El poder del perro (32 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El poder del perro
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Fabián, Alejandro y todos sus colegas fueron al instituto para chicos católico Augustine. Sus hermanas fueron a Nuestra Señora de la Paz. (Sus padres echaron un rápido vistazo a las escuelas públicas de San Diego y decidieron que no querían que fueran tan biculturales.) Pasaban los días de la semana con los curas y los fines de semana en Tijuana, celebrando fiestas en el club de campo o visitando las playas de Rosarito y Ensenada. A veces se quedaban en San Diego, dedicados a la misma mierda que los adolescentes norteamericanos los fines de semana: comprar ropa en el centro comercial, ir al cine, pasear por Pacific Beach o La Jolla Shores, montar fiestas en casa del amigo cuyos padres estuvieran fuera el fin de semana (y había muchos. Una de las ventajas de ser un chico rico es que tus padres tienen dinero para viajar), beber, follar, fumar hierba.

Estos chicos llevan dinero en el bolsillo y visten bien. Siempre fue así, tanto en el colegio como en el instituto. Fabián, Alejandro y su pandilla iban siempre a la última, compraban en las mejores tiendas. Incluso ahora, los dos en la Universidad de Baja, llevan suficiente dinero en el bolsillo para ir de punta en blanco. Gran parte del tiempo que no pasan en discos y clubes, o matando el tiempo en el Árbol, lo dedican a ir de compras. Pasan muchísimo tiempo más comprando que estudiando, de eso no cabe duda.

No es que sean estúpidos.

No lo son.

Sobre todo Fabián: es un chico listo. Podría hacer un curso de económicas con los ojos cerrados, como los tiene en clase la mitad del tiempo. Fabián es capaz de calcular el interés compuesto en su cabeza mientras tú aún estás pulsando las teclas de tu calculadora. Podría ser un estudiante estupendo.

Pero no hace falta. No forma parte del plan.

El plan es el siguiente: tú vas al instituto en Estados Unidos, vuelves y apruebas en la universidad, tu papá te mete en el negocio, y con todos los contactos que has hecho a ambos lados de la frontera, ganas dinero.

Ese es el plan de vida.

Pero el plan no preveía que los hermanos Barrera se mudaran a la ciudad. No estaba incluido en el lote que Adán y Raúl Barrera se mudaran a Colonia Hipódromo y alquilaran una gran mansión blanca en lo alto de la colina.

Fabián conoce a Raúl en una disco. Está sentado a una mesa con un grupo de amigos y entra este tío asombroso (abrigo de visón largo hasta los pies, botas de vaquero verde fosforescente y sombrero de vaquero negro), y Fabián mira a Alejandro y dice:

—¿Te has fijado en eso?

Piensan que el tipo está de guasa, pero el guasón les mira, llama a gritos a un camarero y pide treinta botellas de champán.

Treinta botellas de champán.

Y no una mierda barata, no: Dom.

Que paga a tocateja.

—¿Quién se viene de marcha conmigo? —pregunta después.

Resulta que todo el mundo.

La marcha va por cuenta de Raúl Barrera.

La marcha va por cuenta, y punto, tío.

Entonces, un día no está, y al otro sí.

Por ejemplo, están sentados un día alrededor del Árbol, fumando un poco de hierba y practicando un poco de kárate, y Raúl se pone a hablar de Felizardo.

—¿El boxeador? —pregunta Fabián. César Felizardo, el héroe más grande de México.

—No, el labriego —contesta Raúl. Termina un veloz golpe hacia atrás y mira a Fabián—. Sí, el boxeador. Pelea contra Pérez aquí la semana que viene.

—No quedan entradas —contesta Fabián. —Para ti no —dice Raúl.

—¿Para ti sí? —Es de mi ciudad —dice Raúl—. Culiacán. Yo era su representante. Es mi
piejo
. Si queréis ir, yo me encargo.

Sí, quieren ir, y sí, Raúl se encarga. Asientos de primera fila. El combate no dura mucho (Felizardo deja KO a Pérez en el tercer asalto), pero aun así es una caña. Lo mejor es cuando Raúl les lleva al vestuario después para presentarles a Felizardo. Habla con ellos como si fueran amigos de toda la vida.

Fabián también repara en algo más: Felizardo les trata como a colegas, y trata a Raúl como a un
cuate
, pero el boxeador trata a Adán de una manera diferente. Hay un aire de deferencia en su forma de hablarle a Adán. Y Adán no se queda mucho rato, entra, felicita al boxeador y se marcha.

Pero todo se detiene durante los escasos minutos que está en la habitación.

Sí, Fabián capta la idea de que los Barrera pueden llevarte a sitios, y no solo a asientos de tribuna de un partido de fútbol (Raúl les lleva), o a asientos de palco para ver el partido de los Padres (Raúl les lleva), o incluso a Las Vegas, a donde todos vuelan un mes después, se alojan en el Mirage, pierden todo su puto dinero, ven a Felizardo sacudir de lo lindo a Rodolfo Aguilar durante seis asaltos para conservar su título de peso ligero, y después se van de juerga con un batallón de
call girls
de lujo a la suite de Raúl, para volver a casa (con resaca, bien follados y felices) la tarde siguiente.

