Están en una especie de base militar, un campo de entrenamiento, a juzgar por su aspecto, en el interior de la selva. A su derecha, jóvenes soldados con uniforme de camuflaje están enzarzados en una carrera de obstáculos... con notable torpeza. A su izquierda ve un pequeño campo de aviación que ha sido practicado en la selva. Justo enfrente, aparece la cara pequeña y pulcra de Hobbs, el espeso pelo blanco, los brillantes ojos azules, la sonrisa desdeñosa.
—Y quitadle las esposas.
Art siente que sus muñecas recuperan la circulación. Después, la sensación de hormigueo. Hobbs le indica con un ademán que le siga y entran en una tienda de campaña, que alberga un par de sillas de lona, una mesa y un catre.
—Siéntate, Arthur.
—Me gustaría quedarme de pie un rato.
Hobbs se encoge de hombros.
—Arthur, tienes que comprender que si no fueras de la «familia», ya te habríamos liquidado. Bien, ¿qué es esa tontería de una caja de seguridad?
Ahora Art sabe que tenía razón, que su último intento de sobrevivir había dado en el blanco. Si la descarga de cocaína en el Hangar 4 hubiera sido obra de renegados, le habrían apiolado en la carretera. Repite la amenaza que dirigió a Scachi.
Hobbs le mira fijamente.
—¿Qué sabes acerca de Niebla Roja? —pregunta.
¿Qué coño es Niebla Roja?, se pregunta Art.
—Escucha —contesta—, yo solo sé lo de Cerbero. Y lo que sé es suficiente para hundiros.
—Estoy de acuerdo con tu análisis —dice Hobbs—. Bien, ¿en qué situación nos deja eso?
—Cada uno con las mandíbulas cerradas sobre la garganta del otro —dice Art—. Y ninguno de los dos puede aflojar la presa.
—Vamos a dar un paseo.
Atraviesan el campamento, dejan atrás la carrera de obstáculos, el campo de tiro, los claros de la selva donde soldados vestidos con uniforme de camuflaje están sentados en el suelo, mientras los instructores les enseñan tácticas de emboscada.
—Miguel Ángel Barrera pagó todo lo que hay en el campamento de entrenamiento —explica Hobbs.
—Jesús.
—Barrera comprende.
—Comprende, ¿qué?
Hobbs sube por una empinada senda hasta lo alto de una colina. Hobbs señala por encima de la inmensa selva que se extiende ante ellos.
—¿Qué crees que es esto? —pregunta.
Art se encoge de hombros.
—Una selva tropical.
—A mí me parece la nariz de un camello —contesta Hobbs—. Ya conoces el viejo proverbio árabe: en cuanto el camello mete la nariz dentro de la tienda, el camello está dentro de la tienda. Nicaragua está ahí abajo, la nariz del camello comunista en la tienda del istmo de Centroamérica. No es una isla como Cuba, que podemos aislar con nuestra armada, sino parte del continente americano. ¿Cómo estás en geografía?
—Pasable.
—Entonces ya sabrás que la frontera sur de Nicaragua, la que estamos mirando ahora, se halla apenas a cuatrocientos cincuenta kilómetros del canal de Panamá. Comparte la frontera del norte con una inestable Honduras y un El Salvador aún menos estable, los cuales están luchando contra la insurgencia comunista. Y también Guatemala, que sería la siguiente pieza del dominó en caer. Si estás puesto en geografía, sabrás que entre Guatemala y los estados del sur de México, Yucatán, Quintana Roo y Chiapas, solo hay selva tropical y selva montañosa. Esos estados son rurales y pobres en su mayor parte, habitados por campesinos sin tierras, víctimas perfectas de la insurgencia comunista. ¿Qué pasaría si México cayera en poder de los comunistas, Arthur? Cuba ya es bastante peligrosa... Imagina una frontera de tres mil kilómetros con un país satélite de los comunistas. Imagina bases de misiles soviéticos en Jalisco, Durango, Baja.
—¿Qué pasaría? ¿Se apoderarían de Texas a continuación?
—No, de la Europa occidental —dice Hobbs—, porque saben, y es cierto, que ni siquiera Estados Unidos posee los recursos militares o económicos suficientes para defender una frontera de tres mil kilómetros con México y el desfiladero de Fulda al mismo tiempo.
—Estáis locos.
—¿De veras? —pregunta Hobbs—. Los nicaragüenses ya están pasando armas a través de la frontera para el FMLN de El Salvador. Pero no hace falta que vayamos tan lejos. Piensa únicamente en Nicaragua, un Estado satélite de los soviéticos montado a horcajadas sobre Centroamérica. Imagina submarinos soviéticos con base en la orilla del Pacífico desde el golfo de Fonseca, o en la orilla del Atlántico, siguiendo el golfo de México. Podrían convertir el Golfo y el Caribe en un lago soviético. Piensa en esto: si ya nos costó detectar silos de misiles en Cuba, intenta detectarlos en estas montañas, en la cordillera Isabelia. Misiles de alcance medio podrían llegar a Miami, Nueva Orleans o Houston, y nos quedaría muy poco tiempo para reaccionar. No quiero ni hablar de la amenaza de los misiles lanzados desde submarinos en el Golfo o el Caribe. No podemos permitir que Nicaragua sea un Estado satélite soviético. Así de sencillo. La Contra arde en deseos de ocuparse de la labor. ¿O prefieres ver a chicos norteamericanos combatiendo y muriendo en esa selva, Arthur? Tú eliges.
