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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (33 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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No era una barrera lo que separaba a Malus de su propio cuerpo: era el propio Tz'arkan quien lo hacía. El control que el demonio tenía sobre él era mucho más absoluto de lo que se había atrevido a imaginar. Era como si sus papeles se hubieran invertido, y ahora él fuera el espíritu desposeído que acechara dentro de un cuerpo que no le pertenecía.

La presencia del demonio disminuyó de inmediato, como un depredador que se detuviera cautamente en medio de un paso. Malus apretó los dientes y se obligó a calmarse, a enlentecer el irregular batir de su corazón. Tz'arkan estaba prestando atención a sus reacciones. Resultaba evidente que el demonio no quería que él conociera la extensión del control que tenía. Pero ¿por qué?

La respuesta se insinuó de inmediato: por la Espada de Disformidad. Tenía el poder de contrarrestar la influencia del demonio. Sin duda, Tz'arkan temía que si él se daba cuenta de cuánto control tenía sobre él, eso lo impelería a empuñar otra vez la espada ardiente. Mientras la Espada de Disformidad permaneciera dentro de la vaina, en el lomo de Rencor, el demonio tendría la ventaja, y según comprendió el noble con creciente horror, más libertad de acción de la que tendría en caso contrario.

«Las pesadillas, —pensó—. ¿Y si no estuviera deambulando en estado de sonambulismo? ¿Y si fuera el demonio el que me moviera por ahí como si fuera una marioneta?»

De repente, se oyó un grito apagado procedente de arriba, y el sonido de unos pies que corrían. Malus percibió un alarido estrangulado que pareció sonar justo encima de su cabeza, y luego algo de metal bajó repiqueteando y chocando por el pozo de seis metros, arrancando chispas a los escalones. Malus y los mercenarios mascullaron maldiciones cuando el objeto se estrelló contra el suelo del túnel con un golpe sordo, junto a una bota del noble.

Malus se inclinó y palpó el suelo en busca del objeto. Sus dedos protegidos por el guantelete tintinearon suavemente contra algo de metal, y luego la mano encontró la empuñadura de una espada.

En lo alto se oyeron suaves sonidos de movimiento.

—Todo despejado —susurró Bolsillos.

El noble alzó la mirada hacia la oscuridad, con el ceño fruncido.

—¿Tiene algún sentido susurrar ahora? —preguntó con voz normal.

—No lo sé. Tal vez. —La jugadora hablaba con tono defensivo—. No se puede ser demasiado cuidadoso, ¿verdad?

—Evidentemente, no —le gruñó Malus—. Ahora subimos. Entretanto, intentad no dejar caer nada sobre nuestras cabezas.

El noble tomó la delantera. Cogió con una mano uno de los escalones de hierro y comenzó a ascender lentamente hacia la cavernosa oscuridad. Sus manos parecían encontrar los escalones sin esfuerzo, y entonces se preguntó si el demonio no estaría guiándole sutilmente las manos, usando sentidos que escapaban a su comprensión.

Al aproximarse a la superficie, Malus descubrió que la oscuridad disminuía un poco a causa de un débil resplandor anaranjado que marcaba líneas duras y siluetas negras en la lobreguez. Halló el borde superior del pozo, y al impulsarse fuera del agujero, encontró la forma oscura de Bolsillos esperándolo a pocos pasos de distancia. Grandes cajones, muchos llenos de lo que parecían barras y láminas de metal, se encontraban dispuestos en ordenadas hileras alrededor de la oculta trampilla. Junto a Bolsillos yacía el cuerpo de un bárbaro, con las manos cubiertas de cicatrices aparentemente tendidas hacia el pozo abierto.

—Encontramos a un grupo de estos animales atiborrándose de carne junto a un pequeño fuego que habían encendido al otro lado de esos cajones —susurró la druchii—. Cortador y yo nos los cargamos a todos, pero éste debía de haberse marchado a mear a alguna parte. Fue su espada la que cayó por el pozo.

Malus se irguió y miró a mi alrededor. Se encontraban cerca del frente del edificio, y el resplandor anaranjado que habían visto antes procedía del pequeño fuego que habían encendido los bárbaros, y de la oscilante luz de hogueras mucho más grandes que entraba a través de las enormes puertas abiertas del edificio. Malus atravesó silenciosamente el abarrotado espacio y se asomó con cautela al exterior. Al caer la noche, la horda del Caos había encendido hogueras por toda la ciudad exterior, y columnas de fuego y humo ascendían en el aire desde los almacenes que había dispersos por los distritos de la ciudad. Un viento tibio y fuerte susurraba en los aleros del almacén animados por las agitadas columnas de fuego que proyectaban sombras movedizas, y Malus creyó oír los débiles gritos de la horda que celebraba su victoria, transportados por el viento cálido.

Por el momento, las calles cercanas parecían estar desiertas. Malus suspiró de alivio, y se volvió a mirar a Bolsillos.

—¿Cuántos bárbaros había?

—Cinco, contando a éste —replicó ella.

El noble asintió con la cabeza.

—Quitadles las capas y las pieles. Las necesitaremos.

