El político y el científico (3 page)

BOOK: El político y el científico
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A esta tendencia se opone, sin embargo, la evolución del funcionariado moderno, que se va convirtiendo en un conjunto de trabajadores intelectuales altamente especializados mediante una larga preparación y con un honor estamental muy desarrollado, cuyo valor supremo es la integridad. Sin este funcionariado se caería sobre nosotros el riesgo de una terrible corrupción y una incompetencia generalizada, e incluso se verían amenazadas las realizaciones técnicas del aparato estatal, cuya importancia para la economía aumenta continuamente y aumentará aún más, gracias a la creciente socialización. La administración de aficionados basada en el spoils system que, en los Estados Unidos, permitía cambiar cientos de miles de funcionarios, incluidos los repartidores de Correos, según el resultado de la elección presidencial, y no conocía el funcionariado profesional vitalicio, está ya, desde hace mucho tiempo, muy disminuida por la Civil Service Reform. Necesidades puramente técnicas e ineludibles de la administración impulsan esta evolución. A lo largo de un desarrollo que dura ya quinientos años, el funcionario especializado según la división del trabajo ha ido creciendo paulatinamente en Europa. La evolución se inicia en las ciudades y señorías italianas y, entre las monarquías, en los Estados creados por los conquistadores normandos. El paso decisivo se dio en la administración financiera de los príncipes. En las reformas administrativas del emperador Max podemos ver qué difícil les resultaba a los funcionarios, incluso en momentos de apuro exterior y dominación turca, desposeer al príncipe de sus poderes en este terreno de las finanzas, que es el que peor soporta el diletantismo de un gobernante que, además, en esa época era sobre todo un caballero. El desarrollo de la técnica bélica hizo necesario el oficial profesional, y el refinamiento del procedimiento jurídico hizo necesario el jurista competente. En estos tres campos el funcionamiento profesional ganó la batalla dentro de los estados más desarrollados, en el siglo XVI. De este modo se inicia simultáneamente el predominio del absolutismo del príncipe sobre los estamentos y la paulatina abdicación que aquél hace de su autocracia en favor de los funcionarios profesionales, cuyo auxilio le era indispensable para vencer al poder estamental.

Al mismo tiempo, con el ascenso del funcionariado profesional se opera también, aunque de modo mucho más difícilmente perceptible, la evolución de los «políticos dirigentes». Claro está que desde siempre y en todo el mundo habían existido esos consejeros objetivamente cualificados de los príncipes. La necesidad de descargar en lo posible al sultán de la responsabilidad personal de la totalidad de la gestión gubernamental, había originado en Oriente la típica figura del «Gran Visir». En Occidente, en la época de Carlos V, que es también la época de Maquiavelo, y por influjo sobre todo de los informes de los embajadores venecianos, apasionadamente leídos en los círculos diplomáticos, la diplomacia fue la primera en convertirse en un arte conscientemente cultivado. Sus adeptos, en su mayoría humanistas, se trataban entre sí como profesionales iniciados, del mismo modo que sucedía entre los estadistas humanistas chinos en el último período de la división del Imperio en Estados. La necesidad de confiar la dirección formalmente unificada de toda la política, incluida la interna, a un solo estadista dirigente, sólo apareció, sin embargo, de manera definitiva e imperiosa, con la evolución constitucional. Hasta entonces habían existido siempre, naturalmente, personalidades aisladas que actuaban como consejeros o, más exactamente, que actuaban de hecho como guía de los príncipes, pero incluso en los Estados más adelantados, la organización de los poderes había seguido inicialmente otros caminos, habían aparecido autoridades administrativas supremas de tipo colegiado. En teoría y, de modo paulatinamente decreciente, también en la práctica, estas magistraturas colegiadas sesionaban bajo la presencia personal del príncipe, quien tomaba la decisión. Con este sistema colegiado, que conducía necesariamente a dictámenes, contradictámenes y votos motivados de la mayoría y la minoría y, más tarde, con la creación de un consejo integrado por hombres de su confianza (el «Gabinete»), que actuaba paralelamente a las autoridades oficiales y canalizaba sus decisiones sobre las propuestas del Consejo de Estado (o como en cada caso se llamase la suprema magistratura del Estado), el príncipe trató de escapar, cada vez más en situación de diletante, a la creciente e inevitable presión de los funcionarios profesionales, manteniendo en sus propias manos la dirección suprema. En todas partes se produjo esta lucha latente entre la autocracia y el funcionariado profesional. Sólo al enfrentarse con el Parlamento y las aspiraciones de los jefes de partido en el poder se modificó la situación. Sin embargo condiciones muy distintas condujeron, a un resultado exteriormente idéntico, aunque, por supuesto, con ciertas diferencias. Así en donde, como sucedió en Alemania, la dinastía conservó en sus manos un poder real, los intereses del Príncipe quedaron solidariamente vinculados con los del funcionariado, frente al Parlamento y sus deseos de poder. Los funcionarios estaban interesados en que incluso los puestos directivos, es decir, los ministerios, se cubrieran con hombres procedentes de sus filas, fueran cargos a cubrir por el ascenso de los propios funcionarios. El monarca por su parte, estaba también interesado en poder nombrar los ministros a su gusto y de entre los funcionarios que le tenían devoción. Al mismo tiempo, ambas partes tenían interés en que, frente al Parlamento, la dirección política apareciese unificada y cerrada; o lo que es lo mismo, tenían interés en sustituir el sistema colegiado por un único jefe de Gabinete. Para mantenerse formalmente a salvo de las luchas entre los partidos y de los ataques partidistas, el monarca necesitaba además una persona que asumiera la responsabilidad, cubriéndole a él, es decir, una persona que tomase la palabra en el Parlamento, se le enfrentara y tratara con los partidos. Todos estos intereses se conjugaron aquí para actuar en la misma dirección y producir un ministro —funcionario individualizado y con funciones de dirigente supremo. Con mayor fuerza aún llevó hacia la unificación del desarrollo del poder parlamentario allí en donde, como ocurrió en Inglaterra, logró el Parlamento imponerse al monarca. Aquí el gabinete, teniendo a su frente al dirigente parlamentario, al «leader», se desarrolló como una comisión del partido mayoritario, poder ignorado por las leyes oficiales, pero que era el único poder políticamente decisivo. Los cuerpos colegiados oficiales no eran, en cuanto tales, órganos del poder realmente dominante de los partidos, y no podían ser, por tanto, titulares del verdadero gobierno. Para afirmar su poder en lo interno y poder llevar a cabo una política de altos vuelos en lo externo, el partido dominante necesitaba, por el contrario, un órgano enérgico, digno de su confianza e integrado solamente por sus verdaderos dirigentes; este órgano era precisamente el Gabinete. Al mismo tiempo, frente al público, y sobre todo frente al público parlamentario, necesitaba un jefe responsable de todas las decisiones: el jefe del Gabinete.

