Los tíos de la DEA salen corriendo de la tienda.
—Keller —grita Taylor—, ¿qué coño crees que estás haciendo?
—¿Es esto lo que hacemos ahora, Tim? —pregunta Art—. ¿Arrojamos a gente desde los helicópteros?
—No eres nuevo en esto, Keller —replica Taylor—. Has ido en el asiento trasero montones de veces.
No puedo decir nada al respecto, piensa Art, Es verdad.
—Estás acabado, Keller —dice Taylor—. Ahora sí. Te dejaré sin trabajo. Te mandaré a la cárcel.
Parece contento.
Art sigue apuntando la pistola a la cara de Hansen.
—Es un asunto mexicano —dice Navarres—. Manténgase al margen. No está en su país.
—¡Es mi país! —brama Parada—. Voy a excomulgar su culo tan deprisa...
—Ese lenguaje, padre —dice Navarres.
—Dentro de un momento será todavía peor.
—Estamos intentando localizar a don Pedro Avilés —explica Navarres a Art. Señala a Adán—. Este pedazo de mierda sabe dónde está, y nos lo va a decir.
—¿Quiere a don Pedro? —pregunta Art. Vuelve a su jeep y desenrolla el poncho. Don Pedro cae al suelo, levantando nubecillas de polvo—. Ya lo tiene.
Taylor contempla el cuerpo cosido a balazos.
—¿Qué ha pasado?
—Intentamos detenerle a él y a cinco de sus hombres —dice Art—. Se resistieron. Todos han muerto.
—Todos —dice Taylor sin apartar la vista de Art.
—Sí.
—¿Ningún herido?
—No.
Taylor sonríe satisfecho, pero está cabreado, y Art lo sabe, Art acaba de traer el Gran Trofeo, y Taylor ya no puede hacerle nada. Nada de nada. Ha llegado el momento de la ofrenda de paz. Art hace un gesto con el mentón hacia Adán y el
campesino
herido.
—Supongo que los dos tenemos que callar algunas cosas, Tim.
—Sí.
Art sube a la parte posterior del helicóptero y empieza a desatar a Adán. —Lo siento.
—No tanto como yo —le dice Adán. Se vuelve hacia Parada—. ¿Cómo está esa pierna, padre Juan?
—¿Os conocéis? —pregunta Art.
—Yo le bauticé —dice Parada—. Le di la primera comunión. Y este hombre se pondrá bien.
Pero la mirada que dirige a Art y a Adán revela algo diferente.
—¡Ahora ya puedes despegar, Phil! —grita Art—. ¡Hospital de Culiacán, y ve con cuidado!
El helicóptero despega.
—Arturo —dice Parada.
—¿Sí?
El sacerdote sonríe.
—Felicidades —dice Parada—. Estás loco.
Art contempla los campos arrasados, las aldeas quemadas, los refugiados que ya están formando una línea en la carretera de tierra.
El paisaje requemado y chamuscado se aleja hasta perderse de vista.
Campos de flores negras.
Sí, piensa Art, estoy loco.
Una hora y media más tarde, Adán yace entre las limpias sábanas blancas del mejor hospital de Culiacán. Han desinfectado y curado la herida que Navarres le hizo en la cara con el cañón de la pistola, le han inyectado antibióticos, pero ha rechazado los sedantes.
Adán quiere sentir el dolor.
Baja de la cama y recorre los pasillos hasta localizar la habitación donde, debido a su insistencia, han llevado a Manuel Sánchez.
El
campesino
abre los ojos y ve a Adán.
—Mi pierna.
—Sigue en su sitio.
—No les deje...
—No lo haré —dice Adán—. Duerme un poco.
Adán busca al médico.
—¿Podrá salvarle la pierna?
—Eso creo —dice el médico—, pero será caro.
—¿Sabe quién soy?
—Sé quién es.
Adán no pasa por alto la expresión desdeñosa y la insinuación aún más desdeñosa: Sé quién es su tío.
—Sálvele la pierna —dice Adán—, y será el jefe de un ala nueva de este hospital. Pierda la pierna, y pasará el resto de su vida practicando abortos en un burdel de Tijuana. Pierda al paciente, y le meterán en una tumba antes que a él. Y no será mi tío el que le meta en ella, seré yo. ¿Me ha comprendido?
El médico ha comprendido.
Y Adán comprende que la vida ha cambiado.
La infancia ha terminado.
Ahora la vida va en serio.
Tío inhala poco a poco un puro habano y mira la anilla de humo flotar en la habitación.
La Operación Cóndor no habría podido salir mejor. Quemados los campos de Sinaloa, envenenada la tierra, dispersos los
gomeros
y Avilés enterrado, los norteamericanos creen que han destruido el origen del mal, y dejarán en paz a México.
Su satisfacción me concederá tiempo y libertad para crear una organización que, cuando los norteamericanos despierten, no podrán ni tocar.
Una
federación
.
Alguien llama a la puerta con suavidad.
Un agente de la DFS vestido de negro, con la Uzi colgada al hombro, entra.
