Authors: Endo Shusaku
—Eso me recuerda las palabras del sumo sacerdote Caifás cuando mataron al Señor. Para salvar a una nación, no hay otra opción que sacrificar a un hombre aislado. Esas son las palabras que pronunció Caifás.
Sí, el sumo sacerdote Caifás siempre apreció el orden y la seguridad. Sacrificó a Jesús para preservar el orden y la seguridad.
El cardenal apartó la cabeza. Permaneció largo rato sin pronunciar palabra, envuelto en su gran manteo.
Vi que mis audaces palabras habían enfurecido a ese influyente miembro de la jerarquía vaticana. Pero ya no le temía. El mundo siempre se ha preocupado demasiado por la búsqueda del orden y la seguridad.
—Eso que dices es verdad. —Cuando el cardenal se volvió hacia mí, no había en su rostro ira sino una indescriptible mezcla de fatiga y de dolor—. Hijo mío. No es mi deseo coincidir con las palabras del sumo sacerdote Caifás. Pero en ese momento el Señor no gobernaba una organización y Caifás sí lo hacía. Quienes gobiernan organizaciones, como Caifás, siempre dirán que para proteger a la mayoría no hay otra opción que abandonar al individuo. Incluso nosotros, que creemos en el Señor, nos ponemos en la misma posición que el sumo sacerdote Caifás cuando creamos órdenes religiosas o cuando gobernamos organizaciones. Incluso san Pedro se vio obligado a abandonar a su camarada Esteban a la muerte por lapidación con el fin de preservar su orden religiosa.
Guardé silencio. Jamás hubiera imaginado que una afirmación semejante pudiera salir de los labios de un cardenal. Él evitó mi mirada y murmuró suavemente, casi para sus adentros:
—Ésta es... una permanente fuente de angustia para mí.
—¿Es ésa la justicia de una organización?
—Sí.
—¿Así se llevan siempre los asuntos del Vaticano?
—No lo sé. Pero en la medida en que tengo responsabilidad, no puedo hacer otra cosa que adoptar, en el caso de los creyentes del Japón, la actitud de Caifás... Sin embargo... No querría que pensaras que no hay en mi corazón dolor ni remordimiento. Alguien debe llevar la carga de este tormento.
El cardenal alzó la cabeza. La cara donde antes brillaba la confianza estaba ahora deformada por la angustia. Yo todavía me sentía suspicaz acerca de los verdaderos sentimientos del cardenal. Jamás habría creído posible que un cardenal pudiera confesar sus propias dudas de un modo tan claro y directo.
—Por supuesto, sé que todo esto se opone a las enseñanzas del Señor acerca del amor. Quizás otros cardenales se opondrían a mi política; pero por ahora no alteraré mi opinión.
—¿Por qué no? ¿Por qué debéis insistir en algo que se opone a las enseñanzas del Señor?
Tan excitado estaba que casi olvidé el rango del hombre que tenía enfrente.
—Entonces, ¿por qué razón murió Nuestro Señor en la cruz? Su Eminencia acaba de decir que fue por causa de la organización. Hasta este momento, he creído que la organización vaticana no estaba administrada como un país. Yo siempre creí que era una organización del amor que trascendía las limitaciones de todos los países y todos los pueblos.
El cardenal Borghese estudió a aquel iluminado con una mirada de perplejidad. Aferró la cruz que llevaba sobre el pecho, preguntándose si debía responder. Luego habló con decisión.
—Hijo mío... ¿Crees que se puede dominar al mundo real sólo con amor?
—Pero Jesús era un hombre de amor.
—Y a causa de ese amor fue asesinado en el mundo de la política. Lamentablemente, nuestra organización tampoco puede eludir el mundo de la política. El Vaticano no puede adoptar medidas que puedan debilitar la influencia de las naciones católicas.
—¿Qué tiene eso que ver con la obra misionera en el Japón?