En el momento en que Bolsillos se ponía manos a la obra, el primero de los mercenarios salía del pozo. Malus montó guardia en el entretanto, mientras repasaba una vez más su plan de batalla para buscar en él posibles puntos débiles. Después del desastre del norte, estaba decidido a no volver a manchar su honor con otra costosa derrota.

Al cabo de unos minutos, Hauclir se hallaba de pie a su lado.

—Estamos preparados, mi señor —dijo en voz baja.

Malus asintió con la cabeza y retrocedió para reunirse con los soldados. Se inclinó para recoger el primer conjunto de pieles de la pila que habían formado Cortador y Bolsillos.

—Hauclir, tú y los ballesteros poneos esto —dijo mientras se cubría los hombros con la piel maloliente—. Bolsillos, Cortador y Diez Pulgares permanecerán en medio del grupo.

Los labios de Hauclir se fruncieron con asco, pero se inclinó obedientemente y cogió una capa manchada de sangre.

—Esto no va a engañar a nadie.

—Si mantenemos las distancias, debería bastar —le respondió Malus—. Sólo tenemos que parecemos lo bastante en la oscuridad como para no levantar ninguna sospecha hasta que lleguemos a la plaza.

Una vez que Hauclir y los ballesteros estuvieron cubiertos por las prendas de los bárbaros, el grupo de incursión se puso en marcha, avanzando con sigilo por las oscuras calles atestadas de cadáveres. La salida del túnel estaba situada al sur de la ciudadela, así que se vieron obligados a dedicar casi tres horas a recorrer una ruta tortuosa en torno a la ciudad interior, hasta que pudieron aproximarse a distancia de ataque de las máquinas de asedio.

La horda del Caos había rodeado por completo la fortaleza interior como una nube de langostas enloquecidas. En algunas zonas de la ciudad, ardían incendios descontrolados, y bandas de aullantes hombres bestia y bárbaros arrasaban los distritos antes ordenados, saqueando y destruyendo todo lo que encontraban a su paso. Alaridos de terror y dolor desgarraban la noche. El enemigo había tomado cientos de prisioneros después de caer la muralla exterior, y ahora saciaban con los cautivos sus bestiales apetitos de todas las horribles maneras posibles. El pequeño grupo de incursión pasó prácticamente inadvertido en medio de semejante pandemónium; sólo una vez se les acercó una banda de bárbaros lo bastante como para echarle una buena mirada al furtivo grupo, pero los mataron con disparos de ballesta antes de que pudieran lanzar un grito de alarma. Bolsillos, Cortador y Diez Pulgares les quitaron las pieles para ponérselas, y el grupo de incursión continuó su camino.

Finalmente, justo pasada la medianoche, los mercenarios y Malus se encontraron al norte de la amplia plaza donde estaban las máquinas de guerra. Las enormes catapultas habían estado disparando sin descanso durante horas; cada una era del tamaño de una casa y descansaba sobre sólidas ruedas con llanta de hierro, y las diferentes piezas las sujetaban clavijas de hierro gruesas como espinillas. Casi cien esclavos se empleaban en cada máquina para echar atrás el enorme brazo hasta situarlo en posición de disparo, y otra cincuentena se dedicaba a cargar la máquina de asedio con rocas o escombros de muchas decenas de kilos. Los gruesos muros del cuerpo de guardia de la muralla interior y sus altas puertas se veían ya tocados. Nuarc había tenido razón; dado suficiente tiempo, las máquinas del Caos derribarían las fortificaciones.

«Desgraciadamente para ellos —pensó Malus con una sonrisa malévola—, el tiempo casi se les ha acabado.»

El grupo de incursión se había ocultado dentro de unas barracas situadas a dos manzanas al norte de la plaza, lo bastante cerca como para oír el chasquido de los látigos de los capataces y el golpe de las catapultas al disparar. Por última vez, Malus consideró las siguientes fases del plan. Todo parecía estar en su sitio. «Todo va de acuerdo con lo planeado —pensó el noble—. Obviamente, se me escapa algo.»Tras pensar durante un momento, llamó a Cortador con un gesto.

—¿Mi señor? —dijo el mercenario, al acuclillarse silenciosamente junto a Malus.

—Quiero que explores los alrededores de la plaza —dijo Malus—. Hasta ahora hemos tenido buena suerte, pero empiezo a preguntarme cuánta nos queda. Ve a ver si hay algo fuera de lo normal.

—Tienes razón, mi señor —gruñó Cortador, y se desvaneció oscuridad adentro.

Mientras tanto, los demás se instalaron en las sombras e hicieron lo que pudieron por descansar.

Pasó otra hora y media. La noche era cada vez más fría al aproximarse al amanecer, y sobre el adoquinado de fuera brillaba una fina capa de escarcha. A Malus le recordó el paso de las estaciones y los pocos granos de arena que quedaban en el reloj del demonio. «¿Estaré librando la batalla equivocada?», se preguntó. Allí estaba, arriesgando su vida por los defensores de la fortaleza, cuando debería haber estado buscando un modo de conseguir el Amuleto de Vaurog y escapar hacia el norte. Según estaban las cosas, le quedaban sólo unos días antes de comenzar a consumir el tiempo necesario para llegar hasta el lejano templo de Tz'arkan.