Este sistema inglés de los ministerios parlamentarios fue así trasladado al continente. Sólo en América y en las democracias que recibieron su influencia se constituyó, frente a este sistema, otro distinto en el cual el jefe del partido victorioso es situado, mediante elección popular directa, a la cabeza de un equipo de funcionarios nombrados por él mismo y queda desligado de la aprobación parlamentaria salvo por lo que toca al presupuesto y a la legislación. La transformación de la política en una «empresa», que hizo necesaria una preparación metódica de los individuos para la lucha por el poder y sus métodos como la que llevaron a cabo los partidos modernos, determinó la división de los funcionarios públicos en dos categorías bien distintas aunque no tajantes: funcionarios profesionales, de una parte, y «funcionarios políticos» de 13 otra. A los funcionarios «políticos» en el verdadero sentido de la palabra cabe identificarlos exteriormente por el hecho de que pueden ser trasladados o destituidos a placer, o colocados en situación de «disponibilidad», como sucede con los prefectos franceses y los funcionarios semejantes de otros países, en diametral oposición con la «independencia» de los funcionarios judiciales. En Inglaterra son funcionarios políticos todos aquellos que, según una convención firmemente establecida, cesan en sus cargos cuando cambia la mayoría parlamentaria y, por tanto, el Gabinete. Entre los funcionarios políticos suelen contarse especialmente aquellos a quienes está atribuido el cuidado de la «administración interna» en general; parte integrante principal de esta competencia es la tarea «política» de mantener el «orden», es decir, las relaciones de dominación existentes. Tras el Decreto de Puttkamer, estos funcionarios tenían en Prusia la obligación disciplinaria de representar «la política del Gobierno», y eran utilizados como aparato oficial para influir en las elecciones, lo mismo que sucedía con los prefectos franceses. En el sistema alemán, a diferencia de lo que ocurre en los demás países, la mayoría de los funcionarios «políticos» estaban sujetos a las mismas normas que los demás funcionarios en lo que respecta a la adquisición de sus cargos, para la cual se requería, como norma general, un título académico, pruebas de capacitación y un determinado tiempo de servicio previo. Los ricos que, entre nosotros, carecen de esta característica distintiva del moderno funcionariado profesional son los jefes del aparato político, los ministros.

