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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (49 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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—¡He ganado! —gritó.

Algo le tironeó de un costado de la cara. Con gesto ausente, Malus levantó la mano derecha para quitárselo. Tenía la mejilla fría al tacto.

Con el ceño fruncido, los dedos del noble se cerraron sobre la pequeña forma dentada que tenía clavada en la piel. Sintió una leve punzada de dolor al arrancársela, y la sostuvo ante sus ojos.

Se trataba de un trozo de cristal del tamaño de una moneda de oro, de bordes más afilados que un cuchillo. Ni siquiera había sentido que se le clavara en la piel.

Peor aún, no había sangre en él. Ni siquiera tenía una oscura mancha de icor. A Malus se le secó la garganta.

Alzó la mano una vez más y presionó delicadamente los dedos contra un costado del cuello. Por mucho que lo intentó, no percibió el palpitar de la sangre dentro de las venas.

—¡Ay, no! —jadeó—. ¡Ay, bastardo infernal! Te la has llevado. ¡Te has llevado mi alma tres veces maldita!

El grito de furia del noble fue ahogado por otro ominoso gemido. Se oyó un crujido de piedra partida, y luego un estruendo atronador al hundirse parte del techo de la cámara. Las pesadas losas de obsidiana golpearon el ya debilitado suelo y lo atravesaron, precipitando una lluvia de destrozados tesoros y toneladas de escombros sobre el piso de abajo.

De repente, el aire resonó con ominosos gemidos y crujidos también por encima de Malus.

—Madre de la Noche —gruñó el noble. El demonio aún podría lograr que el condenado templo se le derrumbara encima.

Miró hacia la puerta abierta. ¿Qué sucedería cuando saliera fuera del alcance de los hechizos de contención? ¿La muerte se lo llevaría por fin?

Se produjo una detonación seca justo por encima de Malus, y un trozo de obsidiana del tamaño de su torso se estrelló contra el suelo a poca distancia a su izquierda. Eso hizo que el noble se decidiera. De todos modos, si se quedaba donde estaba era como si ya estuviera muerto. Recogió el guantelete y la Espada de Disformidad, y echó a correr.

No había dado más de una docena de pasos cuando el resto del techo cedió con un prolongado rugido demoledor. Por su lado pasaron ráfagas de piedra pulverizada que lo envolvieron por un instante en una sofocante niebla negra. Con los dientes apretados, Malus continuó corriendo en dirección al sitio en que sabía que estaba la puerta. El suelo se sacudía debajo de él por efecto de las toneladas de escombros que se desplomaban del techo del templo.

De repente, el suelo se hundió bajo sus pies y se precipitó de cabeza al vacío. Cayó durante un largo instante vertiginoso, y luego se estrelló de cara contra un inclinado suelo de piedra. Una vez más, el dolor pareció un extraño eco de la sensación verdadera; sabía que se había hecho daño, pero no estaba seguro de la gravedad de la herida. Sintió que resbalaba un par de metros antes de detenerse contra un tramo de suelo horizontal. Sacudió violentamente la cabeza para intentar aclarársela, y al fin se dio cuenta de que había caído por la larga rampa que descendía hasta las dependencias privadas del piso que había debajo de la cámara del tesoro.

El aire continuaba cargado de polvo y humo. Malus se puso trabajosamente de pie, tosiendo al esforzarse por respirar en la oscuridad marrón grisácea. El suelo continuaba temblando bajo sus pies, y los sonidos de piedras que se desplomaban se habían fundido en un largo rugido apagado. Con la Espada de Disformidad en la mano, continuó corriendo niebla adentro, avanzando de memoria en busca de la parte superior de la escalera de caracol.

Mientras corría, caían piedras en torno a él; chocaba contra montones de escombros que se interponían en su camino, pero cada vez volvía a levantarse y continuaba corriendo. Los minutos se estiraban interminablemente, hasta el punto de que llegó a pensar que había dado media vuelta en la oscuridad y ahora estaba irremediablemente perdido. Sin embargo, justo cuando comenzaba a desanimarse, una ráfaga de aire le golpeó la cara, y salió a un espacio despejado que mantenía limpio una corriente de aire ascendente que parecía proceder de un horno. Ante él se encontraba la escalera de caracol, con la pared iluminada por un ominoso resplandor anaranjado.

—Madre de la Noche —maldijo mientras vacilaba en el escalón superior y sacudía la cabeza, impotente—. No hay otro camino de salida que no sea hacia abajo —dijo al fin—. Si esto no me calienta los huesos, nada lo hará.

Tras inspirar profundamente, bajó a la carrera la escalera de caracol. El calor le presionaba el cuerpo como una muralla, pero sólo sentía el más ligero eco de tibieza. El aire ondulaba y rielaba como un espejismo del desierto mientras él descendía cada vez más hacia el lago de fuego.