—Alguien ha venido a verle, don Miguel. Dice que es su sobrino.
—Déjale entrar.
Adán aparece en el umbral.
Miguel Ángel Barrera ya sabe todo lo que le ha sucedido a su sobrino: la paliza, la tortura, sus amenazas al médico, su visita a la clínica de Parada. De un día para otro, el chico se ha convertido en hombre.
Y el hombre va al grano.
—Sabías lo de la redada —dice Adán.
—De hecho, colaboré en su planificación.
En realidad, los objetivos habían sido elegidos con todo cuidado para eliminar enemigos, rivales y viejos dinosaurios, incapaces de comprender el nuevo mundo. De todos modos, no habrían sobrevivido, y solo habrían significado un estorbo.
Ahora ya no lo son.
—Fue una atrocidad —dice Adán.
—Era necesario —contesta Tío—. En cualquier caso, iba a suceder, así que lo mejor será aprovecharse. Los negocios son así, Adán.
—Bien... —dice Adán.
Y ahora, piensa Tío, veremos en qué clase de hombre se ha convertido el chico. Espera a que Adán continúe.
—Bien —dice Adán—, quiero entrar en el negocio.
Tío Barrera levanta la cabeza de la mesa.
Han cerrado el restaurante por la noche: fiesta privada. Yo diría que lo es, piensa Adán. El lugar está rodeado de hombres de la DFS armados con Uzis. Todos los invitados han sido cacheados y despojados de sus armas de fuego.
La lista de invitados sería un sueño para los yanquis. Todos los
gomeros
importantes que Tío seleccionó para sobrevivir a la Operación Cóndor se hallan presentes. Adán se sienta al lado de Raúl y examina los rostros de la mesa.
García Abrego, con cincuenta años, un veterano en el negocio. Cabello plateado y bigote plateado, parece un gato viejo y sabio. De hecho, lo es. Mira a Barrera impasible, y Adán es incapaz de leer sus reacciones.
—Así ha conseguido llegar a los cincuenta en este negocio —le dice Tío a Adán—. Aprende de él.
Sentado al lado de Abrego está el hombre que Adán conoce como el Verde, llamado así debido a las botas verdes de piel de avestruz que lleva siempre. Aparte de esa vanidad, Chalino Guzmán parece un campesino: camisa de algodón y tejanos, sombrero de paja.
Sentado al lado de Guzmán está Güero Méndez.
Incluso en este restaurante urbano, Güero exhibe su indumentaria de vaquero: camisa negra con botones de nácar, tejanos negros ceñidos con una enorme hebilla plateada y turquesa, botas puntiagudas y sombrero de vaquero blanco, incluso por dentro.
Y Güero no puede dejar de hablar sobre el hecho de haber sobrevivido milagrosamente a la emboscada de los
federales
que acabó con la vida de su jefe, don Pedro.
—San Jesús Malverde me protegió de las balas —estaba diciendo Güero—. Os digo, hermanos, que caminé a través de la lluvia. Durante horas no supe que estaba vivo. Pensé que era un fantasma.
Dale que dale, tocando los huevos con su historia de que vació
la pistola
sobre los
federales
, que saltó del coche y corrió («entre las balas, hermanos») hacia los matorrales, desde los cuales escapó. Y cómo regresó a la ciudad, «pensando que cada momento era el último, hermanos».
Adán pasea la mirada sobre el resto de los invitados: Jaime Herrera, Rafael Caro, Chapo Montana, todos los
gomeros
de Sinaloa, ahora todos en busca y captura, todos a la fuga. Barcos extraviados y empujados por el viento que Tío ha conducido a puerto seguro.
Tío ha convocado esta reunión, y por el simple hecho de hacerlo ha establecido su superioridad. Les ha obligado a sentarse juntos ante enormes envases de gambas frías, bandejas de
carne
fileteada y cajas de cerveza helada que los hombres de verdad de Sinaloa prefieren al vino.
En la sala de al lado, jóvenes músicos de Sinaloa están calentando para cantar
bandas
, canciones que ensalzan las hazañas de los
traficantes
famosos, muchos de los cuales se sientan a la mesa. En una sala privada, situada en la parte de atrás, hay reunidas una docena de putas de lujo que han venido desde el exclusivo burdel de Haley Saxon en San Diego.
—La sangre derramada se ha secado —dice Tío—. Ha llegado el momento de olvidar todas las rencillas, de lavar el sabor amargo de la
venganza
de nuestra boca. Estas cosas han desaparecido, como el agua del río de ayer.
Toma un sorbo de cerveza, la paladea, y después la escupe.
Hace una pausa para ver si alguien protesta.
Nadie lo hace.
—También ha desaparecido nuestra antigua vida —dice—. Desaparecido entre veneno y llamas. Nuestras antiguas vidas eran como los frágiles sueños que soñamos despiertos, y que se alejan de nosotros como humo en el viento. Quizá nos gustaría recuperar el sueño, seguir durmiendo pacíficamente, pero eso no es vida, sino sueño.
