Bloques de cemento se desprenden y caen a la calle. Las ventanas estallan. Enormes fragmentos dentados de cristal vuelan por el aire como misiles. Las paredes interiores se derrumban, acompañadas de las vigas de apoyo. Las piscinas de los tejados se agrietan, y toneladas de agua derriban los techos que hay bajo ellas.
Algunos edificios se parten en el cuarto o quinto piso, y envían dos, tres, ocho, doce plantas de piedra, cemento y acero a la calle, y miles de personas caen con ellas y quedan sepultadas bajo los cascotes.
Edificio tras edificio (doscientos cincuenta en cuatro minutos) se vienen abajo. El gobierno cae, literalmente: el Secretariado de la Marina, el Secretariado de Comercio y el Secretariado de Comunicaciones se derrumban. El centro turístico de la ciudad se lee como una lista de bajas, nombre tras nombre: el hotel Monte Cario, el hotel Romano, el hotel Versalles, el Roma, el Bristol, el Ejecutivo, el Palacio, la Reforma, el ínter-Continental y el Regis caen uno tras otro. La mitad superior del hotel Caribe se parte como un palillo, y a través de la grieta caen a la calle colchones, equipajes, cortinas y huéspedes. Barrios enteros desaparecen: Colonia Roma, Colonia Doctores, Unidad Aragón y la Urbanización Tlatelolco, donde un edificio de apartamentos de veintidós plantas se derrumba sobre sus ocupantes. En un giro de los acontecimientos particularmente cruel, el temblor destruye el hospital general de México y el hospital Juárez, matando y atrapando pacientes, así como a médicos y enfermeras, que con tanta desesperación se necesitan.
Nora no sabe nada de todo lo ocurrido. Sale corriendo al vestíbulo, donde puertas de habitaciones que han caído parecen cartas de un sofisticado castillo de naipes que ha empezado a ceder. Una mujer la adelanta y aprieta el botón del ascensor.
—¡No! —grita Nora.
La mujer se vuelve y la mira, con los ojos desorbitados de miedo.
—No coja el ascensor —dice Nora—. Baje por la escalera.
La mujer la mira sin comprender.
Nora intenta recordar las palabras en español, pero no puede.
Entonces la puerta del ascensor se abre y brota un chorro de agua, como en una mala película de terror. La mujer da media vuelta, mira a Nora y ríe.
—
Agua
—dice.
—
Vamos
—dice Nora—.
Vámonos
, como se diga.
Agarra a la mujer de la mano e intenta arrastrarla, pero la mujer no se mueve. Suelta la mano y empieza a apretar el botón de bajada del ascensor una y otra vez.
Nora la deja y localiza la puerta de salida a la escalera. El suelo se ondula y rueda bajo sus pies. Entra en la escalera y es como estar en una larga caja oscilante. La fuerza la envía de un lado a otro mientras baja corriendo la escalera. Hay gente delante de ella, y también detrás. La escalera se está llenando. Sonidos, sonidos horribles, resuenan en el estrecho espacio: crujidos, chasquidos, los ruidos de un edificio que se está cayendo a trozos, y chillidos, chillidos de mujeres, y peor aún, los gritos penetrantes de los niños. Se agarra a la barandilla para no perder el equilibrio, pero esta también se mueve.
Un piso, dos, intenta contarlos por los rellanos, y luego desiste. ¿Han sido tres, cuatro, cinco pisos? Sabe que tiene que bajar siete. Es absurdo, pero no recuerda cómo cuentan los pisos en México. ¿Empiezan por arriba y van bajando? ¿O es la planta baja el primero, y después segundo, tercero, cuarto...?
¿Qué más da? Sigue adelante, se dice, y entonces una espantosa sacudida, como un barco cabalgando las olas, la arroja contra la pared izquierda. Conserva el equilibrio, recupera el uso de los pies. Sigue adelante, sigue adelante, sal del edificio antes de que te caiga encima. Sigue bajando la escalera.
Es curioso, pero piensa en la empinada escalera que desciende desde Montmartre a través de la plaza Willette, donde algunas personas toman el funicular, pero ella siempre prefiere la escalera, porque es bueno para sus pantorrillas, pero también porque le gusta, y si camina en lugar de bajar en funicular, eso justifica un
chocolat chaud
en el bonito café que hay al pie. Y quiero volver allí, piensa, quiero volver a sentarme en una silla de la terraza, y que el camarero me sonría, y ver a la gente, ver la curiosa catedral, la Basílica del Sagrado Corazón en lo alto, la que parece hecha de azúcar hilado.
Piensa en eso, piensa en eso, no pienses en morir en esta trampa, en esta trampa mortal abarrotada y oscilante. Dios, qué calor hace aquí, Dios, deja de chillar, no sirve de nada, cierra el pico, hay un soplo de aire, ve gente apelotonada delante de ella, y entonces el embotellamiento desaparece y sale al vestíbulo.
