El sabor prohibido del jengibre (38 page)

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Authors: Jamie Ford

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BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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Dio un paso más, sólo hasta el bordillo. Si daba otro paso hacia el hotel, tenía claro que le partiría el corazón a Ethel, y ella no se lo merecía.

Al volverse, recuperada la respiración, vio a Ethel, quizás a unos tres metros, que se abría paso entre la multitud que llenaba la acera. «Debe de estar preocupada por mí», pensó Henry. Se la imaginó corriendo tras él, angustiada por la muerte de su padre, también por él. Ethel se acercó a Henry, pero mantuvo la distancia, un poco, como si no supiese qué necesitaba él. Henry lo sabía. Le tendió la mano, y ella se relajó, los ojos colmados con las lágrimas de las emociones del día. Si sospechaba, o se preguntaba, nunca dijo una palabra. Si había sido una mano inocente en la pérdida de las cartas de Henry, nunca lo mencionó. Sin embargo, Henry sabía que en su corazón era demasiado inocente como para participar en las acciones de su padre. Ella sólo dejó que Henry lo sintiese todo sin preguntar. Estaba allí cuando él la necesitaba.

Camino de regreso a casa con Ethel, Henry supo que tenía mucho que hacer. Debía ayudar a su madre a preparar el funeral. Tenía que hacer las maletas para el viaje a China. Tenía que encontrar una alianza. Algo que haría con una cierta tristeza.

Haría lo que siempre hacía, encontrar lo dulce entre lo amargo.

Discos rotos (1986)

Henry no había sabido nada de su hijo en una semana. No había llamado para pedir unos pocos dólares. Ni siquiera había aparecido para hacer la colada o lavar el Honda. Henry pensó en su hijo chino, prometido con su novia caucásica y conduciendo un coche japonés. El padre de Henry debía de estar revolviéndose en la tumba. Pensarlo le hizo sonreír. Un poco. Marty no tenía teléfono en su dormitorio, y el teléfono público del vestíbulo sonaba y sonaba cada vez que Henry había intentado llamarle.

Por lo tanto, después de su visita a Kobe Park, Henry fue al extremo sur de Capital Hill, y pasó por la mesa de seguridad del Bellarmine Hall de la Universidad de Seattle. El encargado de la recepción estaba ocupado en sus estudios cuando Henry fue hasta el ascensor y apretó el botón del sexto, el último piso. Henry agradecía que su hijo se hubiese mudado del cuarto piso antes de su último curso; el cuatro era un número desafortunado. En chino la palabra cuatro rimaba con muerte. Marty no compartía sus mismas supersticiones, pero Henry se alegraba de todas maneras.

Henry sonrió cortésmente cuando salió del ascensor y a punto estuvo de tropezar con una pareja de estudiantes vestidos con albornoces que volvían de las duchas.

—¡Papá! —gritó Marty desde el pasillo—. ¿Qué haces aquí?

Henry fue a la habitación de su hijo, no sin antes sortear a dos jóvenes que llevaban un barril de cerveza en un carro de supermercado y a otra chica que apenas si podía con la colada.

—¿Estás bien? Nunca habías venido aquí —añadió Marty dirigiéndole una mirada de interrogación a Henry, que estaba en el umbral, con la sensación de ser demasiado mayor y estar fuera de lugar—. Me refiero a que acabo la carrera la semana que viene, y apareces ahora cuando todos están de juerga. Vas a creer que has malgastado todo el dinero invertido en mis estudios.

—Sólo he venido a traerte esto. —Henry le dio a su hijo una pequeña tarjeta de agradecimiento—. Es para Sam. Por prepararnos la cena.

—Oh, papá, no tenías por…

—Por favor —insistió Henry. Era la primera vez desde la muerte de Ethel que había hecho el intento de visitar a Marty. Durante su primer año de universidad, Ethel se había ocupado de llevarle cosas, en las ocasiones en que se lo permitía su salud. Henry, en cambio, nunca había venido solo.