»Los norteamericanos querían dispersar a los hombres de Sinaloa. Quemar nuestras tierras y ahuyentarnos. Pero el fuego que consume también deja sitio para una nueva cosecha. El viento que destruye también envía la simiente a la nueva tierra. Si quieren dispersarnos, así sea. Estupendo. Nos dispersaremos como las semillas de la
manzanita
, que crece en cualquier suelo. Crece y se esparce. Yo digo que nos esparzamos como los dedos de una sola mano. Yo digo que, si no nos dejan quedarnos en nuestra Sinaloa, nos apoderemos de todo el país.
»Hay tres territorios fundamentales desde los cuales dirigiremos
la pista secreta
: Sonora, fronteriza con Texas y Arizona; el Golfo, justo enfrente de Texas, Luisiana y Florida; y Baja, vecina de San Diego, Los Angeles y la costa Oeste. Pido a Abrego que se quede el Golfo como
plaza
, que tenga como mercados Houston, Nueva Orleans, Tampa y Miami. Pido al Verde, don Chalino, que tome la Plaza de Sonora, con base en Juárez, para tener Nuevo México, Arizona y el resto de Texas como mercado.
Adán intenta sin éxito leer sus reacciones: la Plaza del Golfo es rica en potencia, pero plagada de dificultades, pues la jurisdicción norteamericana termina en México y se concentra en la zona este del Caribe. Pero Abrego debería ganar millones (no, miles de millones) si encuentra una fuente para vender el producto.
Mira al Verde, cuyo rostro de
campesino
es impenetrable. La Plaza de Sonora debería ser lucrativa. El Verde debería ser capaz de introducir toneladas de drogas en Phoenix, El Paso y Dallas, por no hablar de la ruta que va al norte desde esas ciudades hasta Chicago, Mineápolis y, en especial, Detroit.
Pero todo el mundo está esperando el momento crucial, y Adán escruta sus ojos cuando se dan cuenta de que Tío se ha reservado la parte más suculenta del pastel.
Baja.
Tijuana permite el acceso a los enormes mercados de San Diego, Los Angeles, San Francisco, San José. Y a los sistemas de transporte capaces de trasladar el producto hasta los mercados aún más ricos del nordeste de Estados Unidos: Filadelfia, Boston y la joya de la corona: Nueva York.
Por lo tanto, está la Plaza del Golfo y la Plaza de Sonora, pero Baja es
la
Plaza.
La Plaza.
De modo que nadie se ve emocionado, ni sorprendido, cuando Barrera dice:
—Para mí, propongo... trasladarme a Guadalajara.
Ahora sí que están sorprendidos.
Ninguno más que Adán, incapaz de creer que Tío está cediendo el pedazo de bienes raíces más lucrativo en potencia del mundo occidental. Si la Plaza no va a parar a la familia...
—Pido que Güero Méndez acepte la Plaza de Baja —dice Barrera.
Adán ve que una sonrisa aparece en el rostro de Güero. Entonces lo comprende. Experimenta una visión que le explica el milagro de que Güero sobreviviera a la emboscada que mató a don Pedro. Sabe ahora que la Plaza no es un regalo sorpresa, sino una promesa cumplida.
Pero ¿por qué?, se pregunta Adán. ¿Qué está tramando Tío?
¿Y qué lugar ocupo yo?
Sabe que no debe abrir la boca para preguntar. Tío se lo dirá en privado, cuando esté preparado.
García Abrego se inclina hacia delante y sonríe. Tiene la boca pequeña bajo el bigote blanco. Una boca de gato, piensa Adán.
—Barrera divide el mundo en tres partes —dice Abrego—, y después se queda una cuarta. Me pregunto por qué.
—Abrego, ¿qué se cultiva en Guadalajara? —pregunta Barrera—. ¿En qué frontera se halla Jalisco? En ninguna. Es un sitio donde estar, así de sencillo. Un lugar seguro desde el cual servir a nuestra Federación.
Es la primera vez que le da nombre, piensa Adán. La Federación. Con él a la cabeza. Sin discusiones.
—Si aceptáis este acuerdo —continúa Barrera—, compartiré lo que es mío. Mis amigos serán vuestros amigos; mi protección, vuestra protección.
—¿Cuánto pagaremos por esta protección? —pregunta Abrego.
—Una suma modesta —dice Barrera—. La protección es cara.
—¿Cuánto?
—El quince por ciento.
—Barrera —dice Abrego—, divides el país en
plazas
. Estupendo. Abrego aceptará el Golfo. Pero has olvidado algo: al cortar la fruta, no cortas nada. No queda nada. Nuestros campos están quemados y envenenados. Nuestras montañas están invadidas de
policías
y yanquis. Y nos das mercados... No tenemos opio que vender en estos nuevos mercados nuestros.
—Olvídate del opio —dice Barrera.
—Y la
yerba
... —empieza Güero.
—Olvídate también de la marihuana —dice Barrera—.
Peccata minuta
.
Abrego extiende los brazos.
—Bien, Miguel Ángel, el Ángel Negro, nos dices que olvidemos
la amapola
y
la yerba
. ¿Qué quieres que cultivemos?