Las arañas de cristal caen del techo como fruta podrida de un árbol que están sacudiendo, caen y se rompen sobre el antiguo suelo de baldosas. Pasa por encima de los cristales rotos, en dirección a las puertas giratorias. Hay un embotellamiento, espera su turno y pasa. No necesita empujar, ya la están empujando por detrás. Percibe el aroma del aire, aire maravilloso, ve la tenue luz del sol, casi ha salido...
Y entonces, el edificio se desploma sobre ella.
Está diciendo misa cuando empieza.
A doce kilómetros del epicentro, en la catedral de Ciudad Guzmán, el arzobispo Parada sostiene la hostia sobre la cabeza y ofrece una oración a Dios. Es una de las ventajas y privilegios de ser arzobispo de la archidiócesis de Guadalajara, venir a decir misa a esta pequeña ciudad. Le encanta la arquitectura churrigueresca clásica de la catedral, fusión típicamente mexicana del gótico europeo con el paganismo maya y azteca. Las dos torres góticas de la catedral están redondeadas siguiendo el estilo precolombino, y flanquean una cúpula adornada con una panoplia de azulejos multicolores. Incluso ahora, de cara al retablo que hay detrás del altar, ve las tallas de madera dorada, querubines y cabezas humanas europeas, pero también volutas nativas de frutas, flores y pájaros.
El amor al color, a la naturaleza, la alegría de vivir, esto es lo que le deleita de la rama mexicana del cristianismo, la mezcla sin fisuras de paganismo indígena y una fe inquebrantable en Jesús. No se trata de la religión seca y austera de la intelectualidad europea, con su odio al mundo natural. No, los mexicanos poseen una sabiduría innata, la generosidad espiritual, ¿cómo decirlo?, brazos lo bastante largos para abarcar este mundo y el siguiente en un cálido abrazo.
Eso es estupendo, piensa, mientras se vuelve hacia la congregación. Debería encontrar una forma de expresarlo en un sermón.
Esta mañana, la catedral está atestada de fieles, aunque es jueves, porque ha venido a celebrar la misa. Tengo suficiente amor propio para disfrutar de este hecho, piensa. La verdad es que es un arzobispo enormemente popular. Se mezcla con la gente, comparte sus preocupaciones, sus pensamientos, sus risas, sus comidas. Oh, Dios, piensa, ya lo creo que comparto sus comidas. Sabe que corre un chiste por todas las ciudades que visita, y las visita todas: «Ensanchad la silla que preside la mesa. El arzobispo Juan viene a cenar».
Toma una hostia y procede a depositarla sobre la lengua del fiel arrodillado delante de él.
Entonces el suelo salta bajo sus pies.
Eso es justo lo que siente, algo similar a un salto. Después, otro y otro, hasta que los saltos se funden en una serie constante de sacudidas.
Nota algo húmedo en la manga.
Baja la vista y ve que el vino se derrama de la copa que sostiene el monaguillo a su lado. Rodea la espalda del chico con su brazo.
—Avanza bajo los arcos y sal —dice—. Que todo el mundo vaya saliendo, con calma y en silencio.
Empuja con suavidad al monaguillo.
—Vete.
El muchacho baja del altar.
Parada espera. Esperará hasta que el resto de la congregación haya salido de la iglesia. Cálmate, se dice. Si mantienes la calma, ellos también la mantendrán. Si cunde el pánico, la gente podría morir aplastada al intentar salir.
De modo que se queda y pasea la vista a su alrededor.
Los animales tallados cobran vida.
Saltan y tiemblan.
Los rostros tallados se mueven arriba y abajo.
Un asentimiento petrificado, piensa Parada. ¿Sobre qué, me pregunto?
En el exterior, las dos torres tiemblan.
Están hechas de piedra antigua. Hermosas piezas de artesanía, obra de artistas locales. Hechas con amor, con cuidado extremo. Pero se alzan en Ciudad Guzmán, provincia de Jalisco, un nombre que procede de los primitivos habitantes tarascanos y que significa «lugar arenoso». Las piedras de la torre son hermosas, fuertes y se elevan a la misma altura, pero hicieron el mortero de ese suelo arenoso.
Podían resistir muchas cosas, viento, lluvia y tiempo, pero no estaban hechas para aguantar el embate de un terremoto de escala 7,8, de treinta kilómetros de profundidad y a solo quince kilómetros de distancia.
De modo que, mientras los fieles desalojan la iglesia pacientemente, las torres tiemblan, el mortero que las sujeta se suelta y se derrumban sobre los bisnietos de los hombres que las construyeron. Las torres se desploman a través de la cúpula de azulejos y atrapan a veinticinco fieles.
Porque la iglesia está abarrotada esta mañana.
Por amor al obispo Juan.
El cual continúa inmóvil en el altar, incólume, conmocionado y horrorizado, mientras le gente que tiene delante desaparece en una nube de polvo amarillento.
Aún sujeta la hostia.
El cuerpo de Cristo.
Sacan a Nora de entre los muertos.