—Los países protestantes como Holanda e Inglaterra también tienen los ojos puestos en el Japón. Por eso mismo, no debemos hacer nada que provoque dificultades a los países católicos como España y Portugal. A mi juicio convendría más que España y Portugal no irritaran más a los gobernantes del Japón y se limitaran a aguardar los acontecimientos durante algún tiempo. El Vaticano no es una entidad aislada. Tiene una gran responsabilidad porque como organización debe oponerse a las naciones protestantes y apoyar a las católicas.
Jesús había sido asesinado en el mundo de la política a causa de su amor. El cardenal hablaba como si escupiera un amargo veneno. Contemplé su capelo y su gran manteo, los símbolos de su ministerio.
—Hijo mío, comprende, por favor.
Era la culminación de mi largo viaje.
—Desde ahora rezaré por ti y por el Japón.
Me incliné profundamente y salí de la habitación. El cardenal permaneció en su silla, mirando por la ventana. No sé qué pensaba.
El triste grupo de japoneses emergió de la fortaleza de Santa Severa, cuyas murallas estaban manchadas de excrementos de paloma y deterioradas por las recientes tormentas. Como una fuerza protectora, todos rodeaban a Nishi Kyusuke, quien acababa de recuperarse de su enfermedad, y descendían perezosamente al valle. El samurái, que cabalgaba al lado de Tanaka y Velasco a la cabeza del grupo, se volvía ansiosamente hacia su compatriota de vez en cuando y aguardaba a los rezagados. Cuando atravesaban Nueva España, a pesar del ardor del sol, la esperanza aligeraba sus pasos. Pero ahora que sus esperanzas habían desaparecido, los japoneses, por así decirlo, arrastraban los pies. Ninguno tenía la ilusión de que las cosas mejoraran en la capital llamada Roma. Fueran a Roma o a cualquier otro país, sabían que su viaje era ya inútil. Lo único que les faltaba era dar el toque final a esa empresa insensata. Si no lo hacían, no tendrían ningún pretexto para regresar. El viaje, que durante tanto tiempo los había llevado de una ilusión a otra, tocaba a su fin.
Ya era primavera. Los almendros estaban cubiertos de florecillas rosa claro y un campesino trabajaba activamente con su hoz. Miró a la curiosa procesión con los ojos muy abiertos. Para ese campesino, los japoneses, con vestiduras largas como las de los árabes, el obi a la cintura y el pelo recogido en lo alto de la cabeza, parecían visitantes de un país tropical. Abandonó la hoz en el suelo y corrió a su casa.
Las flores y el canto de las aves no despertaron ninguna emoción en el samurái. Ya no lograba sentir añoranza siquiera por la primavera en la llanura. Meramente entregado al movimiento de su caballo, seguía a Velasco. ¿Cuántas veces, se preguntaba, lo había traicionado ese hombre? Cada vez que le había inspirado esperanzas, éstas se habían derrumbado. Y ahora todavía perseguían otra ilusión. Pero su alma fatigada ya no tenía voluntad suficiente para odiar al misionero. Le parecía que Velasco era un hombre digno de compasión, como él mismo.
Cuando pasaban por alguna aldea, la gente los miraba asustada desde el borde del camino; de vez en cuando alguien les dirigía un saludo jubiloso, pero ellos pasaban de largo inexpresivamente, como si no se hubieran dado cuenta. Eran como una procesión funeraria siguiendo al ataúd.
Al atardecer cayó una breve lluvia. Cuando escampó, estaban en la cima de la colina Torrevecchia. Una leve bruma cubría la Ciudad Eterna; el Tíber ondulaba perezosamente; se veía a lo lejos el Pincio cubierto por un bosque verde claro; había casas oscuras arracimadas y las agujas de muchas iglesias herían el cielo.
Velasco detuvo su caballo sobre la colina y señaló el Coliseo y el Foro romano; los japoneses ni siquiera asintieron.
—Allá está el Vaticano, donde reside el Papa.