No, capta la idea de que los Barrera pueden llevarte de un día a otro a lugares a los que no accederías en años, si lo consigues alguna vez, trabajando catorce horas en la oficina de tu padre.

Se oyen cosas acerca de los Barrera (el dinero que van tirando a su alrededor procede de las drogas, bueno, ¿y qué?), pero sobre todo acerca de Raúl. Una de las historias que les han contado entre susurros sobre Raúl dice así:

Está sentado en su coche delante de casa, con música
bandera
sonando en los altavoces a toda pastilla y el bajo a máximo volumen, cuando uno de los vecinos sale y llama con los nudillos a la ventanilla del coche.

Raúl baja la ventanilla.

—¿Sí?

—¿Podría bajar el volumen? —chilla el tipo por encima de la música—. ¡La oigo dentro de casa! ¡Las ventanas vibran!

Raúl decide tocarle un poco los cojones.

—¿Qué? —grita—. ¡No le oigo!

El hombre no está de humor para mamonadas. También es un machito.

—¡La música! —grita—. ¡Bájela! ¡Está demasiado alta, joder!

Raúl saca la pistola de la chaqueta, la apoya en el pecho del hombre y aprieta el gatillo.

—Ahora no está demasiado alta, ¿verdad,
pendejo
?

El cuerpo del hombre desaparece, y nadie se vuelve a quejar de la música de Raúl.

Fabián y Alejandro han hablado de esta historia y han decidido que debe de ser una chorrada, no puede ser cierta, es demasiado al estilo de
El precio del poder
para ser real. Pero, cuando Raúl ha terminado su canuto sugiere: «Vamos a matar a alguien», como si sugiriera ir a Bassin-Robbins a comprar un cucurucho de helado.

—Vamos —dice Raúl—, seguro que querréis desquitaros de alguien.

Fabián sonríe a Alejandro.

—De acuerdo... —dice.

El padre de Fabián le había regalado un Miata. Los padres de Alejandro le habían regalado un Lexus. La otra noche estaban haciendo carreras, como tantas otras noches. Pero esa noche Fabián adelanta a Alejandro en una carretera de dos carriles y otro coche viene en dirección contraria. Fabián consigue meterse en su carril y evitar un choque frontal por un pelo. Resulta que el otro conductor es un tipo que trabaja en el edificio de oficinas de su padre y reconoce el coche. Llama al padre de Fabián, que se cabrea como una mona y le confisca el Miata durante seis meses, y ahora Fabián se ha quedado sin coche.

Fabián se lo cuenta a Raúl.

Es una broma, ¿verdad? Una bobada, una gracia, cosas de colgados.

Hasta que el hombre desaparece una semana después.

Una de esas raras noches en que el padre de Fabián va a casa a cenar, encuentra a Fabián y empieza a hablarle de un hombre de su edificio que ha desaparecido, borrado de la faz de la Tierra, y Fabián se excusa de la mesa, va al cuarto de baño y se lava la cara con agua fría.

Más tarde se encuentra con Alejandro en un club y comentan el asunto protegidos por la música estridente.

—Mierda —dice Fabián—. ¿Crees que lo habrá hecho?

—No lo sé —dice Alejandro. Mira a Fabián y se echa a reír—. Noooo.

Pero el hombre no aparece. Raúl nunca dice ni una palabra al respecto, pero el hombre no aparece. Y Fabián está acojonado, digamos. Era una broma, solo le estaba poniendo a prueba, ¿y por eso ha muerto un hombre?

¿Y cómo te sientes?, se pregunta, como haría un consejero escolar.

La respuesta sorprende a Fabián.

Se siente alucinado, culpable y...

Estupendo.

Poderoso.

Señalas con un dedo y...

Adiós
, cabronazo.

Es como el sexo, pero mejor.

Dos semanas después hace acopio de valor para hablar de negocios con Raúl. Suben al Porsche rojo y van a dar una vuelta.

—¿Cómo entro? —pregunta Fabián.

—¿Dónde?


La pista secreta
—dice Fabián—. No tengo mucho dinero. Quiero decir que no tengo mucho dinero propio.

—No necesitas dinero —dice Raúl.

—¿No?

—¿Tienes una carta verde?

—Sí.

—Por ahí se empieza.

Así de sencillo. Dos semanas después, Raúl regala a Fabián un Ford Explorer y le dice que cruce la frontera por Otay Mesa. Le dice a qué hora tiene que cruzar y qué carril tiene que utilizar. Fabián está acojonado, pero es una pasada, un chute de adrenalina. Cruza la frontera como si no existiera. El hombre le indica con un ademán que pase. Conduce hasta la dirección que Raúl le ha dado, donde dos tíos suben al Explorer, él sube al de ellos y vuelve a Tijuana.

Raúl le da diez de los grandes.

En metálico.

Fabián también enrola a Alejandro.

Son
cuates
, colegas.

Alejandro le acompaña dos veces, y luego entra en el negocio. Está bien, ganan dinero, pero...

