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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El señor de los demonios (2 page)

BOOK: El señor de los demonios
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Capítulo 1

La primera nevada de la temporada caía blanca y tranquila en el aire quieto y se posaba sobre la cubierta del barco. Los copos, grandes y húmedos, se acumulaban sobre el cordaje, convirtiendo las cuerdas alquitranadas en gruesos cables blancos. El mar aparecía negro con elevadas olas que se rompían mansamente. Desde popa llegaba el retumbar lento y rítmico del tambor de los remeros malloreanos. El barco avanzaba, los copos de nieve caían sobre los hombros de los marineros y entre los pliegues de sus capas rojas. Los remeros se inclinaban y se levantaban al compás del tambor, y exhalaban nubes de vapor con su aliento en el aire frío y húmedo.

Garion y Seda estaban junto a la baranda, arropados con sus capas, contemplando la brumosa cortina de nieve con expresión sombría.

—¡Qué mañana más horrible! —dijo el hombrecillo con cara de rata, disgustado, sacudiéndose la nieve de los hombros. Garion le respondió con un gruñido—. Estás de muy buen humor —añadió Seda con sarcasmo.

—No tengo razones para sonreír, Seda —repuso Garion y volvió a sumirse en la contemplación de los tonos negros y blancos de la lóbrega mañana.

Belgarath, el hechicero, salió de la cabina de popa, miró la caída de la nieve densa, y alzó la capucha de su vieja capa. Luego cruzó la resbaladiza cubierta para unirse a ellos junto a la baranda.

Seda miró de soslayo al soldado malloreano que había subido a cubierta detrás del anciano y se había apoyado sobre la baranda, como por descuido, apenas a unos metros de distancia.

—Veo que el general Atesca sigue preocupado por tu bienestar —dijo señalando al hombre que había seguido los pasos de Belgarath desde que habían zarpado del puerto de Rak Verkat.

—Es una estupidez —dijo Belgarath mirando al soldado con disgusto—. ¿Dónde cree que puedo ir?

Garion tuvo una idea súbita. Se inclinó hacia adelante y habló en voz baja:

—¿Sabes?, podríamos irnos. Tenemos un barco, y un barco va a donde lo dirijas, tanto a Mallorea como a la costa de Hagga.

—Es una idea interesante, Belgarath —asintió Seda.

—Somos cuatro, abuelo —puntualizó Garion—. Tú, tía Pol, Durnik y yo. Estoy seguro de que no nos resultaría muy difícil hacernos con el control del barco. Luego podríamos cambiar el rumbo y girar hacia Mallorea, sin que Kal Zakath se diera cuenta de que no íbamos a Rak Hagga. —Cuanto más pensaba en ello, más le atraía la idea—. Luego podríamos navegar hacia el norte por la costa de Mallorea y desembarcar en alguna cala de las playas de Camat. Sólo estaríamos a una semana de Ashaba. Incluso podríamos llegar allí antes que Zandramas. —Una leve sonrisa se dibujó en sus labios—. Me encantaría que nos encontrara esperándola cuando llegara allí.

—Es una idea muy interesante, Belgarath —dijo Seda—. ¿Podríais hacerlo?

Belgarath se mesó la barba, con aire pensativo, con la vista fija en la nieve que no cesaba de caer.

—Es posible —admitió, y se volvió hacia Garion—, pero ¿qué crees que deberíamos hacer con todos estos soldados malloreanos y con la tripulación del barco una vez que lleguemos a la costa de Camat? No pensarás hundir el barco con toda la tripulación, como suele hacer Zandramas cuando ya no necesita a la gente.

—¡Por supuesto que no!

—Me alegro de oírlo. ¿Y cómo piensas evitar que corran hasta la siguiente guarnición militar en cuanto los dejemos? No sé qué pensarás tú, pero a mí la idea de tener un regimiento de malloreanos pegado a nuestros talones no me hace gracia.

