo.
De modo que la Operación Cóndor es una farsa. Una escenificación, una chanza.
Pero aun así, tiene que huir de Sinaloa.
Avilés no ha sobrevivido durante setenta y tres años siendo descuidado. Por eso Güero conduce, y cinco de sus
sicarios
de más confianza van en un coche detrás. Hombres cuyas familias viven en la finca de don Pedro en Culiacán, y que serían exterminadas si algo le sucediera a don Pedro.
Y Güero, su aprendiz, su ayudante. Un huérfano al que recogió de las calles de Culiacán, como una
manda
a san Jesús Malverde, el santo patrón de todos los
gomeros
de Sinaloa. Güero, al que enseñó el oficio, al que enseñó todo. Ahora un joven, su mano derecha, un chico espabilado, capaz de realizar complejos cálculos en su cabeza en un abrir y cerrar de ojos, y que sin embargo conduce demasiado deprisa el Mercedes por esta carretera tan mala.
—Más despacio —ordena Avilés.