Por el momento, su apurada situación y la apurada situación de la fortaleza eran una y la misma. Mientras Nagaira y su paladín estuvieran rodeados por un ejército, estarían a salvo. Eso iba a tener que cambiar.

Hauclir y varios de los mercenarios dormían cubiertos por sus mugrientas capas cuando Cortador regresó por fin y se instaló junto a Malus.

—Es una emboscada —dijo el druchii de rostro marcado por la erupción—. Hay un centenar de bárbaros que esperan en las barracas del lado oeste de la plaza, con centinelas apostados en el tejado.

Rumores de sobresalto pasaron entre los mercenarios. De repente, Hauclir estaba completamente despierto.

—¿Esperaban que atacáramos las catapultas?

—Claro que sí —dijo Malus mientras asentía con la cabeza para sí mismo—. Saben que no podemos permitirnos dejar que nos aporreen a discreción. Es posible que incluso esperaran que yo encabezara la incursión —comprendió Malus, de pronto—. Obviamente, es el tipo de cosa que yo haría. —Se frotó pensativamente el puntiagudo mentón—. Pero continuamos teniendo ventaja.

—Porque ahora sabemos dónde están los emboscados —asintió Hauclir.

—Exacto —replicó el noble. Volvió a mirar a Cortador—. ¿Todos los emboscados están en un solo edificio?

El asesino asintió con la cabeza.

—De no haber sido por sus centinelas, no habría sabido que estaban allí. Sin luces, sin fuego..., son un atajo de animales listos.

Malus pensó en el asunto. Había que tomar una decisión crucial.

—Muy bien —dijo, al fin—. Hauclir, llévate a Cortador y a los ballesteros, y dad un rodeo hasta el oeste. Cuando estéis en posición, matad a los centinelas, y luego atacad a los emboscados con el aliento de dragón que lleváis. Esto último será la señal para que nosotros ataquemos las máquinas de asedio.

—¿La señal para nosotros? —dijo Bolsillos, mirando a Diez Pulgares—. ¿Nosotros tres?

—Un centenar de bárbaros cocinándose vivos deberían constituir abundante distracción —replicó Malus con frialdad—. La suficiente para que podamos entrar en la plaza y dar buen uso a nuestras esferas. Luego nos largamos en medio de la confusión y regresamos al túnel.

La mujer druchii sacudió la cabeza con horror.

—Imposible. Es un suicidio.

Pero Malus sonrió.

—En absoluto. Si hay algo que sé muy bien es que puede llegarse más lejos con la pura audacia que con cualquier otra cosa. Simplemente haced lo que yo haga, y saldremos con bien de ésta. —Sin esperar más protestas, le hizo un gesto de asentimiento a Hauclir—. Reúne a los tuyos y poneos en movimiento —dijo—. Os daremos media hora para situaros en posición.

Sin decir una sola palabra, Hauclir se puso de pie y les hizo un gesto a los ballesteros. Al cabo de unos minutos, Malus los vio desaparecer al otro lado de la estrecha calle, adentrándose en un umbrío callejón que iba hacia el oeste.

Bolsillos y Diez Pulgares recogieron sus armas y se reunieron con Malus en la puerta.

—Está tan loco como tú, mi señor —dijo ella, haciendo con la cabeza un gesto en la dirección por la que se había marchado Hauclir.

Malus sonrió con tristeza.

—En otros tiempos, sirvió a un noble que era amante de los riesgos estúpidos, un completo chiflado. Supongo que eso le ha dejado huella.

La mujer druchii frunció el ceño.

—¿De verdad? Debería haberlo adivinado. ¡Qué mentiroso!

Malus le dirigió una mirada de perplejidad.

—¿De qué estás hablando?

Ella se encogió de hombros.

—Nos contó que su antiguo señor era un héroe, tan malvado e inteligente como el que más.

La sonrisa del noble desapareció.

—No podría haber estado más equivocado —dijo, repentinamente incómodo—. Vamos. Tenemos que acercarnos más a la plaza.

Sin apartarse de las sombras, los tres druchii se escabulleron por la larga avenida en dirección a las máquinas de asedio. Filas de trabajadores esclavos iban y venían, arrastrando carros cargados de rocas destinadas a las grandes catapultas. Bárbaros a lomos de caballo azotaban a los esclavos y los instaban a avanzar con salvajes maldiciones. Siempre que uno de los bárbaros se aproximaba, Malus conducía a los mercenarios al interior del edificio más cercano, hasta que el jinete pasaba de largo.

Tardaron casi veinte minutos en recorrer las dos manzanas que los separaban del borde de la plaza. Allí aguardaba un pequeño grupo de bárbaros, vigilando ostensiblemente la entrada de la avenida, pero se pasaban saqueados pellejos de vino de mano en mano y se gruñían unos a otros en su bestial idioma. El noble condujo a los dos mercenarios al interior de un callejón cercano.

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