—¿Quieres que elija entre la Contra que trafica con droga, los terroristas cubanos y los escuadrones de la muerte salvadoreños que asesinan mujeres, niños, curas y monjas?
—Son brutales, malvados y crueles —dice Hobbs—. Solo superados por los comunistas. Echa un vistazo al globo —continúa Hobbs—. Salimos corriendo de Vietnam, y los comunistas aprendieron la lección. Conquistaron Camboya en un abrir y cerrar de ojos. Nosotros no hicimos nada. Invadieron Afganistán, y no hicimos nada, salvo prohibir que unos deportistas participaran en unas carreras. Así que, después de Afganistán, siguen Pakistán y la India. Y después, se acabó, Arthur: toda Asia se tiñe de rojo. Tienes estados satélites soviéticos en Mozambique, Angola, Etiopía, Irak y Siria. Y nosotros no hacemos nada de nada, así que piensan: «Estupendo, vamos a ver si no hacen nada en Centroamérica». Se apoderan de Nicaragua, ¿y cómo reaccionamos? La Enmienda Boland.
—Es la ley.
—Es un suicidio —dice Hobbs—. Solo un idiota o el Congreso serían capaces de cometer la locura de permitir que un títere soviético se enquistara en el corazón de Centroamérica. Es imposible describir semejante estupidez. Teníamos que hacer algo, Arthur.
—De modo que la CIA asume la responsabilidad de...
—La CIA no asumió ninguna responsabilidad —dice Hobbs—. Es lo que intento explicarte, Arthur. Cerbero emana de la más alta autoridad del país.
—Ronald Reagan...
—... es Churchill. En un momento crítico de la historia, ha visto la luz y ha decidido actuar.
—¿Me estás diciendo... ?
—No está enterado de todos los detalles, por supuesto —dice Hobbs—. Solo nos ordenó dar marcha atrás a lo que estaba sucediendo en Centroamérica y derrocar a los sandinistas, «con todos los medios necesarios». Te lo citaré textualmente, Arthur: la Directiva Número Tres del Departamento de Seguridad Nacional autoriza al vicepresidente a tomar el mando de las actividades contra los terroristas comunistas que actúan en Latinoamérica. En respuesta, el vicepresidente formó el Terrorist Incident Work Group (TIWG), con base en El Salvador, Honduras y Costa Rica, que a su vez instituyó la National Humanitarian Assistance Operation (NHAO), la cual, a su vez, de acuerdo con la Enmienda Boland, tiene como misión proporcionar ayuda «humanitaria» no letal a los refugiados nicaragüenses, es decir, a la Contra. La Compañía no dirige la Operación Cerbero, ahí te has equivocado, sino que lo hace la oficina del vicepresidente. Scachi se halla bajo mis órdenes directas, y yo bajo las del vicepresidente.
—¿Por qué me estás contando esto?
—Apelo a tu patriotismo —dice Hobbs.
—El país al que amo no se acuesta con gente que tortura hasta la muerte a sus propios agentes.
—Pues entonces a tu pragmatismo —dice Hobbs. Saca unos documentos del bolsillo—. Documentos bancarios. Depósitos ingresados en tus cuentas de las islas Caimán, Costa Rica, Panamá... Todos de Miguel Ángel Barrera.
—No sé nada de eso.
—Resguardos de reintegros con tu firma.
—Tuve que hacer ese trato.
—El menor de dos males. Exacto —dice Hobbs—. Comprendo muy bien el dilema. Ahora te pido que comprendas el nuestro. Guardas nuestro secreto, nosotros guardamos el tuyo.
—Que te jodan.
Art da media vuelta y empieza a andar hacia la senda.
—Keller, si crees que vas a marcharte de rositas...
Art levanta el dedo corazón y sigue caminando.
—Tenemos que llegar a una especie de acuerdo...
Art niega con la cabeza. Que se metan por el culo su teoría del dominó, piensa. ¿Qué puede ofrecerme Hobbs a cambio de Ernie?
Nada.
Nada en este mundo. No puedes ofrecer nada a un hombre que lo ha perdido todo, la familia, su trabajo, su amigo, la esperanza, la confianza, la fe en su país. No puedes ofrecer nada significativo a ese hombre.
Pero resulta que sí.
Entonces Art lo comprende: Cerbero no es un guardián, es un portero. Un portero jadeante, sonriente, con la lengua fuera, que te invita ansioso a entrar en el averno.
Y no puedes resistirte a la invitación.
