El samurái (31 page)

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Authors: Endo Shusaku

BOOK: El samurái
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El segundo día de navegación, una tormenta nos obligó a refugiarnos en el puerto francés de Saint-Tropez. Los habitantes del pequeño pueblo quedaron boquiabiertos ante los primeros japoneses que veían y cálidamente nos ofrecieron el castillo del señor local como morada. Ni el señor ni su esposa ni los pobladores pudieron contener su curiosidad y durante todo el día acecharon los menores movimientos de los japoneses. Tocaban las ropas de los emisarios y les pedían que mostraran sus espadas que, según decían, eran similares a las cimitarras turcas. Nishi Kyusuke entretuvo a la multitud poniendo en equilibrio una gruesa hoja de papel sobre la hoja de su espada y cortándola con un suave movimiento de vaivén. Los espectadores gritaban de admiración. Esperamos a que pasara la tormenta y los dos días que estuvimos allí bastaron para revivir sonrisas débiles como el sol invernal en los rostros antes sombríos de los japoneses.

Sin embargo, cuando Saint-Tropez desapareció de la vista y el Mediterráneo volvió a extenderse ante nuestros ojos, la expresión de melancolía volvió a las caras de los japoneses. Mientras estudiaba el rostro de Hasekura, que se mantenía apartado de los demás, comprendí que tenía muy pocas esperanzas de que lográramos éxito. Tenía esa expresión de resignación y fatalismo totales que caracteriza a los japoneses.

—Nadie sabe lo que traerá el mañana —le dije—. ¿Quién puede saber si, cuando lleguemos a Roma, las cosas no cambiarán o si un rayo de sol brillará de pronto a través de la lluvia? Yo no he perdido la esperanza. No la perderé hasta el fin. No podemos saber qué hay en la mente de Dios.

Al decirlo volví la mirada al horizonte. Era casi como si estuviese tratando de alentar no a Hasekura, sino a mi propio corazón desanimado. Para ser veraz, ya no puedo comprender la mente de Dios. No sé si Dios acepta o rechaza mi deseo de plantar la simiente de Su palabra en el Japón. Lo único que ahora me sostiene es el conocimiento de que el hombre no puede adivinar la voluntad insondable de Dios. Lo que puede parecemos un fracaso es quizás, para Dios, una siembra provechosa o un cimiento sobre el cual se elevará algún resultado futuro. Me lo repito todas las noches cuando rezo. Pero esto no basta para aplacar ni satisfacer mi corazón.

—Oh, Señor —grito desde las profundidades de mi ser—. Dime, por favor, ¿es Tu voluntad que abandone al Japón? ¿O me pides que no abandone la esperanza hasta el final? Esto es todo lo que deseo saber.

Pero no hay ante mí otra cosa que el silencio. En la oscuridad, Dios calla. A veces oigo una risa. La risa burlona de aquella mujer.

Dios es el punto central de todo orden, la medida de toda la historia. Debajo de las corrientes de la historia humana, Dios dibuja otra historia de acuerdo con su propia voluntad. Lo sé. Pero todo lo que he hecho, todo lo que he planeado y soñado, e incluso el Japón mismo, pueden no ser parte de esa historia concebida por la mente de Dios. ¿He sido sólo un estorbo?

Sin embargo, Jesús mismo experimentó durante su vida la desesperación que ahora conozco. Cuando estaba en la cruz, gritó: «Eli, Eli, lamma sabacthani. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Jesús debe de haber sido incapaz de discernir la voluntad de Dios, como lo soy yo ahora. Pero justamente antes de entregar su alma, Jesús venció esa desesperación. Y le ofreció a Dios su voto de confianza: «En tus manos encomiendo mi espíritu». Esto lo sé. Y me gustaría convertirme en una persona parecida.

—Señor Velasco.

Hasekura interrumpió mis divagaciones. Habló vacilante, como un creyente que confiesa a un sacerdote los oscuros secretos de su corazón.

—Hace tiempo que deseaba preguntaros algo... Si llegamos a Roma y no se nos concede lo que pedimos, ¿os quedaréis en España?

—Yo... retornaré al Japón con vosotros. No tengo otro país adonde ir. Japón me parece más mi tierra que aquella donde nací y donde fui educado. —Dije «mi tierra» con énfasis especial—. Iré con vosotros hasta el fin.

—Señor Velasco, ¿es que no habéis comprendido? Si nuestras esperanzas se frustraran en Roma —Hasekura escupió con violencia las palabras que se agazapaban en su corazón—, el señor Tanaka... cometerá seppuku.

Y luego miró el océano gris y calló.

—A un cristiano no le está permitido —respondí con voz temblorosa— tomar con su propia mano la vida que Dios le ha dado.

—No nos hemos convertido al cristianismo de buena fe, nos hemos convertido contra nuestra voluntad por el bien de nuestra misión y por Su Señoría.

Hasekura mostraba una frialdad que jamás había revelado antes. Era casi como si se vengara de mí.

—¿Por qué cometería seppuku?. Es tan inútil...

—El señor Tanaka se sentiría deshonrado si no cometiera seppuku. No podría enfrentarse a sus parientes y amigos.