Salió a un umbral de piedra fundida, ante la boca de las hirvientes fauces de un dragón. El magma burbujeaba cien metros más abajo. Mientras Malus observaba, trozos de roca del techo de la caverna se precipitaron al agitado mar, y levantaron columnas de piedra fundida de más de dos metros de altura. Los bordes inferiores de las alas del demonio que había al borde de la plaza brillaban de color blanco anaranjado y goteaban regueros de roca fundida dentro del lago.

Malus envainó la Espada de Disformidad y se puso el guantelete de la mano derecha, para luego continuar bajando rápidamente la escalera. No obstante, al posar un pie sobre la primera de las rocas flotantes, la escalera se movió con violencia debajo de él. La roca de varias toneladas se bamboleó, y comenzó a descender, cada vez más velozmente.

—¡Bendita Madre de la Noche! —gritó Malus, con los oscuros ojos desorbitados a causa de la alarma.

Tomó impulso y saltó a la roca siguiente, y también ésta inició su mortífero descenso. Sin apenas atreverse a parar, el noble aceleró y saltó de una roca a la siguiente, acercándose cada vez más al lago de magma de abajo. Detrás de él, las rocas caían al lago, estallaban en pedazos y hacían saltar al aire enormes columnas de piedra fundida.

El último escalón estaba a poco más de tres metros y medio por encima del lago de fuego. Cuando sus botas lo tocaron, se precipitó hacia el magma, y casi de inmediato chocó contra la superficie. De las fisuras de la piedra se alzaron chorros de vapor, y la roca explotó bajo los pies del noble. Vociferando todos los juramentos que conocía, Malus se lanzó hacia delante y saltó a través de la corta distancia que lo separaba de las recalentadas piedras de la plaza. Cayó con fuerza sobre rodillas y codos, y sintió que el acero de su armadura siseaba contra las ardientes piedras.

La plaza comenzó a temblar debajo de Malus, y un ominoso retronar empezó a aumentar por encima de su cabeza. Se puso de pie, atravesó la amplia plaza a la carrera y cruzó la cámara de los Dioses del Caos que había al otro lado. Las caras de los Poderes Malignos le sonrieron burlonamente desde sus pedestales cuando pasó entre ellos. De haber tenido tiempo, le habría encantado arrastrarlos a todos por la plaza y echarlos de cabeza al lago de fuego.

El retumbar iba en aumento. Malus sintió un viento que arreciaba detrás de él al acelerarse el derrumbamiento del templo. Para cuando llegó a la antecámara, aullaba como un demente, esperando que el techo se le hundiera encima de un momento a otro. Los fantasmas aún atrapados dentro de la cámara por la fuerza de sus antiguos juramentos lo contemplaron con silencioso horror cuando los abandonó a su suerte.

Malus salió precipitadamente a la nevada noche con un bramido de desesperación justo en el momento en que el templo se hundía completamente detrás de él. El suelo se estremeció como si lo hubiera golpeado el martillo de un dios, y lanzó al noble boca abajo sobre la superficie congelada. Los sonidos de piedra partida y tierra que se asentaba continuaron durante largos minutos detrás de él. Cuando por fin cesaron, el silencio que se extendió por los bosques circundantes resultó ensordecedor.

Lenta, cuidadosamente, Malus se puso de pie. Al volverse vio que el templo de Tz'arkan ya no existía. El enorme edificio se había desplomado sobre sí mismo y había caído al voraz lago de fuego. Lo único que quedaba eran pilas de obsidiana derrumbada, envueltas en los vapores tóxicos que manaban del magma de abajo. Miró la devastación y le sorprendió no experimentar alivio alguno por haber escapado. En realidad, no sentía nada en absoluto.

Unos leves sonidos de movimiento procedentes de la entrada del recinto del templo hicieron que Malus se volviera. Se acercaban grupos de hombres bestia con expresión de pasmo reverencial en los deformes rostros al contemplar la destrucción del gran templo. El jefe, el chamán de un solo ojo, se arrodilló ante Malus.

—¿Qué significa esto, gran príncipe? —graznó en su bestial idioma.

La mirada del noble recorrió a la muchedumbre que iba aumentando, y fue a posarse sobre el pasmado chamán. Su furia se había extinguido. Sentía el cuerpo vacío, los huesos tan fríos como la piedra. «No es la sensación que debe causar la victoria», reflexionó.

—¿Qué significa? —repitió con voz muerta—. El fin del mundo, por supuesto. Para ti, quiero decir.

Desenvainó la ardiente espada de Khaine y se la mostró a la manada. Luego, les enseñó lo que era capaz de hacer.

Malus Darkblade exprimió la última gota de sangre del corazón del hombre bestia dentro de la colmilluda boca de
Rencor
, y luego lo arrojó al montón con los demás. Frunció pensativamente el ceño, se quitó el guantelete empapado de sangre y apoyó la mano contra el costado del hocico del gélido. No sabía si el calor del cuerpo del nauglir estaba aumentando o no.

—Vamos, maldito seas —susurró—, ahora hay aquí la carne suficiente como para alimentar a un escuadrón de gélidos. Sólo tienes que levantar ese escamoso hocico que tienes y comer.