Una cúpula blanca, redonda, se destacaba entre las casas oscuras y la gente se movía como hormigas en la plaza circular. Los japoneses guardaban silencio como en un velatorio.
Finalmente entraron en Roma. Mientras recorrían las calles mojadas por la lluvia, un grupo de niños empezó a seguirlos. Pronto se les unieron adultos curiosos. Los japoneses subieron la alta escalera de piedra del Campidoglio y desaparecieron en el monasterio de Ara Coeli. Una vez que las puertas se cerraron tras ellos, no reaparecieron. Corría el rumor de que eran embajadores de Hungría; la muchedumbre se dispersó.
Durante una semana. Roma esperó que la lluvia anunciara la Pascua. En las iglesias todos los altares estaban cubiertos con paños morados por la muerte de Jesús; los cirios de los candelabros estaban apagados y se rezaban plegarias por la Resurrección. Sólo había velas encendidas alrededor de la imagen de la virgen María, y por la noche hombres y mujeres se reunían ante ellas para cantar la letanía de la expiación. Ninguno de esos suplicantes pudo decir que había visto salir a los japoneses del monasterio de Ara Coeli.
La mañana de Pascua, a la suave luz del alba, empezaron a reunirse figuras borrosas, un grupo tras otro, en la plaza de San Pedro en el Vaticano. Monjes y peregrinos aguardaban pacientemente ante la gran basílica. Bajo una niebla lechosa, la muchedumbre soportaba el frío de la mañana, mientras sus voces entonaban letanías sin cesar. Cuando la niebla se disipó, la plaza estaba atestada. En las escaleras de piedra había una fila de jóvenes guardias con cascos plateados, uniformes rojos y lanzas en diagonal.
A las ocho de la mañana sonó la primera campana. Ante esta señal los campanarios de todas las iglesias de Roma respondieron uno tras otro. Había empezado la fiesta de Pascua. Pronto los lujosos coches de los nobles invitados a la misa obstruyeron la entrada a la plaza de San Pedro. Sus ocupantes se abrieron paso a través de la muchedumbre y desaparecieron en la gran basílica. Justo antes de las nueve se abrieron las puertas a los lados de la basílica. Los monjes y los peregrinos congregados ante la escalinata subieron por ella a empujones. Se les permitía recibir la bendición del Santo Padre. Los guardias contuvieron a la multitud y la obligaron a formar filas. Los que no pudieron entrar se arrodillaron donde estaban, en el suelo.
La gran basílica, sostenida por columnas de mármol blanco, estaba repleta. Los cardenales, con sus características mitras adornadas con dorados, estaban sentados a ambos lados del altar mayor, aguardando en silencio la aparición del Papa. El altar dorado, que hasta el día anterior había estado cubierto por un paño morado, relucía ahora a la luz de numerosos candelabros de plata. Desde su sitial de honor, el cardenal Borghese contemplaba con indiferencia las cabezas de las personas arrodilladas en el suelo en reverente silencio. Hubo de pronto una conmoción cerca de la entrada: se había abierto la pesada puerta por donde entraría el Papa. Resonó el órgano y el coro del Vaticano empezó a cantar Vidi aquam.
—Pontifice nostro, pontifice nostro! —El grito surgió de un ángulo de la basílica, recorrió todo el recinto, se difundió a la masa reunida en la plaza y pronto se convirtió en una sola y vasta voz.
—Pontifice nostro! Pontifice nostro!
En ese momento apareció súbitamente la figura de Pablo V, como el mascarón de proa de una nave que surge de las olas. Sentado en una silla gestatoria llevada por varios sacerdotes, el Papa llevaba la tiara y sus blancas vestiduras papales y alzaba fatigadamente una mano. Mientras bendecía a las frenéticas masas que lo rodeaban, la silla avanzaba lentamente a través de ese mar humano hacia la basílica de San Pedro.
—Oremus pro Pontifice nostro. —En cierto punto de ese mar había un grupo de monjes que elevaron sus voces al unísono. El barro que manchaba sus humildes hábitos expresaba claramente que habían hecho un largo viaje para asistir a la celebración de la Pascua.