—¿Por qué esa deshonra? Sé cuánto habéis sufrido por vuestra misión. Como testigo de vuestro viaje, se lo diré al señor Shiraishi y al Consejo de Ancianos.

—Señor Velasco —suspiró Hasekura—, no comprendéis a los japoneses.

Me quedé en cubierta después de que Hasekura se marchara, con un espíritu más oscuro que el mar. Tanaka hablaba con sus servidores. Nada permitía pensar que la afirmación de Hasekura fuera verídica.

La tarde del segundo día después de nuestra partida de Saint-Tropez vimos finalmente a lo lejos el puerto de Génova en el reino de Savona, una ciudad blanca sobre una colina de color castaño amarillento, bañada por la pálida luz del sol. En el centro se alzaba la torre de un viejo castillo gris. Señalé la torre y dije a los emisarios y a sus servidores que un hombre llamado Cristóbal Colón, nacido allí, había atravesado el océano en busca de un dorado reino del Asia y que ese reino dorado que buscaba no era otro que el Japón.

Cuando nos acercamos, el sol de la tarde iluminaba una parte de la ciudad. Me apoyé en la borda y, como Colón, pensé en el «país dorado». Para Colón era una extraña tierra oriental llena de tesoros que se podían saquear. Para mí esa nación insular era un país donde un día se podría sembrar la Palabra de Dios. Colón buscaba un país dorado que nunca pudo encontrar, y yo había sido expulsado de él. Ah, el Japón. ¡Qué tierra arrogante, que sólo sabe tomar y no dar!

Durante cinco días navegamos hacia el sur siguiendo la costa de Italia hacia Civitavecchia, el puerto próximo a Roma. Llegamos por la noche. Llovía. En el muelle, velado por la bruma y brillante de gotas de agua, varios hombres con linternas se erguían como espectros junto a cuatro coches que nos esperaban pacientemente. Habían sido enviados para recibirnos por el cardenal Borghese. Por su actitud correcta pero fría, se podía calcular el grado de su descontento. El alojamiento dispuesto para nosotros era la fortaleza de Santa Severa, propiedad del cardenal Borghese.

El trato que recibimos allí no fue el que correspondía a unos embajadores extranjeros.

Supe entonces cómo eran las cartas y las instrucciones acerca de nosotros que se habían enviado desde Madrid.

Todas las noches yo despertaba y meditaba sobre nuestra situación.

«La delegación de embajadores japoneses era sumamente serena y reservada. Eran todos de baja estatura y tenían el rostro bronceado por el sol. Tanaka, Nishi y Hasekura tenían narices chatas y pequeñas, y el largo pelo atado con cintas blancas. Nos dijeron que ésa era la marca de los caballeros japoneses. Cuando salían, usaban ropas morado oscuro, pero en las ocasiones ordinarias vestían hábitos de monje con cuello pequeño y sombreros de estilo español. Las espadas que llevaban eran sumamente afiladas y apenas curvadas. Cuando comían manipulaban con destreza dos finos palillos para recoger el alimento; les agradaba más que ninguna otra cosa la sopa de col y cebolla.» (Del diario de la viuda Costo, de Génova.)

Las mismas miradas suspicaces de Madrid. Las mismas preguntas repetidas, las mismas respuestas. Durante los últimos días he sido interrogado aquí en Civitavecchia por el padre Cossudacudo, el secretario privado del cardenal Borghese, y por monseñor don Pablo Alla Leone. Desde el principio mis opiniones han chocado con las de ellos en numerosas oportunidades. Sostienen que la tarea evangelizadora es ahora imposible en el Japón y que ya no se puede enviar allí misioneros, en tanto que yo insisto en que todavía hay esperanzas, siempre que demos a los japoneses ventajas comerciales y les demostremos que no tenemos intenciones agresivas. Ellos, por su parte, afirman que el Vaticano ha mantenido una tradición de no interferencia en los asuntos políticos internos de otros países y dicen que el mismo Papa no tiene autoridad suficiente para imponerse a las decisiones del rey de España. Como siempre, he replicado que el problema es sólo el de la obra evangelizadora y que seguramente Su Santidad no querría sumergir a los cristianos japoneses, que carecen ahora de obispo y de Iglesia, en el eterno aislamiento.

Por supuesto, los emisarios, incapaces de hablar en nuestra lengua, no han participado en estos debates. Sólo pueden oír el informe de los acontecimientos que yo les doy en la helada fortaleza de Santa Severa. Pero ya ni siquiera las predicciones más optimistas pueden alegrar los rostros taciturnos de Tanaka y de Hasekura. Es comprensible. Estos japoneses han sufrido demasiadas desilusiones. Nishi tiene fiebre. Este hombre que ha hecho todos los esfuerzos para parecer jovial, y que, entre todos los japoneses, ha demostrado la mayor curiosidad, ya no puede dominar la fatiga que se ha apoderado de su mente y de su cuerpo. Y también yo estoy exhausto. Mientras miraba la cara dormida de Nishi, que parece aún más joven de lo que es, advertí que ya no me importaba lo que ocurriera.