El nauglir no hizo movimiento alguno hacia la pila de extremidades cortadas que Malus había amontonado a escasos centímetros de sus fauces. La bestia de guerra lo contemplaba con un gran ojo rojo. Sacudiendo la cabeza, el noble se puso de pie.

—Ya he hecho por ti todo lo que puedo hacer, enorme montón de escamas. Si te me vas a morir ahora, acaba de una vez. Depende de ti. Pero si quieres vengarte de mí por todos los castigos que te he infligido en las últimas semanas, necesitarás recuperar fuerzas.

Suspirando para sí, el noble le volvió la espalda y avanzó hacia la rugiente hoguera que había encendido con piedra fundida y pilas de leños cortados. En varios metros a la redonda, el terreno que rodeaba la hoguera se había transformado en fango revuelto teñido de rojo. Cuerpos y trozos de cuerpos cubrían la tierra hasta donde alcanzaba la vista de Malus. Había logrado mantener el control suficiente como para no matar a las últimas docenas de hombres bestia, a los que había puesto a trabajar en el descuartizamiento de sus compañeros y la recolección de troncos para el fuego. Había tenido la intención de matarlos en cuanto hubieran acabado, pero mientras se ocupaba de alimentar a
Rencor
se habían escabullido oscuridad adentro. Dudaba de que volviera a verlos.

Durante la hora siguiente se dedicó a recoger los huesos de sus antiguos guardias y a echarlos uno a uno al rugiente fuego. Creía que les debía eso, aunque no sintió nada cuando los entregó a las llamas.

«Estoy muerto por dentro —pensó, mientras observaba los huesos que se ennegrecían dentro del fuego—. Muerto por dentro, muerto por fuera. Un señor de la destrucción, en efecto.»

Tz'arkan había dicho la verdad. El demonio se lo había arrebatado todo justo cuando parecía que tenía al alcance de la mano sus más profundos deseos. «Podría volver a casa —pensó—. Aún soy el paladín del Rey Brujo; y tras la amarga victoria de Ghrond, el rey tendrá necesidad de manos fuertes para que le ayuden a salvaguardar el reino.» Aún podría saldar cuentas con Isilvar. Podría encontrar a Hauclir, si aún vivía, y ponerse a reconstruir su vida una vez más.

Y sin embargo..., y sin embargo, no sentía nada. Ni hambre. Ni expectación, siquiera, ante la perspectiva de dulce venganza contra su último hermano superviviente. No sentía odio por el último golpe traicionero que le había asestado el demonio.

«No siento odio —pensó, sacudiendo la cabeza—. Esta no es manera de vivir para ningún druchii.»

Malus contempló las llamas durante largo rato, observando cómo las piedras fundidas quemaban los huesos de sus guardias personales hasta reducirlos a polvo. Hacia el final de la noche comenzaron a caer más copos de nieve, y para cuando la aurora hizo palidecer el cielo, ya había decidido lo que debía hacer.

Cuando se volvió hacia
Rencor
, se encontró con que el nauglir estaba de pie y hozaba vorazmente entre las pilas de carne de hombre bestia que tenía delante. La visión hizo aflorar una sonrisa a la cara del noble. Mientras la bestia de guerra comía, le examinó las patas posteriores y la cola en busca de signos de enfermedad o torceduras. El nauglir observó a su amo en tanto trabajaba, y le gruñó ominosamente entre dos bocados. Malus miró al nauglir a los ojos rojos con expresión fingidamente ceñuda.

—Estaba empezando a pensar que ibas a abandonar —dijo—. Es bueno saber que acerté cuando te di el nombre de
Rencor
.

Dejó descansar al gélido hasta bien pasado mediodía, mientras trazaba su plan y recogía trozos de carne para el viaje que tenían por delante. Había oído decir que la vidente del Arca Negra poseía una reliquia que mostraba el emplazamiento de cualquier cosa que deseara encontrar su poseedor, con independencia de dónde o en qué reino se hallara. Iba a necesitar ese instrumento si quería descubrir adonde había ido Tz'arkan.

Iba a recuperar su alma. Malus no tenía ni idea de cómo podía hacerse algo semejante, pero lo lograría o moriría en el intentó. Adondequiera que hubiese huido el demonio, aunque el sitio estuviera dentro de las mismísimas tormentas del Caos, Malus iba a encontrarlo y a recuperar lo que era suyo. Naggaroth y Hag Graef podían esperar. ¿Qué sentido tenía la venganza, si no había manera de saborearla?

A media tarde,
Rencor
estaba preparado para emprender el viaje. Malus examinó sus gastadas alforjas y las raciones de carne, y luego subió pesadamente a la silla. Condujo al nauglir hasta la puerta del recinto, más allá de las veintenas de cadáveres cubiertos de nieve, y lo detuvo ante el largo camino que disminuía hasta perderse a lo lejos.

—Estás ahí fuera, en alguna parte, demonio —susurró Malus al viento gélido—, y si puedes oírme, será mejor que te prepares. El Señor de la Destrucción va a por ti.

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