—No estamos ganando mucho dinero —le dice a Alejandro una tarde.

—A mí me parece que sí.

—Pero se gana mucho más dinero transportando coca.

Va a ver a Raúl y le dice que está dispuesto a prosperar.

—Genial, hermano —dice Raúl—. Todos estamos dispuestos a prosperar.

Le cuenta a Fabián de qué va el rollo y hasta le pone en contacto con los colombianos. Se sienta con él mientras redactan un contrato de lo más habitual: Fabián recibirá cargamentos de cincuenta kilos de coca, que un barco de pesca desembarcará en Rosario. Los pasará a través de la frontera a mil el kilo. No obstante, cien de esos grandes irán a parar a Raúl, a cambio de protección.

Bam.

Cuarenta de los grandes, así de fácil.

Fabián hace dos contratos más y se compra un Mercedes.

Puedes quedarte el Miata, papá. Aparca ese cortacésped japonés, y no lo muevas. Y entretanto: Ya puedes dejarme de dar la paliza con las notas, porque he sacado sobresaliente en Marketing 101. Ya soy corredor de materias primas, papá. No te preocupes por meterme en la empresa, porque lo último que deseo en este mundo es un T-R-A-B-A-J-O.

No podría soportar el recorte salarial.

Si crees que Fabián ligaba antes, tendrías que verle ahora.

Fabián tiene D-I-N-E-R-O.

Tiene veintiún años y vive a lo grande.

Los demás chicos se dan cuenta, los demás hijos de médicos y abogados y corredores de Bolsa. Se dan cuenta y quieren imitarle. Muy pronto, casi todos los chicos que frecuentan el pequeño círculo de Raúl en el Árbol, practicando kárate y fumando hierba, están en el negocio. Introducen la mierda en Estados Unidos, o hacen sus propios contratos y dan su parte a Raúl.

Están metidos (la siguiente generación de la estructura de poder de Tijuana) hasta el cuello.

Muy pronto, el grupo recibe un mote. Los Junior.

Fabián se convierte, pues, en el Junior.

Una noche, está tomando unas copas en Rosario cuando se topa con un boxeador llamado Eric Casavales y su promotor, un tío mayor llamado José Miranda. Eric es un boxeador muy bueno, pero esta noche está borracho y no se da cuenta de quién es aquel blandito cachorro de yuppy. Bebidas derramadas, camisas manchadas, intercambio de palabras. Sin dejar de reír, Casavales saca una pistola del cinturón y la agita ante las narices de Fabián, antes de que José consiga llevárselo.

De modo que Casavales se aleja tambaleante, riendo de la expresión asustada del niñato rico cuando vio el cañón de la pistola, y todavía continúa riendo cuando Fabián se dirige a su Mercedes, saca su pistola de la guantera, alcanza a Casavales y a Miranda, que están parados ante el coche del boxeador, y les mata a tiros.

Fabián tira la pistola al mar, sube a su Mercedes y regresa a Tijuana.

Y se siente muy bien.

Satisfecho de sí mismo.

Esa es una versión de la historia. La otra, muy popular en Ted's Big Boy, es que el encuentro de Martínez con el boxeador no fue accidental, que el promotor de Casavales estaba retrasando un combate que César Felizardo necesitaba para ascender y no daba su brazo a torcer, ni siquiera después de que Adán Barrera le abordara con una oferta muy razonable. Nadie sabe cuál es el verdadero motivo, pero Casavales y Miranda están muertos, y ya avanzado ese mismo año, Felizardo consigue su combate por el campeonato de los pesos ligeros y lo gana.

Fabián niega haber matado a alguien por ningún motivo, pero cuanto más lo niega, más credibilidad gana la historia.

Raúl llega al extremo de ponerle un mote.

El Tiburón.

Porque se mueve como un tiburón en el agua.

Adán no trabaja con los chicos. Trabaja con los adultos.

Lucía le supone una enorme ayuda, con su árbol genealógico y su estilo de la vieja escuela. Le lleva a un buen sastre, le compra trajes caros y clásicos y ropa sencilla. (Adán intenta, pero fracasa, que Raúl se someta a la misma transformación. En todo caso, su hermano se vuelve aún más extravagante, y añade a su indumentaria de narcovaquero de Sinaloa, por ejemplo, un abrigo de visón largo hasta los pies.) Lucía le lleva a clubes de poder privados, a los restaurantes franceses del distrito de Río, a fiestas privadas en casas particulares de los barrios de Hipódromo, Chapultepec y Río.

Y van a la iglesia, por supuesto. Van a misa los domingos por la mañana. Dejan generosos cheques en el cepillo, dedican enormes contribuciones al fondo para construcción, el fondo del orfanato, el fondo para curas ancianos. El padre Rivera va a su casa a cenar, celebran barbacoas en el patio trasero, jóvenes parejas que acaban de iniciar una familia les piden que sean los padrinos de sus primogénitos. Son como cualquier otra pareja joven y ambiciosa de Tijuana. Él es un hombre de negocios tranquilo y serio, primero con un restaurante, después dos, después cinco. Ella es la esposa de un hombre de negocios joven.

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