Echó una ojeada a la habitación. Vio los cuadernos de dibujo de Keiko desparramados encima de la mesa. Henry no decía gran cosa. No le gustaba hablar de las cosas de Keiko delante de Marty, como si su entusiasmo y alegría por haberlas encontrado mancillase de alguna manera la imagen de Ethel. «Demasiado pronto. Era demasiado pronto.»

—Lamento lo que dijo Samantha de encontrar a Keiko. Se dejó llevar por el entusiasmo del momento, tú lo entiendes, ¿no?

Henry lo comprendía. Era natural. Las pertenencias encontradas en el Hotel Panamá habían llamado la atención de algunos de los historiadores locales. Cabía esperar una cierta fascinación.

—No pasa nada —dijo Henry.

—¿Pero tiene razón?

—En devolverle los cuadernos a su legítima propietaria…

—No, en averiguar si vive, dónde podría estar.

Henry miró las estanterías de Marty. En una había un juego de té chino, y un juego de boles de arroz de porcelana que era uno de los regalos que habían recibido cuando Ethel y él se habían casado. Se veían viejos, cuarteados por todas partes.

—Tuve mi oportunidad.

—¿Cuándo? ¿Durante la guerra? Te la arrebataron. Ella no quería marcharse y tú no querías que se fuese. Y todas las cosas que Yay Yay hizo y dijo, la manera como se entremetió. ¿Cómo puedes aceptarlo sin más?

Marty estaba cociendo arroz en una olla eléctrica, en una mesa junto a la ventana. Henry apartó la vieja olla de la pared y la desenchufó, un hábito preventivo que haría que se enfriase. Miró a su hijo, sin saber muy bien cómo responderle.

—Podríais haber estado juntos…

Henry le interrumpió mientras se secaba las manos.

—Tuve mi oportunidad. La dejé ir. Ella se marchó. Pero yo también la deje marchar. —Colgó la toalla en el tirador de la puerta del armario, las manos secas. Había pensado en Keiko tantas veces en el transcurso de los años. Incluso durante aquellas noches vacías y solitarias mientras Ethel avanzaba por aquel largo y lento camino hacia su destino final. Apenas capaz de sujetarle porque ella padecía de un dolor tremendo, y cuando podía, ella estaba tan sedada que ni siquiera sabía que estaba presente. Un camino duro y amargo que había recorrido solo, de la misma manera que había ido y venido de Rainier Elementary en su niñez. Tener a Keiko para que le acompañase; cuánto había deseado que ella hubiese estado allí en aquellos momentos. «Tomé mi decisión», pensó Henry. «Podría haberla buscado después de la guerra. Podría haber herido a Ethel, y tener lo que deseaba, pero no me pareció correcto. No en aquel entonces. Tampoco en estos últimos años.»

—Tuve mi oportunidad —repitió Henry, que se alejó de toda una vida de deseo—. Tuve mi oportunidad, y algunas veces en la vida, no hay una segunda. Miras lo que tienes, no lo que has perdido, y sigues adelante.

Henry vio que su hijo le escuchaba. Por primera vez en años. Marty parecía conformarse con escuchar. No con discutir.

—Es como aquel viejo disco que encontramos —añadió Henry—, Hay cosas que no se pueden arreglar.

Hearthstone Inn (1986)

Henry era incapaz de echar a correr por los somnolientos e impecables pasillos de Hearthstone Inn. Le parecía como una afrenta a la discreta dignidad de la pintoresca y elegante residencia para la tercera edad. Además, le preocupaba la posibilidad de llevarse por delante a alguna vieja señora con su caminador.

Viejo, qué término tan relativo. Se sentía viejo cada vez que pensaba en que Marty iba a casarse. Se sintió viejo cuando falleció Ethel, y, sin embargo, aquí estaba, con la sensación de ser un chiquillo al que podían reñir por correr por los pasillos.