Bajo el antiguo régimen se podía ser ministro de Educación de Prusia sin haber estado jamás un centro de enseñanza superior, mientras que, en principio, para ser consejero (Vortragender Rat) era requisito ineludible el haber aprobado las pruebas prescritas. Es evidente que, por ejemplo, cuando Althoff era ministro de Instrucción de Prusia, los funcionarios profesionales especializados, como el consejero o el jefe de sección, estaban infinitamente mejor informados que su jefe sobre los verdaderos problemas técnicos del ramo. Lo mismo sucedía en Inglaterra. En consecuencia eran estos funcionarios los que tenían un poder real frente a las necesidades cotidianas, cosa que no es en sí misma ninguna insensatez. El ministro era simplemente el representante de la constelación de poderes políticos existente, y su función era la de defender las medidas políticas que estos poderes determinasen, resolver conforme a ellas las propuestas de los especialistas que le estaban subordinados, e impartir a éstos las correspondientes directrices de orden político.

Exactamente lo mismo ocurre en una empresa económica privada. El verdadero «soberano», la asamblea de accionistas, está tan privada de influencia sobre la dirección de la empresa como un «pueblo» regido por funcionarios profesionales. A su vez, las personas que determinan la política de la empresa, los integrantes del «Consejo de Administración», dominado por los Bancos, se limitan a dar las directrices económicas y a designar a las personas que han de administrarla, sin ser capaces, sin embargo, de dirigirla técnicamente por sí mismos. Hasta ahora tampoco ha innovado nada fundamental a este respecto la estructura actual del Estado revolucionario, que ha entregado el poder sobre la administración a unos diletantes puros que disponían de las ametralladoras y querían utilizar a los funcionarios profesionales sólo como mente y brazo ejecutor. Las dificultades de este nuevo tipo de Estado son otras y no hemos de ocuparnos aquí de ellas. La cuestión que ahora nos interesa es la de cuál sea la fila típica del político profesional, tanto la del «Caudillo» como la de sus seguidores. Esta figura ha cambiado con el tiempo y se nos presenta hoy además bajo muy distintos aspectos.

En el pasado, como antes veíamos, han surgido «políticos profesionales» al servicio del príncipe en su lucha frente a los estamentos. Veamos brevemente cuáles fueron los tipos principales de esta especie. Frente a los estamentos, el príncipe se apoyó sobre capas sociales disponibles de carácter no estamental. A estas capas pertenecían en primer lugar los clérigos, y eso tanto en las Indias Occidentales y Orientales como en la Mongolia de los lamas, las tierras budistas de China y el Japón y los reinos cristianos de la Edad Media. La razón de la importancia que como consejeros del príncipe alcanzaron los brahmanes, los sacerdotes budistas, los lamas y los obispos y sacerdotes cristianos, radica en el hecho de que podía estructurarse con ellos un cuadro administrativo capaz de leer y escribir, susceptible de ser empleado en la lucha del emperador, o del príncipe o del khan, contra la aristocracia. A diferencia de lo que sucedía con el feudatario, el clérigo, y sobre todo el clérigo célibe, está apartado del juego de los intereses políticos y económicos normales y no siente la tentación de crear para sus descendientes un poder político propio frente al del señor. Sus propias cualidades estamentales lo «separan» de los medios materiales de la administración del príncipe.

Una segunda capa del mismo género era la de los literatos con formación humanística. Hubo un tiempo en que se aprendía a componer discursos latinos y versos griegos para llegar a ser consejero político y, sobre todo, historiógrafo político de un príncipe. Este fue el tiempo en que florecieron las primeras escuelas de humanistas y los príncipes fundaron las primeras cátedras de «Poética». Entre nosotros esta época pasó muy rápidamente, y aunque modeló de forma duradera nuestro sistema de enseñanza, no ha tenido consecuencias políticas profundas —muy distinto fue lo que sucedió en el Extremo Oriente. El mandarín chino es (o mejor, fue originariamente) lo que fue el humanista de nuestro Renacimiento: un literato humanísticamente formado como conocedor de los monumentos literarios del pasado remoto. Leyendo el diario de Li Hung Chang nos encontramos con que lo que más le enorgullecía era el escribir poemas y ser buen calígrafo. Este grupo social, con sus convencionalismos construidos sobre el modelo de la China antigua, ha determinado todo el destino de ese país, y tal hubiera sido también quizás nuestro destino si los humanistas hubieran tenido en su época la más mínima posibilidad de lograr el mismo éxito que aquellos alcanzaron.

La tercera capa fue la nobleza cortesana. Una vez que consiguieron desposeer a la nobleza de su poder político estamental, los príncipes la atrajeron a la Corte y la emplearon en el servicio político y diplomático. El cambio de orientación de nuestro sistema de enseñanza en el siglo XVII estuvo determinado por el hecho de que, en lugar de los literarios humanistas, entraron al servicio del príncipe políticos profesionales procedentes de la nobleza cortesana.

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