—No había pensado en eso —admitió Garion con una mueca de preocupación.

—Ya me lo imaginaba. Siempre es conveniente pensar en todas las consecuencias de una idea antes de ponerla en práctica. De ese modo, se pueden evitar muchas complicaciones futuras.

—Ya entiendo —dijo Garion, algo avergonzado.

—Sé que eres muy impaciente, Garion, pero la impaciencia es el peor enemigo de los planes bien elaborados.

—¿No crees que ya es suficiente, abuelo? —replicó Garion con amargura.

—Además, es posible que sea necesario que vayamos a Rak Hagga y que nos encontremos con Kal Zakath. ¿Por qué crees que Cyradis iba a delatarnos a los malloreanos después de tomarse tantas molestias para que el Libro de las Eras llegara a mis manos? Aquí sucede algo más, y tal vez no debamos cambiar el curso de los acontecimientos hasta que descubramos qué es.

La puerta de la cabina se abrió y salió el general Atesca, comandante de las fuerzas malloreanas que ocupaban la isla de Verkat. Atesca había sido amable y correcto con ellos desde el mismo momento en que los entregaron a su custodia. También se había mostrado firme en sus intenciones de llevarlos personalmente hasta Rak Hagga, para presentarlos a Kal Zakath. Era un hombre alto, delgado, con uniforme de intenso color rojo, adornado con múltiples medallas y condecoraciones. Andaba con porte erguido y digno, pese a que su nariz, rota hacía tiempo, le daba más el aspecto de un simple pendenciero que de un general del ejército imperial. Caminó por la escurridiza cubierta nevada, sin preocuparse por sus lustrosas botas.

—Buenos días, caballeros —dijo con un rígido saludo militar—. Espero que hayáis dormido bien.

—Bastante bien —respondió Seda.

—Parece que está nevando —observó el general con el tono de quien quiere iniciar una conversación cortés.

—Lo he notado —repuso Seda—. ¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar a Rak Hagga?

—Faltan pocas horas para llegar a la costa, Alteza, pero luego restan dos días a lomo de caballos hasta la ciudad.

—¿Sabes por qué quiere vernos el emperador? —preguntó.

—No me lo dijo —se limitó a responder Atesca—, y no consideré oportuno preguntárselo. Sólo me dijo que debía capturaros y conduciros a Rak Hagga. Si no intentáis escapar, seréis tratados con la mayor cortesía, pero si lo hacéis, Su Majestad Imperial me ha ordenado mostrarme firme. —Hablaba con tono indiferente y el rostro inexpresivo—. Ahora os ruego que me disculpéis. Debo atender otros asuntos —añadió haciendo una reverencia, luego se marchó.

—Es una fuente inagotable de información, ¿verdad? —señaló Seda con sequedad—. A la mayoría de los melcenes les encanta cotillear, pero a éste hay que arrancarle las palabras a la fuerza.

—¿Es melcene? —preguntó Garion—. No lo sabía.

Seda asintió con un gesto.

—Atesca es un nombre melcene. Kal Zakath tiene algunas ideas curiosas sobre el talento de los aristócratas. A los oficiales angaraks no les gusta la idea, pero no pueden hacer nada al respecto... si quieren conservar la cabeza en su sitio.

Garion no estaba demasiado interesado en los detalles de la política malloreana, así que ignoró aquel comentario y volvió al tema que estaban discutiendo antes.

—No entiendo bien tus razones para ir a Rak Hagga, abuelo —dijo.

—Cyradis cree que debe hacer una elección —respondió el anciano—, y que antes de que pueda hacerla, deben cumplirse ciertas condiciones. Sospecho que nuestro encuentro con Kal Zakath podría ser una de esas condiciones.

—Tú no le creerás, ¿verdad?

—He visto cosas más curiosas, y prefiero tomármelo con calma cuando están implicados los videntes de Kell.

—No he leído nada sobre este tipo de encuentros en el Códice Mrin.