Cuando Henry recibió la llamada para avisarle de que la salud de Sheldon había empeorado, no cogió la chaqueta, el billetero, ni cualquier otra cosa. Sólo las llaves y salió corriendo. Se permitió bajar un poco la velocidad en el trayecto aunque se saltó dos semáforos en rojo. Ya había recibido antes la llamada, y habían sido una variedad de falsas alarmas, pero esta vez no había dudas. Reconocía a la muerte que estaba sentada allí mismo, esperando. Después de oír el cambio en la respiración de Ethel, aquel cambio en su estado mental, lo comprendió. Ahora, al visitar a su amigo, sabía que no faltaba mucho para el final.

Sheldon había estado enfermo en varias ocasiones, casi siempre por problemas causados por años y años de diabetes sin tratar. Cuando comenzó a cuidar de sí mismo, y en el momento en que cayó en manos de los médicos correctos, el daño ya estaba hecho.

—¿Cómo está? —preguntó en el puesto de enfermeras más cercano y señaló la habitación de Sheldon, de donde una enfermera sacaba el equipo de diálisis. «Ya no tiene sentido», pensó Henry. «Le están retirando todo».

La enfermera, una pelirroja rolliza que parecía tener la edad de Marty, leyó en la pantalla del ordenador y miró a Henry.

—Le queda poco. Su esposa acaba de estar aquí. Se marchó para ir a buscar a otros familiares. Es curioso. Después de que se produce cualquier ataque, echas a los visitantes, sólo como parte del protocolo para que el paciente descanse, y con la esperanza de que no tardará en recuperarse. Pero cuando es la hora, cuando está tan cerca, entonces llamas a los familiares y amigos. Es la hora que me asusta.

Henry vio una preocupación sincera en sus ojos.

Henry llamó a la puerta entreabierta y entró. Con paso suave cruzó el suelo de azulejos, con la mirada puesta en el montón de equipos asignados a Sheldon, la mayor parte ahora en un rincón.

Se sentó en una silla de ruedas junto a su amigo, que estaba reclinado en las almohadas para que respirase mejor, la cabeza tumbada a un lado, apoyada en la almohada de cara a Henry, y con un tubo transparente sujeto en la nariz con esparadrapo. El silbido del oxígeno era el único sonido en la habitación.

Había un reproductor de CD cerca de la cama de Sheldon. Henry giró la perilla del volumen y lo puso en marcha. El suave ritmo bebop de Floyd Standifer ocupó el silencio de la habitación como un continuo chorro que llena el fondo de un reloj de arena. Menos tiempo con cada segundo.

Henry palmeó el brazo de su amigo, sin tocar el tubo del suero que salía del dorso de la mano de Sheldon, y se fijó en las otras costras que marcaban cuál era su estado de salud y la reciente retirada de otros tubos y monitores.

Sheldon abrió los ojos, parpadeó varias veces, su barbilla se movió a un lado y otro, hasta que su mirada encontró a Henry.

Sintió tristeza por su amigo, una tristeza aliviada en parte cuando Henry vio el disco roto junto a la cama.

«He pasado por esto demasiadas veces» se dijo Henry. «Tantos años con mi esposa, ahora con mi viejo amigo. Demasiado pronto. Ha sido toda una vida, pero así y todo es demasiado pronto para cualquiera.» Henry se había aferrado a su dolor y pena por la muerte de Ethel, y ahora esto.

Henry vio el desconcierto en los ojos de Sheldon. Reconoció la mirada vacía de no saber dónde estás ni por qué estás aquí.

—A casa… es hora de ir a casa —era todo lo que decía Sheldon una y otra vez, de una manera que sonaba casi como una súplica.

—Ésta es tu casa por el momento. Creo que tu esposa Minnie no tardará en volver con el resto de tu familia.

Henry conocía a Minnie, la segunda esposa de Sheldon, desde hacía años, pero nunca les había visitado con la frecuencia que hubiese querido.

—Henry… arréglalo.