Tuvimos que esperar dos o tres días para conocer la decisión del cardenal Borghese. El quinto día fui llamado a la villa del cardenal en Palidoro. La idea de ser interrogado por este famoso cardenal, el hombre más capaz del Vaticano, sobrino del Papa Pablo V, me paralizaba. Sin embargo, sentía la leve esperanza de que un hombre así quizá comprendería mi entusiasmo por el Japón y por la importancia del esfuerzo evangelizador allí.

En el estudio de su villa, que da a un bien cultivado jardín y a un lago donde nadan los patos, el cardenal, vestido de capa y capelo rojo, me dio la bienvenida sentado. Yo iba deliberadamente vestido con un hábito descolorido durante nuestro viaje. ¿De qué debía avergonzarme? Así como la batalla justifica el uniforme sucio de un soldado, mis humildes ropas testimoniaban las aflicciones de la obra misionera en el Japón, que los clérigos de alto rango de Roma jamás habían experimentado. Por lo tanto, aunque me arrodillé ante él y besé con reverencia su anillo, luego erguí con desafío mi cabeza.

—Hijo mío, levántate.

El cardenal Borghese fingió que no había advertido mi actitud. Sus ojos estaban clavados en mí mientras me ponía de pie, pero cuando habló su voz era suave como si se dirigiera a sí mismo.

—El Vaticano hace todos los esfuerzos posibles para conseguir que sus decisiones sean justas y objetivas. Creemos conocer la diligencia que tú y tu orden habéis demostrado en el Japón. Sea como fuere no hemos aceptado, en principio, las calumnias personales de que has sido víctima.

Hizo revolotear su capa y puso su gruesa manaza sobre mi hombro. Escrutaba mi rostro para ver qué efecto causaba en mí esta acción.

—No puedes saber hasta qué punto el Vaticano ha rogado para que tus esfuerzos en el Japón tuvieran éxito. El Vaticano ha rezado para que la luz del Señor brille en la tierra del Japón. —El cardenal hizo una pausa, y me miró intensamente a la cara—. Pero ahora te pido paciencia. Debes ser paciente.

Durante un instante me sentí intimidado; percibía en la voz y en la actitud del cardenal la amabilidad y la compasión que un padre demuestra a su hijo. El no parecía ignorar el efecto que había causado. Yo advertí de inmediato que el cardenal Borghese era menos un clérigo que un astuto político.

—Debes comprender —dijo el cardenal, con la mano todavía en mi hombro—, que el Vaticano ya no puede enviar misioneros como tú a una tierra donde hay persecuciones. Así como ningún general enviaría voluntariamente a sus soldados a una muerte insensata en el campo de batalla cuando sabe que serán derrotados...

—No. —Recobré el equilibrio emocional—. Su Eminencia, no creo que el Japón sea una batalla perdida. Si nuestra empresa misionera no ha tenido éxito, la culpa es de las anteriores tácticas de los jesuitas.

El cardenal sonrió. Era la sonrisa dolorida de un anciano maestro que se enfrenta a un niño irascible.

—Su Eminencia, un misionero no es como un soldado. A veces la muerte de un soldado puede ser fútil; pero cuando un misionero muere en la persecución, se ha sembrado una semilla imperceptible para el ojo humano. Pero que manifiesta la gloria de Dios...

—Lo que dices es verdad. Durante la persecución en Roma, Pedro, el primer Papa, sembró semillas imperceptibles en los corazones de los hombres mediante su martirio.

—Jesús mismo desafió la muerte en el Gólgota.

—Lo que dices es verdad.

Varias veces repitió el cardenal «lo que dices es verdad». Luego la sonrisa se desvaneció bruscamente de sus labios y una expresión severa apareció en su rostro.

—Pero no vivimos en la época del Señor y de los apóstoles, hijo mío. Gobernamos una vasta organización. Somos responsables ante las naciones cristianas. Y como organización, tenemos cierta política. Aunque esta política te parezca cobarde o sucia, la organización se mantiene gracias a ella. Se mantiene el orden, y los creyentes conservan la fe con confianza en las naciones cristianas.

—Pero aunque sean pocos, hay algunos creyentes en el Japón. Varios han abandonado sus hogares y sus propiedades y se esconden en las minas y en las montañas para poder conservar cada partícula de su fe a pesar de la persecución.

Mientras respondía, recordé el rostro del hombre que había venido a buscar confesión en Ogatsu. No podía saber si vivía o había muerto. Pero por las personas como él debía decirle al cardenal las cosas que era menester decirle.

—Esos creyentes ya no tienen una iglesia. Ya no hay misioneros que los alienten, que les den ejemplo. Si el Vaticano es una madre magnífica que protege a los creyentes, ¿no tienen también ellos el derecho de ser abrazados por ella? ¿Acaso no son ellos como esa oveja separada del rebaño de que habla la Biblia?

—Si para buscar esa oveja las demás quedan expuestas al peligro —dijo tristemente el cardenal—, el pastor no tiene otra opción que abandonarla. No es posible ayudarla si se desea proteger la organización.

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