—Yo tampoco, pero existen otras cosas en el mundo además del Códice Mrin. Debes recordar que Cyradis se basa en las profecías de ambos bandos, y si las profecías fueran iguales, ambas serían ciertas. Además, es probable que Cyradis trabaje con profecías que sólo conozcan los videntes. Sin embargo, cualquiera que sea la naturaleza de esas condiciones previas, estoy seguro de que no nos permitirá llegar al «lugar que ya no existe» antes de tacharlas todas de su lista.

—¿No nos permitirá? —preguntó Seda.

—No subestimes a Cyradis, Seda —le advirtió Belgarath—. Ella es el receptáculo de todo el poder de los dalasianos. Eso significa que tal vez pueda hacer cosas que nosotros no podemos ni imaginar. Mirémoslo desde un punto de vista práctico. Cuando comenzamos con esto, Zandramas nos llevaba seis meses de ventaja y planeábamos hacer un viaje largo y tedioso a través de Cthol Murgos. Sin embargo, no dejaron de interrumpirnos.

—No me lo recuerdes —dijo Seda con sarcasmo.

—¿No es curioso que a pesar de todas esas interrupciones hayamos llegado a la costa este del continente antes de lo que esperábamos, y que la ventaja que nos lleva Zandramas ahora sea tan sólo de unas semanas? —Seda parpadeó y luego entornó los ojos en una mueca de perplejidad—. Te asombra, ¿verdad? —El anciano se arropó con la capa y miró la nieve que caía a su alrededor—. Vamos dentro —sugirió—. Aquí fuera hace mucho frío.

Detrás de la costa de Hagga destacaba una cadena de colinas brumosas entre la densa cortina de nieve. En la orilla se extendían vastas salinas; las cañas doradas se curvaban bajo el peso de la nieve húmeda y pegajosa. Un muelle de madera se extendía desde las salinas hasta aguas más profundas, donde desembarcaron sin dificultades. Al otro lado del muelle, un camino de carros conducía colina arriba, con las roderas cubiertas por la nieve.

Mientras cruzaban el muelle en dirección al camino, Sadi, el eunuco, miró hacia arriba con expresión de asombro.

—Parecen alas de hadas —dijo con una sonrisa mientras se acariciaba la calva con una mano de larguísimos dedos.

—¿A qué te refieres? —preguntó Seda.

—A los copos de nieve. Sólo había visto nevar una vez, durante una visita a un reino del norte, pero creo que ésta es la primera vez que estoy a la intemperie durante una nevada. No es desagradable, ¿verdad?

—En cuanto tenga ocasión, te compro un trineo —dijo Seda con una mirada amarga.

—Perdona, Kheldar —repuso Sadi, asombrado—, ¿qué es un trineo?

—Olvídalo, Sadi —suspiró Seda—. Era sólo una broma.

En la cima de la primera colina, se levantaba una docena de cruces junto al camino. Un esqueleto blanquecino cubierto de harapos colgaba de cada cruz, con las cuencas de los ojos llenas de nieve.

—No puedo evitar preguntarme cuál es la razón de todo esto —dijo Sadi con diplomacia, señalando la siniestra escena a la vera del camino.

—Política, Excelencia —se limitó a responder Atesca—. Su Majestad Imperial intenta que los murgos odien a su rey. Quiere que comprendan que Urgit es la causa de sus desgracias.

—No logro entender este tipo de medidas —dijo Sadi y sacudió la cabeza con expresión de duda en su rostro—. Estas atrocidades no pueden hacer que uno se congracie con las víctimas. Yo siempre he preferido los sobornos.

—Los murgos están acostumbrados a las atrocidades —dijo Atasca encogiéndose de hombros—, es la única forma de hacerles entender las cosas.

—¿Por qué no los habéis bajado y enterrado? —preguntó Durnik con la cara pálida y un deje de rabia en la voz.