—¿Arreglar qué? —preguntó Henry e intentó calmar a su querido amigo. Sintió un extraño agradecimiento por aquellas últimas y duras semanas con Ethel. Desde luego hacía que esta difícil conversación pareciese normal. Entonces Henry vio lo que miraba Sheldon, el viejo disco de vinilo partido en dos—. El disco. Quieres que arregle el disco de Oscar Holden, ¿no?

Sheldon cerró los ojos y se sumió en un sueño profundo, aquel sueño intermitente que sólo alguien en su estado podía conseguir. Una respiración muy profunda y laboriosa. Después despertó de nuevo. Los ojos abiertos. Lúcido otra vez, como si se despertarse para un nuevo día.

—Henry…

—Estoy aquí…

—¿Qué haces aquí? ¿Es domingo?

—No. —Henry miró a su viejo amigo y sonrió, dispuesto a mostrarse animado a pesar de las circunstancias—. No, no es domingo.

—Mala señal, todas estas visitas en mitad de semana. Debe ser la hora de mi última actuación, ¿no, Henry? —Sheldon tosió un poco y se esforzó para que sus doloridos pulmones funcionasen como debían.

Al ver a su viejo amigo, todavía tan alto y digno, pese a estar agonizando, Henry miró el viejo disco roto que estaba en la mesita de noche junto a la cama.

—Antes me dijiste que lo arreglase. Supongo que te referías a este viejo disco roto, quizás hay algún lugar donde lo restauren…

Henry miró a Sheldon y dudó que en su estado recordase la conversación que había iniciado sólo unos minutos antes.

—Creo que es hora de que lo arregles, Henry. Pero no te hablaba del viejo disco. Si puedes unir los dos trozos, hacer que suene la música de nuevo, entonces es lo que debes hacer. Pero no te hablaba del disco, Henry.

Henry miró el disco de Oscar Holden, el que había esperado que aún estuviese en el sótano polvoriento del viejo hotel.

Sheldon sujetó la mano de Henry. Sus viejos y secos dedos color café todavía le parecieron fuertes.

—Ambos lo sabemos —comenzó Sheldon e hizo una pausa—. Sabemos por qué siempre has estado buscando ese viejo disco. Siempre lo hemos sabido. —Su respiración se hizo más débil—. Arréglalo —consiguió decir Sheldon una última vez, antes de dormirse, y sus palabras desaparecieron en el suave silbido del oxígeno.

Pasajes (1986)

En cuanto Henry entró en el local de Bud's Jazz Records, olió el tabaco perfumado con vainilla, el preferido de Bud, que chupaba y masticaba la boquilla de una vieja pipa, entretenido en la lectura de un ejemplar del
Seattle Weekly
con manchas de café. Bajó el periódico sólo lo suficiente para hacerle un gesto a Henry e hizo un movimiento con la pipa, que colgaba precariamente en un costado de su boca; como siempre, parecía no haberse afeitado en tres días. En el fondo una mujer cantaba una dulce melodía. ¿Helen Humes? ¿De los 30? Henry no estaba seguro.

Henry llevaba debajo del brazo una bolsa de papel, y en su interior el disco de Oscar Holden roto. Lo había buscado en la tienda de Bud durante años. Por supuesto, le remordía un poco habérselo llevado de la habitación de Sheldon, pero su viejo amigo dormía, y cuando estaba despierto, se le veía cada vez más desorientado. La silenciosa lucidez daba paso a momentos de confusión y asombro. Como todas aquellas frases de Sheldon sobre reparar lo que estaba roto. ¿El disco? ¿El propio Henry? Era un misterio.

Así y todo, después de todos estos años, Henry quería oír la canción impresa en los dos trozos de vinilo, y quizá también fuese bueno para Sheldon oírla una última vez. Henry no sabía absolutamente nada de la restauración de discos antiguos, pero Bud estaba aquí desde hacia una eternidad. Si alguien podía indicarle a Henry la dirección correcta, era Bud.

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