...y todos los cerrojos y trancas
de hierro macizo o roca sólida con facilidad se aflojan:
las puertas infernales vuelan de improviso
abiertas con un impetuoso retroceso y un sonido estridente;
sus goznes produjeron un horrísono y prolongado estampido,
que conmovió las más profundas simas del Erebo.
J
OHN
M
ILTON
,
El paraíso perdido
Ciudad de México
19 de septiembre de 1985
La cama tiembla.
El temblor se funde con su sueño, y después con sus pensamientos conscientes: la cama está temblando.
Nora se sienta en la cama y mira el reloj, pero le cuesta enfocar los números digitales porque da la impresión de que vibran, casi se licúan, delante de sus ojos. Extiende la mano para inmovilizar el reloj. Son las seis y dieciocho minutos de la mañana. Entonces se da cuenta de que es la mesita de noche la que está temblando, de que todo está temblando, la mesa, las lámparas, la silla, la cama.
Está en una habitación de la planta séptima del hotel Regis, un lugar muy conocido de la avenida Juárez, cerca del parque de la Alameda, situado en el centro de la ciudad. Invitada por un ministro del gabinete, la llevaron para ayudarle a celebrar el Día de la Independencia, y allí sigue, tres días después. Por las noches, vuelve a casa con su mujer. Por las tardes, va al Regis para celebrar su independencia.
Nora piensa que tal vez continúe durmiendo, soñando, porque ahora las paredes están latiendo.
¿Estoy enferma?, se pregunta. Se siente mareada, con náuseas, sobre todo cuando se levanta de la cama y no puede caminar, ni siquiera tenerse en pie, mientras da la impresión de que el suelo se desliza bajo sus pies.
Mira el espejo grande de pared que hay frente «a la cama, pero su rostro no se ve pálido. Su cabeza sigue dando vueltas en el espejo, y entonces el espejo se inclina y estalla en mil pedazos.
Levanta el brazo para protegerse los ojos y nota que diminutas astillas de cristal se clavan en su carne. Después oye el sonido de un fuerte chubasco, pero no es lluvia, sino cascotes que caen de los pisos superiores. Entonces da la impresión de que el suelo se desliza como una de esas planchas metálicas de las casas de la risa, pero esto no es divertido, sino aterrador.
Estaría más aterrorizada todavía si viera lo que está pasando en la calle. Verla ondular, literalmente, ver que la parte superior del hotel se inclina, oscila y golpea la cúspide del edificio de al lado. No obstante, lo oye. Oye el terrible crujido, y después la pared que hay detrás de la cama cae, ella abre la puerta y escapa al pasillo.
Fuera, Ciudad de México sufre temblores de muerte.
La ciudad está construida sobre el lecho de un antiguo lago, que a su vez se asienta sobre la gran placa tectónica de Cocos, la cual se halla en constante movimiento bajo la masa continental mexicana. La ciudad y sus blandos cimientos se hallan a solo trescientos kilómetros del borde de la placa, y de una de las fallas más grandes del mundo, la gigantesca Zanja de Centroamérica que corre bajo el océano Pacífico desde la ciudad turística mexicana de Puerto Vallarta hasta Panamá.
Durante años se han producido pequeños movimientos sísmicos a lo largo de los extremos norte y sur de esta placa, pero no cerca del centro, ni cerca de Ciudad de México, lo que los científicos llaman «laguna sísmica». Los geólogos la comparan con una hilera de petardos que han estallado a lo largo de ambos extremos pero no en el centro. Dicen que, tarde o temprano, el centro tiene que incendiarse y estallar.
El problema empieza treinta kilómetros bajo la superficie de la tierra. Durante incontables eones, la placa de Cocos ha estado intentando hundirse, deslizarse bajo la placa hacia el este, y esta mañana lo consigue. A sesenta kilómetros de la costa, a trescientos sesenta kilómetros al oeste de Ciudad de México, la tierra se agrieta y envía un gigantesco terremoto a través de la litosfera.
Si la ciudad hubiera estado más cerca del epicentro, habría aguantado mejor. Tal vez los rascacielos habrían sobrevivido a las rápidas sacudidas de alta frecuencia que ocurren cerca del temblor real. Los edificios habrían saltado, aterrizado y se habrían agrietado, pero habrían resistido.
Pero a medida que el temblor se aleja del centro su energía se disipa, lo cual, aunque parezca contradictorio, aumenta su peligrosidad debido al suelo blando. El temblor se transforma en lentos y largos movimientos ondulantes, un conjunto de olas gigantescas, por decirlo de alguna manera, que se suceden bajo el blando lecho del lago, esa cuenca de gelatina sobre la que la ciudad está construida, y esa gelatina rueda, y los edificios ruedan con ella, y sacude los edificios no tanto vertical como horizontalmente, y ese es el problema.
Cada piso de los rascacielos se traslada más hacia un lado que el piso de abajo. Los edificios, ahora más pesados por arriba, se deslizan literalmente en el aire, entrechocan las cabezas y retroceden de nuevo. Durante dos largos minutos, las cúspides de dichos edificios se deslizan de costado en el aire, y se rompen.