—Por economía —respondió Atesca con una mirada larga y segura—. Una cruz vacía no prueba nada. Si los enterráramos, luego tendríamos que reemplazarlos por otros murgos. Eso no sólo resulta aburrido, sino que, tarde o temprano, uno se queda sin nadie a quien crucificar. En cambio, si dejamos los esqueletos ahí, damos una lección a la gente y ahorramos tiempo.

Garion hizo todo lo posible para interponerse entre Ce'Nedra y el siniestro espectáculo didáctico que se alzaba junto al camino. Sin embargo, ella siguió cabalgando con una curiosa expresión ausente en el rostro y la vista fija en el vacío. Garion miró rápidamente a Polgara con un gesto inquisitivo y vio la mueca de preocupación de la hechicera. Entonces volvió atrás y acercó su caballo al de ella.

—¿Qué le ocurre? —preguntó en un murmullo lleno de nerviosismo.

—No estoy segura, Garion.

—¿Es otra depresión? —preguntó el joven con un nudo en la boca del estómago.

—No lo creo —respondió ella con la mirada ausente y pensativa mientras se ponía la capucha y cubría el rizo blanco de su pelo—. Yo la vigilaré.

—¿Qué puedo hacer?

—Quédate cerca de ella e intenta hacerla hablar. Tal vez diga algo que nos dé alguna pista.

Ce'Nedra, sin embargo, no respondió a los intentos de conversación de Garion, y sus palabras durante el resto de aquel frío día no tenían relación con las preguntas o los comentarios de su esposo.

Cuando comenzó a caer la noche sobre el paisaje devastado por la guerra de Hagga, el general Atesca hizo una señal de alto y sus soldados se pusieron a montar las tiendas junto a una muralla ennegrecida por el fuego, el último vestigio de un pueblo incendiado.

—Llegaremos a Rak Hagga a última hora de la tarde de mañana —les dijo—. Podréis pasar la noche en esa tienda grande del centro del campamento. Dentro de un rato, mis hombres os llevarán la cena. Ahora, si me disculpáis... —añadió con una breve inclinación de cabeza, luego dio media vuelta a su caballo y se marchó a supervisar a sus hombres.

Cuando los soldados acabaron de montar las tiendas, Garion y sus amigos descabalgaron frente a la que les había indicado Atesca. Seda miró al destacamento que tomaba posiciones alrededor de la tienda.

—Ojalá se decidiera de una vez —protestó Seda, disgustado.

—No te entiendo, príncipe Kheldar —dijo Velvet—. ¿A quién te refieres?

—A Atesca. Es muy amable, pero al mismo tiempo nos rodea de guardias armados.

—Las tropas podrían estar aquí para protegernos, Kheldar —señaló ella—. Después de todo, estamos en zona de guerra.

—Por supuesto —respondió él con sarcasmo—, y las vacas podrían volar... si tuvieran alas.

—¡Qué fascinante observación!

—Ojalá dejaras de hacer eso.

—¿Hacer qué? —dijo ella con una expresión inocente en sus grandes ojos marrones.

—Olvídalo.

La comida preparada por los cocineros de Atesca y servida en platos de metal no era nada fuera de lo común; pero al menos estaba caliente y las raciones eran abundantes. El interior de la tienda estaba caldeado por braseros de carbón e iluminado por los dorados reflejos de lámparas de aceite. Los muebles eran de típico estilo militar —mesas, camas y sillas que pueden plegarse y desplegarse en un momento—, y cubrían las paredes y el suelo alfombras malloreanas teñidas de un intenso color rojo.

Eriond apartó su plato y miró alrededor con curiosidad.

—Parecen tener una notable predilección por el color rojo, ¿verdad? —señaló.

—Creo que les recuerda la sangre —respondió Durnik—. Les gusta la sangre. —Miró con frialdad a Toth y le dijo con firmeza—: Si has acabado de comer, creo que deberías abandonar la mesa.

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