—Dominus conservet eum.
El Papa los miró con satisfacción y trazó la señal de la cruz. Cuando la multitud lo vio, las ordenadas filas se convirtieron en un caos. Quienes esperaban dar un paso hacia la silla y recibir una bendición similar empujaron a la gente que tenían delante, pero, como una barca que pasa, la silla del Papa dejó a las masas en su estela y navegó hacia la basílica. Mientras ascendía laboriosamente la escalinata, los guardias de uniforme rojo y cascos plateados formaron un muro para contener a la muchedumbre de peregrinos. La silla fue devorada por la puerta principal de la basílica.
Apenas estuvo en el interior, las voces del coro resonaron en el gran recinto como una avalancha. Era el Alleluia. Las fuertes y gruesas voces masculinas retumbaron en las paredes y en la alta bóveda.
Alleluia, alleluia,
Confitemini Domino
Al paso de la silla gestatoria, nobles, clérigos y peregrinos arrodillados alzaban las cabezas como espigas de trigo para contemplar la mano que surgía de las blancas vestiduras e impartía la bendición. Luego, las cabezas se inclinaron como una sola. En el ábside, doce cardenales que representaban a los apóstoles se pusieron de pie para recibir la silla; las llamas de cientos de velas brillaban en los candelabros de plata del altar y todo estaba listo para que el Papa Pablo V dijera la misa.
De pronto, entre la muchedumbre del crucero, varias figuras se pusieron de pie. Corrieron hacia la silla y uno de ellos gritó las primeras palabras que los suplicantes oyeron en la basílica.
El Papa alzó la mano derecha y estaba a punto de dibujar una cruz de silencio, pero la urgencia en los ojos de los tres hombres detuvo su gesto. El Papa advirtió que sus rostros eran oscuros como los de los árabes, que tenían narices pequeñas y que llevaban el pelo recogido.
Eran asiáticos. No sabía de qué país provenían. Sus largas vestiduras llegaban hasta los pies, calzados con calcetines blancos y curiosas sandalias. Sabía que uno de ellos pedía algo, pero no podía comprender qué decía.
—¡Somos japoneses! —gritó frenéticamente Tanaka—. ¡Somos emisarios, y hemos venido por el mar desde el Japón!
Tres monjes tironearon violentamente de los extranjeros, tratando de apartarlos del palanquín. Pero los japoneses se afirmaron y se negaron a moverse.
—¡Por favor! —Los emisarios no tenían palabras. Y tampoco podían refrenar las emociones que brotaban en sus almas. Miraron el rostro de Pablo V. En sus gargantas se formó la palabra «petición», pero se negaba a salir. Las lágrimas corrían por sus mejillas bronceadas por el sol.
—¡Por favor!
Cuando los tres asiáticos se inclinaron profundamente, los monjes que los sostenían desde atrás los soltaron. Habían comprendido que esos hombres no eran locos ni malvados.
El Papa miró a las personas arrodilladas más allá de los japoneses como si les pidiera alguna ayuda. Comprendía que esos hombres formulaban una súplica desesperada, y quería oír su petición.
Cuando la mirada del Papa cayó sobre él, Velasco no se movió. No dijo una palabra. Entre la muchedumbre reunida en la basílica sólo él entendía el japonés. Sólo él sabía qué intentaban decir aquellos hombres. Y sin embargo, como si una poderosa fuerza se lo impidiera, Velasco no habló. Sólo podía mirar con fijeza al Papa grueso y tranquilo sentado en su silla, un anciano vestido de blanco que alzaba los dedos cargados de anillos. Una voz susurraba en el corazón de Velasco: «Ninguno de vosotros comprende el dolor de estos japoneses. Ninguno de vosotros imagina mi dolorosa lucha contra el Japón». Un sentimiento muy parecido a la venganza sellaba sus labios.