Una viga de sustentación de acero le salvó la vida. Cayó en diagonal sobre un fragmento de pared derrumbado e impidió que otra columna la aplastara. Dejó una grieta de espacio, un poco de aire, mientras yacía enterrada bajo los escombros del hotel Regis, de modo que al menos pudo respirar.
No es que haya mucho que respirar, el aire está saturado de polvo.
Se ahoga, tose, no ve nada, pero puede oír. ¿Transcurren minutos, horas? No lo sabe, pero durante ese tiempo se pregunta si está muerta. Si eso es el infierno, atrapada en un espacio pequeño y caluroso, incapaz de ver, atragantándose con el polvo. Estoy muerta piensa, muerta y enterrada. Oye gemidos, gritos de dolor, y se pregunta si eso durará eternamente. Si esa es su eternidad. El lugar donde van las putas cuando mueren.
Tiene espacio suficiente para apoyar la cabeza sobre el brazo Quizá pueda dormir en el infierno, piensa, dormir toda la eternidad. Siente dolor. Descubre que su brazo está cubierto de sangre húmeda, y después recuerda que el espejo estalló y los cristales se clavaron en su brazo. No estoy muerta, piensa, cuando siente la sangre húmeda. Los muertos no sangran.
No estoy muerta, piensa.
Estoy enterrada viva.
Entonces se apodera de ella el pánico.
Empieza a hiperventilar, a sabiendas de que no debería, que solo está agotando con mayor rapidez el pequeño suministro de oxígeno, pero no puede evitarlo. La idea de estar enterrada viva, en ese ataúd subterráneo... Recuerda un estúpido cuento de Poe que le obligaron a leer en el instituto. Los arañazos en la tapa del ataúd...
Tiene ganas de chillar.
Es absurdo malgastar el aire, piensa. Con él se pueden hacer cosas mejores.
—¡Socorro! —grita.
Una y otra vez. A pleno pulmón.
Entonces oye sirenas, pasos, el sonido de pies encima de ella.
—¡Socorro!
Un instante.
—¿Dónde estás?
—¡Aquí! —grita, y después repite la palabra en español.
Siente y oye que levantan cosas de encima. Dan órdenes, imparten instrucciones. Después levanta la mano lo máximo posible.
Un segundo después siente el increíble calor de otra mano que apodera de la suya. Luego siente que tiran de ella, la sacan al exterior, y, de pronto, como por milagro, está de pie al aire libre. Bien, más o menos. Hay una especie de techo encima. Paredes y columnas se inclinan peligrosamente. Es como estar en un museo en ruinas.
Un socorrista la sujeta por los brazos y la mira con curiosidad.
Entonces ella percibe un olor. Un olor dulzón y mareante. Dios, ¿qué es?
Una chispa hace estallar el gas.
Nora oye un crujido penetrante, y después un estruendo sordo que agita su corazón, y cae sobre el agujero. Cuando vuelve a levantar la vista, hay fuego por todas partes. Es como si el puto aire estuviera ardiendo.
Y avanza hacia ella.
—
¡Vámonos!
—grita el hombre—.
¡Ahorita!
Uno de los hombres agarra a Nora del brazo otra vez y la empuja, y se ponen a correr. Están rodeados de llamas, y escombros ardientes caen sobre sus cabezas, ella oye un chasquido, percibe un olor acre y amargo, un hombre da manotadas sobre su cabeza y comprende que su pelo está ardiendo, pero no nota nada. La manga del hombre arde, pero la sigue empujando, empujando, y de pronto salen al aire libre y ella quiere dejarse caer, pero el hombre no se lo permite, la sigue empujando sin parar porque, detrás de ellos, los restos del hotel Regis se desploman y arden.
Los otros dos hombres no lo consiguen. Se suman a los ciento veintiocho héroes que morirán intentando rescatar a gente atrapada en el terremoto.
Nora aún no sabe esto, mientras corre por la avenida Benito Juárez y llega a la relativa seguridad del espacio abierto del parque de la Alameda. Cae de rodillas cuando una mujer policía, una guardia de tráfico, arroja una chaqueta sobre su cabeza y apaga el fuego.
Nora pasea la vista a su alrededor. El hotel Regis es una pila de escombros en llamas. Al lado, da la impresión de que han partido en dos los almacenes Salinas y Rocha. Serpentinas rojas, verdes y blancas, adornos del Día de la Independencia, flotan en el aire sobre el cono truncado del edificio. Alrededor de Nora, a juzgar por lo que ve a través de las nubes de polvo, los edificios han caído o se han partido por la mitad. Enormes pedazos de cemento, piedra y acero retorcido siembran las calles.
Y la gente. El parque está lleno de gente que reza de rodillas.
El cielo está oscuro a causa del humo y el polvo.
Oculta el sol.
Una y otra vez, oye que murmuran la misma frase:
El fin del mundo
.
La parte derecha de la cabeza de Nora está chamuscada. Tiene el brazo izquierdo ensangrentado y salpicado de fragmentos de cristal. La conmoción y la adrenalina se están desvaneciendo, y el dolor está empezando a convertirse en algo real.